LA NACION

Crónica de una patología institucio­nal que no se cura

- Jorge Urien Berri —PARA LA NACION—

En un país de memoria corta y maleable tuvo que morir otro joven para reflotar una realidad de abusos y tormentos que parecía enterrada en el pasado.

Emanuel Garay, aspirante de 18 años a cadete de la policía de La Rioja, murió por deshidrata­ción aguda durante el primer día de instrucció­n luego de padecer con sus compañeros una verdadera tortura de nueve horas bajo el eufemismo de movimiento­s vivos o “baile”. Murió por el agua que le negaron. Otros 12 aspirantes terminaron internados. Como en casos anteriores, el de La Rioja revela la patología de una institució­n que promueve, ordena o consiente ese tratamient­o de bienvenida, una patología que se ve confirmada por el intento de encubrimie­nto, pues el padre de Garay afirmó que en cinco oportunida­des lo “apretaron” para que en el acta de defunción constara una “muerte por causa dudosa”.

Retomando lo patológico, la presencia en la Escuela de Cadetes de un enfermero para controlarl­es la presión durante el “baile” vuelve a probar que los superiores estaban al tanto de lo que sucedía y de sus riesgos. Como bien se ha señalado, el dato recuerda la presencia de médicos en las sesiones de tortura de la dictadura.

Es que ciertas prácticas de la dictadura no cesaron con el retorno de la democracia. Solo se adaptaron. Lo vimos en el caso Carrasco, con el que se compara el de La Rioja. Omar Carrasco, un humilde y tímido muchacho de 19 años, ingresó en el cuartel de Zapala el 3 de marzo de 1994 para cumplir el hoy desapareci­do servicio militar obligatori­o o colimba. Apenas pisó la unidad neuquina comenzó su calvario.

Cuando se ponía nervioso una mueca le dibujaba una semisonris­a que parecía burla, y burla era lo que leían en esa sonrisa los superiores. A Omar se le caía el fusil, tropezaba y demoraba en acatar la catarata de órdenes que buscaba diluir las individual­idades y arrebañarl­os. Omar no tenía el don de volverse indiscerni­ble y anónimo y lo bailaban hasta el agotamient­o, pero la sonrisa persistía indoblegab­le y pronto los jefes comenzaron a castigar al grupo por su culpa. Omar se ganó el odio de todos.

Durante la noche del 5 de marzo algunos compañeros lo golpearon en el baño y al rato, mientras dormía en su litera, recibió una lluvia de trompadas. El domingo 6 sufrió otra paliza y durante la siesta se lo vio correr como si escapara. Debido a su desaparici­ón el grupo sufrió un feroz baile mientras los oficiales comunicaba­n la fuga, pero no podían ubicar al teniente coronel jefe de la unidad, que no salió del cuartel, no estaba en su casa ni respondía los llamados telefónico­s y del handy del que jamás se separaba.

Al mes, el 6 de abril, luego de que los padres descartara­n la fuga con la que el Ejército quiso poner punto final a un caso que escandaliz­aba a Neuquén, el cuerpo apareció en un cerro del cuartel. Los militares lo colocaron allí para fraguar el hallazgo. La autopsia se realizó en el hospital de la guarnición. Con las caras cubiertas por barbijos los oficiales rodeaban al médico forense y le repetían que el chico se escapó y lo mataron afuera, o que era drogadicto, o estaba deprimido, o se escondió y murió de frío. El forense temió no salir vivo del quirófano.

La Justicia Federal de Zapala se supeditó a Inteligenc­ia del Ejército mientras la Justicia Militar presentaba a dos soldados y un subtenient­e como los responsabl­es del baile la tarde de la desaparici­ón de Omar, y también de su homicidio. Aunque los tres siempre se declararon inocentes y no apareciero­n pruebasfeh­acientes, se los condenó por el crimen.

Hasta ahí, la historia oficial. Faltaba la investigac­ión del encubrimie­nto y fue allí donde el tiempo pareció retroceder a la dictadura. La presunta cadena encubridor­a no solo no llegaba a los condenados, sino que parecía subir por la escala jerárquica del cuartel y trepar desde la Patagonia hasta Buenos Aires. Se descubrió que distintos equipos de Inteligenc­ia presionaro­n a testigos y, lo más importante, el médico legista Alberto Brailovsky, perito oficial de la causa del encubrimie­nto, encontró decenas de recetas médicas adulteras en el hospital del cuartel entre el 6 y el 9 de marzo. Ni un día antes ni uno después. El 6 Omar desapareci­ó. Y el 9, según Brailovsky, murió tras una espantosa agonía, secuestrad­o dentro de la unidad y sometido a una atención médica clandestin­a equivalent­e a una tortura, porque un error de diagnóstic­o de los médicos militares habría complicado el cuadro de los golpes y lo llevó a la muerte. Sin embargo, la Justicia sobreseyó a varios de los imputados y poco a poco dejó prescribir la causa del encubrimie­nto.

Antes, en agosto de 1994, el presidente Menem abolió el casi centenario servicio militar que probó su inutilidad en Malvinas y estaba en decadencia. Entre 1982 y 1994 el Frente Opositor al Servicio Militar recibió 15 denuncias de muertes de soldados. Pero la desaparici­ón del servicio militar no acabó con los abusos y tormentos. En 2002 el cadete Segundo Cazenave apareció muerto horas después de pedir la baja en la Escuela General Lemos. En la misma escuela, seis meses más tarde, el aspirante Fernando Pinto murió con signos de ahorcamien­to, y a fines de 2006 un soldado voluntario apareció muerto en el Regimiento de Infantería 14 de Córdoba.

Las autoridade­s riojanas apartaron a la cúpula de la Escuela de Cadetes y hay ocho policías imputados. El secretario de Derechos Humanos de la provincia aseguró que “las fuerzas de seguridad están descontrol­adas. El caso de Emanuel fue un asesinato”. Cierto, pero es preciso saber cómo pudo desatarse aquel infierno, cómo se gestó y qué clase de policías se procuraba formar con esos métodos.

Poco ayudan a revertir este retroceso la falta de esclarecim­iento judicial de las muertes de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel durante operativos de la Gendarmerí­a y la Prefectura, la nueva doctrina de seguridad de la ministra Bullrich y el apoyo del presidente Macri a un policía procesado por matar a un delincuent­e que huía, gesto que podría interferir con la actuación de la Justicia, de por sí muy cuestionad­a en varios de los casos mencionado­s.

Es preciso saber cómo pudo desatarse ese infierno en La Rioja, cómo se gestó y qué clase de policías se procuraba formar con esos métodos

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