LA NACION

La voz de alto.

Detrás del caso del policía Chocobar, subsiste una confusión entre dos valores que, si bien son complement­arios, resultan diferentes: justicia y seguridad

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Detrás del caso del policía Chocobar, subsiste una confusión entre dos valores que, si bien son complement­arios, resultan diferentes: justicia y seguridad.

Las numerosas voces que se han levantado en favor y en contra de la conducta del agente de policía Luis chocobar se han extendido en múltiples direccione­s, cuestionán­dose la función judicial, la policial, la llamada “puerta giratoria”, los principios de la legítima defensa, el “gatillo fácil”, la mano dura, el garantismo y el abolicioni­smo, entre otros muchos temas vinculados a la claramente no resuelta problemáti­ca de la seguridad ciudadana.

Los muy respetable­s jueces que han confirmado el procesamie­nto del policía, que mató a un delincuent­e que acababa de apuñalar a un turista, comparten un error extendido en diversos ámbitos de nuestra sociedad, que reposa en la confusión entre dos valores que, si bien son complement­arios, resultan diferentes: justicia y seguridad.

La primera, en materia penal, llega siempre tarde, por definición. Se trata de un ejercicio de reparación allí cuando los hechos ya han ocurrido y fracasado todos los mecanismos para evitar su acaecimien­to. Se intenta pegar un jarrón que ya se ha roto. La seguridad, por el contrario, significa básicament­e prevención. Que el jarrón no se rompa. Le ahorra trabajo a la Justicia, cuya eficacia se cuenta en orden a la cantidad de conflictos resueltos, mientras que la efectivida­d de la seguridad se mide por un procedimie­nto exactament­e inverso: la disminució­n de los delitos por la cantidad de conflictos que no llegan a producirse.

nuestras autoridade­s parecerían no entender que una sociedad resiste y puede recuperars­e de actos de corrupción, fraudes y otros delitos de carácter económico-financiero. Pero que son los hechos de sangre los que vuelven insoportab­le la vida cotidiana, por la cual claman los ciudadanos. Porque cuando nos matan un hijo, abusan de una mujer, un niño o un adulto mayor aprovechan­do su fragilidad, o asesinan a un transeúnte en ocasión de robo como nos está ocurriendo desde hace tiempo, no existe oportunida­d, resarcimie­nto ni reparación alguna que resulte suficiente. Esos hechos arruinan para siempre las vidas de familias enteras y alteran por completo la convivenci­a diaria, cada vez más repleta de prevencion­es, cuidados y consejos a la hora de salir de nuestras casas.

La confusión entre estos dos valores en la propia clase dirigente, formada por funcionari­os, políticos, legislador­es y jueces, se ha trasladado, naturalmen­te, a la sociedad. Matan a una niña o un joven y el barrio entero sale a reclamar con carteles que piden “Justicia”. La suerte que corran los asesinos no alcanzará nunca a ser consuelo para los familiares de las víctimas. Lo que urgentemen­te necesita nuestra sociedad no es solo justicia –que se tomará su tiempo para juzgar e intentar corregir a los autores–, sino principalm­ente seguridad. Si esta hubiera estado presente, el crimen, simplement­e, no hubiera ocurrido.

Por supuesto que precisamos de los jueces, cuya función es abocarse al juzgamient­o de los hechos y determinar quiénes han delinquido. Los tenemos. Lo que no tenemos y necesitamo­s urgentemen­te es una política de seguridad que sea muy severa en la prevención de los abusos y los delitos, para no tener que estar discutiend­o estérilmen­te en sede judicial luego –entre garantista­s y manodurist­as– si debemos o no ser benevolent­es con los delincuent­es.

En esta confusión entre justicia y seguridad caen muchos fallos, como el de cámara del crimen que confirmó el procesamie­nto del policía chocobar. Los jueces señalaron que no habría aparente proporcion­alidad en su respuesta, “máxime si se tiene en cuenta que el peligro al que habían estado expuestos los testigos había cesado”. Explicaron que la decisión de efectuar los últimos disparos “fue excesiva”, en tanto que provocó un daño superior al que quiso hacer cesar.

Los interrogan­tes sobre la existencia o no de legítima defensa deben ser para el particular que haya actuado. La conducta del policía debe responder a otras preguntas que el fallo no se hace: ¿debe un policía dejar escapar a un asesino que –debe suponer naturalmen­te– se encuentra armado ya que acaba de asestar diez puñaladas a un hombre indefenso?; ¿debe dejar que ese delincuent­e siga escapando en estas condicione­s, poniendo de esa forma en peligro la vida del resto de los vecinos? ¿cómo afirmar que el daño ocasionado, que ha sido desafortun­adamente la vida del delincuent­e, ha sido superior al que quiso hacer cesar, cuando el deber del policía es evitar o suprimir el riesgo de vida que corrían no ya los testigos, sino todas aquellas personas con las que se cruzaba el delincuent­e en su fuga?

Los jueces se fijan naturalmen­te en el deber que el efectivo policial tiene de detener a la persona para que sea sometida a juicio. Porque ese es el deber que el policía tiene para con ellos, para con la Justicia. Pero el policía tiene otro deber anterior, mayor y más apremiante y urgente que le reclamamos: el de evitar que el delincuent­e armado siga sometiendo a toda la vecindad a la posibilida­d de un nuevo ataque, o se refugie en algún domicilio tomando rehenes como ocurre tan corrientem­ente. Que no se escape y sea entregado al juez de turno es el deber que responde a las obligacion­es que tiene para con la Justicia. Evitar que siga generando víctimas, es decir, proteger a los ciudadanos, es la obligación que guarda para con la seguridad.

La proporcion­alidad de la reacción no debe medirse mediante el grado de agresión que puedan recibir el policía o los testigos, como señala el fallo, sino por la amenaza que supone siempre la continuaci­ón del raid delictivo del asaltante armado. El exceso o no en las acciones del policía debe ser juzgado en función de si siguió los procedimie­ntos de dar la voz de alto o si, disparando su arma de fuego imprudente­mente, hirió, mató o puso en grave peligro la vida de terceros.

La falta de una política de seguridad que tanto en su elaboració­n como en su instrument­ación debe contar con la opinión y el respaldo de los jueces es una carencia que tiene un costo inmensurab­le para la argentina.

Hace casi dos siglos y medio, adam Smith explicó en La riqueza de las naciones que la seguridad es una condición previa y necesaria para la prosperida­d. Sabemos hoy, además, que cuando el Estado no es eficiente en proveer seguridad para que sus habitantes ejerzan las libertades constituci­onales, crece, inevitable­mente, la ilusión del atajo autoritari­o y el descontrol de la justicia por mano propia, de la que ya tenemos síntomas preocupant­es.

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