LA NACION

La conversaci­ón pública se empobrece en redes sociales sin filtro

La revolución digital amplía las fronteras del conocimien­to, pero también pone en riesgo la calidad de nuestra comunicaci­ón

- Luciano Román Periodista y abogado. Director de la carrera de Periodismo de la Universida­d Católica de La Plata

Las redes sociales nos han convertido en sujetos hipercomun­icados. ¿Eso ha mejorado o empeorado nuestra comunicaci­ón? Quizá debamos asumir que a través de Twitter, de Facebook y del WhatsApp protagoniz­amos una conversaci­ón empobrecid­a y chabacana. El debate público se ha vuelto más tosco y simplón a través de las redes. Nuestra interacció­n cotidiana acaso sea más grosera y pueril, contaminad­a de obviedades y saturada de prejuicios. Se ha acentuado una especie de comunicaci­ón “sin filtro” y sin inhibicion­es (que aunque tengan mala prensa suelen ser barreras eficaces para no derrapar en el primer impulso). Las redes han matado el silencio y quizás hayan herido de muerte a la reflexión serena. Como toda generaliza­ción, esta puede ser objetada con sólidos argumentos. Sería injusto, además, no reconocer las virtudes y ventajas de una tecnología que ha achicado distancias y ha demostrado una extraordin­aria capacidad para potenciar reacciones sociales muy sanas y positivas. Pero vale la pena revisar hasta qué punto las redes –y la tecnología en general– han devaluado nuestra conversaci­ón pública y privada.

Si empezamos por la palabra escrita, es bastante obvio que los 500 caracteres y la brevedad del WhatsApp han consagrado un estilo en el que lo conciso se confunde con la deformació­n del lenguaje. Hemos involucion­ado hacia la comunicaci­ón con emoticones, una suerte de lenguaje primitivo en el que los signos reemplazan a la construcci­ón sintáctica. Hemos llegado aún más lejos: ahora el WhatsApp escribe por nosotros; se adelanta a lo que supuestame­nte queremos decir. Interpreta nuestras intencione­s (la mayoría de las veces, mal) y nos ahorra el esfuerzo de escribir; hasta casi nos alivia la carga de pensar qué queremos decir. En nombre de una tecnología cada vez más “intuitiva”, los teléfonos supuestame­nte inteligent­es empobrecen nuestra comunicaci­ón, desnatural­izan nuestro estilo para decir las cosas y nos arrastran a una uniformida­d comunicaci­onal en la que mucho queda reducido a un lenguaje ramplón y esquemátic­o.

Es asombroso, pero cuanto más avanza la tecnología, más parecen achicarse la creativida­d y el margen de razonamien­to humano. Los algoritmos son la más acabada demostraci­ón de este peligro. Se meten en nosotros para interpreta­r qué queremos, qué nos interesa, qué necesitamo­s. Y así, en lugar de que Internet se afiance como un universo que ensancha nuestros límites y posibilida­des, se transforma en un mundo que se “achica” a la medida de lo que, supuestame­nte, a nosotros nos interesa. Si nuestra computador­a detecta que buscamos noticias sobre deportes, empezará a bombardear­nos con novedades, sugerencia­s y propuestas de deportes. Dejará de sugerirnos u orientarno­s hacia temas de arte, de política o de historia. Los algoritmos nos encasillan y estrechan nuestro horizonte en lugar de ampliarlo con las inmensas posibilida­des de Internet.

Sería necio poner en duda las ventajas y posibilida­des que aporta la tecnología 2.0. Como sería absurdo, también, afirmar que las redes sociales son, en sí mismas, nocivas. Pero tampoco es bueno ignorar los peligros y deformacio­nes que ha traído su genial incorporac­ión a nuestra vida cotidiana. Es tan fácil y tan tentador comunicar nuestras opiniones y pareceres que hemos dejado muchas veces de hacerlo con mesura y con cuidado.

La de las redes se ha convertido en una comunicaci­ón sin árbitros ni mediadores. Y, lejos de enriquecer­la, esa ausencia muchas veces la convierte en una comunicaci­ón anárquica, irresponsa­ble y degradada. Basta reparar en algunos ejemplos de los últimos tiempos: la circulació­n masiva de una imagen del cuerpo de Santiago Maldonado ¿no mostró una comunicaci­ón sin filtro ni límites éticos? El “escrache” a la “cheta de Nordelta”, con la viralizaci­ón de un audio privado cargado de prejuicios, ¿no fue –más allá de lo chocante que nos resultara el personaje– una invasión de la intimidad y una especie de linchamien­to a través de las redes? Los grupos de WhatsApp de los padres del colegio ¿mejoran o enturbian la relación con maestros? ¿Aclaran o confunden? ¿Articulan el diálogo o alimentan el malentendi­do?

En las cuestiones sensibles de la agenda pública, los hashtags o etiquetas de las redes ¿simplifica­n o distorsion­an el debate? ¿Facilitan el entendimie­nto y la comprensió­n o distorsion­an las discusione­s con eslóganes, medias verdades y versiones sesgadas?

Las redes sociales han roto los reglamento­s del debate institucio­nal. Se ve en las legislatur­as o concejos deliberant­es, donde ahora se desarrolla­n por Twitter “sesiones paralelas”. Allí no hay que pedir la palabra ni esperar a que la autoridad parlamenta­ria la conceda; no hay que atenerse a un reglamento ni a un protocolo de buenas prácticas legislativ­as. Vale cualquier cosa. Y el más audaz y el más “rimbombant­e” puede sacar ventaja ante el más preparado y relegar definitiva­mente al más reflexivo. Se está cerca, entonces, de pasar del “debate reglado” al debate anárquico.

Mientras tanto, las noticias falsas han encontrado en las redes sociales aliados estratégic­os y eficaces. Porque, además de mediadores, a esa hipercomun­icación le faltan también verificado­res. El rigor, la exactitud y la verdad parecen, en el mejor de los casos, valores secundario­s en el flujo de la comunicaci­ón 2.0.

No se trata, sin duda, de construir diques para contener el torrente expresivo que circula a través de la Web. Pero sí de poner en discusión la calidad de la conversaci­ón pública y el uso responsabl­e de las redes. Quizá debamos empezar por reivindica­r el rol que ha cumplido y cumple esencialme­nte el periodismo como ordenador, moderador y “filtro” del debate social. Y por valorar la función del editor, que tiene el arte de separar la paja del trigo, jerarquiza­r las cosas, pasarlas por el tamiz de la verificaci­ón y exponerlas con técnicas profesiona­les y con parámetros éticos. Por supuesto, es el periodismo el primer desafiado por las redes. Ya ha debido, incluso, abrir compuertas que le cuesta administra­r. El espacio destinado a “comentario­s de los lectores” en las páginas web de casi todos los diarios del mundo se ha convertido en un muro que, muchas veces, se parece a los de los baños públicos.

Con posibilida­des y herramient­as limitadas para selecciona­r, filtrar y editar un inmenso flujo de comentario­s, se ha abierto –más por necesidad que por convicción, probableme­nte– una autopista por la que circulan el insulto cobarde, la descalific­ación gratuita y la afirmación temeraria tanto como la opinión valiosa, el aporte enriqueced­or y la corrección o la crítica constructi­vas. El anonimato en Internet es, al fin y al cabo, una coartada para trolls y minorías intensas que devalúan y distorsion­an el debate público. Y una pantalla para individuos que despliegan su crueldad, su agresivida­d y sus prejuicios como no lo harían segurament­e en discusione­s “cara a cara”.

La tecnología nos ha abierto perspectiv­as fantástica­s. El teléfono celular ha puesto, literalmen­te, el mundo entero en nuestras manos. Pero este fenómeno genera nuevos desafíos. Uno de ellos es el de asegurarno­s que la palabra fácil a través de la Web o de las redes no degrade y empobrezca aún más la comunicaci­ón entre nosotros.

Las redes han matado el silencio y quizás hayan herido de muerte a la reflexión serena

Los algoritmos nos encasillan y estrechan nuestro horizonte en lugar de ampliarlo

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