EDITORIALES
Durante años y años se alentó a que las instituciones públicas fueran refugio de muchos seudoempleados que hacen de la estafa al erario su modo de vida
ñoquis y otros abusos parlamentarios. Durante años y años sea alentó a que las instituciones públicas fueran refugio de muchos seudoempleados.
Este año debería convertirse en una bisagra en la insostenible situación que representan los gastos, a todas luces excesivos y abusivos, en los que incurre un elefantiásico Estado imposible de mantener. Entre ellos, se destacan los gastos en ámbitos legislativos, tanto de la Nación como de las provincias y los municipios, donde de la voluntad política dependerá achicar estructuras absurdamente superpobladas, exigir presentismo, reducir gastos innecesarios y, fundamentalmente, ejercer el debido control para desactivar estos refugios de ñoquis y de gruesas capas geológicas de agentes públicos ingresados por la ventana política que se abre con la llegada de cada nuevo gobierno o renovación parlamentaria para luego perpetuarse.
El presidente Macri dio un tímido primer paso al anunciar el recorte del 25% de los cargos políticos en el Estado nacional, el congelamiento de sueldos de funcionarios jerárquicos y la prohibición a los ministros del Poder Ejecutivo de nombrar a parientes en cargos públicos. Pidió también que esa misma disposición rija para provincias y municipios. Sería esperable que el Congreso Nacional también adhiriera a la medida.
Según un estudio del Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (Cadal), realizado sobre los datos que arrojan los presupuestos nacionales de 2016 y de 2017 y proyectando los correspondientes al año actual, los recursos humanos del Congreso de la Nación subieron de 15.248 a 16.196, desde 2016, tomando en cuenta todas las reparticiones que componen el Poder Legislativo. Esto se tradujo en los hechos en la incorporación de casi un millar de empleados en ese lapso, número que pone claramente en evidencia que la coalición gobernante hasta aquí no ha sabido o podido cumplir sus anuncios realizados en sentido contrario. En las últimas semanas algunos incipientes pasos podrían conducir a iniciar el tan deseado como necesario cambio de tendencia. En el caso de la Cámara de Diputados, se comenzó a instrumentar un sistema de control de presentismo de personal permanente y transitorio mediante la utilización de un sistema biométrico de identificación de la huella dactilar, tanto en el ingreso como en la salida de cada jornada laboral. Se trata de un efectivo método ya utilizado por muchísimas empresas y universidades de nuestro país. En Diputados, se comprobó la existencia de unas 200 personas que cobraban sueldos sin presentarse nunca en el lugar de trabajo –“ñoquis” como habitualmente se los denomina– y se detectaron otras 700 situaciones irregulares; por ejemplo, en cuanto a las justificaciones que presentan los empleados cuando faltan a sus tareas.
De esos casi 200 trabajadores fantasmas, a 160 se les inició el trámite de cesantía y otros 30 decidieron directamente renunciar. Al sistema de control de presentismo se sumará este año el ofrecimiento de retiros voluntarios y de jubilaciones anticipadas en la Cámara baja.
En el Senado, donde también comenzó a aplicarse el referido control de acceso, que será completado en abril próximo, ya comenzó a notarse la reticencia de quienes debieran dar el ejemplo: varios legisladores instruyeron desembozadamente al personal propio de sus despachos para que no se prestara al registro dactilar, en abierta oposición al control de presentismo. Una vergüenza más.
La utilidad de ese mecanismo salta a la vista y no solo por el servicio que presta en lo administrativo. Según observan quienes frecuentan el Congreso, ha sido sorprendente la presencia de más personas yendo a trabajar por estos días a Diputados cuando, generalmente, la concurrencia suele ser muy baja por el receso de verano.
La obligación de dar el presente mediante la huella dactilar no puede ser burlada. Es personal, intransferible y fácil de controlar. Huella que no aparece, día que no se cobra. No servirá para solucionar todos los problemas, pero resulta indudablemente un disuasivo efectivo.
Algo similar ocurrió en la Legislatura bonaerense a mediados del año pasado. Tras una intimación de las autoridades para que todos los empleados se presentaran a trabajar, unos 80 nunca se apersonaron en la Cámara de Diputados. Eran ñoquis con sueldos de hasta 40.000 pesos que, por lo visto, o no tenían intenciones de desempeñar allí sus tareas o estaban impedidos de hacerlo porque ya habían encontrado empleo en otro lado, cobrando aún por su anterior función.
En sintonía con los reclamos del gobierno nacional, poco antes de terminar 2017, las autoridades bonaerenses anunciaron que se recortaría el presupuesto de la Legislatura, cuya planta de empleados creció descomunalmente con la incorporación de militantes de numerosos partidos durante los dos últimos años del kirchnerismo al frente de la provincia. El incremento alcanzó entonces el 50% pero, como era dable esperar, no hubo ningún escándalo político como los que hoy se suelen agitar cuando se anuncian medidas para atacar la elefantiasis estatal.
Exigir el estricto cumplimiento de las más elementales obligaciones laborales no puede, de ninguna manera, activar la archiconocida susceptibilidad gremial. Años y años de connivencia entre gremialistas y poder político derivaron en un inadmisible escudo protector para quienes han hecho de la estafa al erario público su modo de vida.
Las ramificaciones que esas asociaciones reñidas con la ética y la transparencia han logrado en los estamentos estatales son un obstáculo que habrá que comenzar a sortear de una vez por todas.
Solo en el Congreso Nacional trabajan en la actualidad casi 11.000 agentes públicos, entre permanentes y temporarios. Si se tiene en cuenta que 257 son diputados y 72 senadores, es imposible justificar que, en promedio, haya 33 empleados por cada legislador. Si la cuenta se hace por cada Cámara, el resultado es aún más escandaloso. Con un total de 5020 empleados en el Senado, hay 68 por cada senador y 21 por cada diputado dado que en la Cámara baja se totalizan 5589 trabajadores.
La escasa actividad de la mayoría de los cuerpos colegiados públicos en nuestro país –¡ni hablemos de su productividad!– revela una situación tan vergonzosa como preocupante que se perpetúa y agrava con cada cambio de administración. Como acertadamente ha dicho el economista Roberto Cachanosky, “el despliegue de nombramientos de militantes en todos los niveles de la administración pública se ha transformado en una verdadera tentativa de fraude al fisco”. En nuestra opinión, es, además, un auténtico robo al bolsillo del ciudadano que es quien mantiene con sus impuestos toda esta sobredimensionada estructura.
Es hora de transformar los anuncios en medidas concretas para garantizar que las tan declamadas como postergadas promesas de mejorar la eficiencia del Estado y reducir el gasto público comiencen a concretarse.