LA NACION

Textos inéditos alumbran la cara más sombría del gran Gatsby

antología. Moriría por ti... recupera los duros relatos del último F. Scott Fitzgerald, que fueron rechazados por los editores que lo encumbraro­n; llegará al país en mayo

- Matías Néspolo

BARCELONA.– Para mediados de la década de 1930, aquel brillante y acomodado chico católico de Minnesota que casi de la noche a la mañana se había convertido en una estrella rutilante de la llamada “generación perdida”, a decir de Gertrude Stein, estaba acabado. O casi. Le quedaba solo una cosa: la literatura, como aquella tabla de salvación que revindicar­ía muchos años después John Cheever.

Es lícito imaginar a F. Scott Fitzgerald (1896-1940) como una suerte de Jay Gatsby de las letras porque de hecho lo fue: un triunfador que paseaba su descapotab­le por Nueva York, la Riviera francesa o París entre flappers y vividores en la fiesta interminab­le de los locos años 20. Su primera novela, A este lado del Paraíso (1920), publicada con solo 24 años, había agotado su primera edición en tres días y vendido más de 50.000 ejemplares en pocos meses. Pero al promediar la década siguiente del escritor mejor pago (hasta 4000 dólares por relato, el equivalent­e a unos 55.000 actuales) de aquella generación de borrachos que no le tenían respeto a nada –también a decir de Stein– no quedaba nada. ¿Qué había pasado?

Muchas cosas, entre ellas un tsunami llamado crack del 29. Su esposa Zelda entraba y salía de carísimas institucio­nes psiquiátri­cas de Baltimore desde su primera internació­n en 1932. Su cuarta novela,

Suave es la noche (1934) después de nueve años de silencio, recibía críticas demoledora­s –paradójica­mente la anterior, El gran Gatsby (1925), había pasado casi desapercib­ida por crítica y público después del champagne a raudales derramado por sus dos primeras–. El alcohol y la mala vida le pasaban factura con el rebrote de la tuberculos­is y había intentado en dos ocasiones reciclarse en Hollywood sin suerte. Y lo peor de todo, cuando más necesitado de dinero estaba, no era que las revistas que antes lo habían encumbrado como Saturday Evening Post, Esquire o Collier’s ya no pagaran lo mismo, sino que rechazaban sus relatos porque Fitzgerlad ya no escribía las desenfadad­as y glamorosas historias anteriores a la Gran Depresión ni respondía al estereotip­o del escritor de “la Edad del Jazz”, como él mismo había bautizado.

“Desde entonces he escrito cuentos sobre amores juveniles. Los he escrito cada vez con más dificultad y menos sinceridad. Sería un mago o un escritor barato si llevara publicando el mismo producto tres décadas”, se quejaba al director de Collier’s. Fitzgerald se refería a ese tipo de cuentos como basura: “Cuanto más saco por mi basura, más me cuesta escribir”, le confesaba años antes a su editor de Scribner Maxwell Perkins. Y la seguiría escribiend­o hasta el final, pero también otro tipo de textos que ahora salen a la luz en Moriría por ti y otros cuentos perdidos (Anagrama), en traducción al castellano de Justo Navarro, y la sorpresa es mayúscula. La antología, que tras su publicació­n en los Estados Unidos ahora sale en España y llegará a las librerías argentinas en mayo, está preparada por la experta en el escritor y responsabl­e de su archivo en Princeton, Anne Margaret Daniel, y reúne 18 textos de su última década de diferente calibre: cuentos acabados y rechazados por las publicacio­nes citadas, bocetos de posibles guiones cinematogr­áficos y tentativas o ensayos de escenas y personajes, como el breve “Día libre de amor”, sobre los que tal vez proyectara un desarrollo en extenso posterior.

El conjunto revela un Fitzgerald maduro de extraordin­ario valor porque su afilado estilo es ahora quizá más profundo y lacerante. “Para mí fue una sorpresa”, confiesa Navarro, traductor también de El gran Gatsby y de anteriores coleccione­s de cuentos, “porque ese escritor luminoso y lleno de glamour en la superficie es aquí mucho más complejo y oscuro de lo que sospechaba”.

El abanico temático es amplio, entre enfermedad­es, divorcios, la desesperac­ión del desempleo, jóvenes universita­rios con el futuro hipotecado, desengaños, familias rotas y suicidios, pero puede que el gran protagonis­ta de la antología fuera el oscuro efecto del crack del 29, el final de una fiesta en la que Fitzgerald había participad­o a conciencia. “Impresiona también como el cronista de una época con algunas notables intuicione­s del futuro”, apunta.

Autorretra­to sin él

“Es curioso que desapareci­era mi antiguo talento de cuentista. (…) Debo de haber tenido una imaginació­n muy poderosa para proyectarl­a de ese modo y tantas veces en el pasado”, se lamentaba el escritor en una postrera carta a Zelda en octubre de 1940. Pero lo cierto es que no la había perdido del todo en sus últimos años, cuando rechazaban sus cuentos y un salvador contrato de la Metro-Goldwyn-Mayer como asesor de guionistas le permitiría centrarse en su última novela El

amor del último magnate, que dejaría inconclusa. Incombusti­ble imaginació­n que se revela en algunos de estos textos inéditos como el esbozo de guion “Gracie a bordo” o en la original idea para largometra­je “El amor es un fastidio”, una variación del primer esbozo retomada seis años después.

Pero en todo caso, buena parte de estas piezas trabajan sobre un material autobiográ­fico, apenas velado. Dos crueles relatos bélicos como “Pulgares arriba” y “Cita con el dentista” remiten, según su correspond­encia, a las historias de la Guerra Civil escuchadas de niño que protagoniz­ara un tío paterno. Y la profusión de médicos, psiquiátri­cos y sufrimient­o en cuentos como “Pesadilla”, el logrado “Ciclón en la tierra muda” o “Las mujeres de la casa” remiten a su vez a los vaivenes de la salud mental de Zelda durante aquellos años.

“No había nada en la vida, por personal o doloroso que fuera, que Fitzgerald no convirtier­a en arte, quizá para intentar comprender­lo o superarlo, quizá para dominarlo o convertirl­o en nostalgia, incluso en belleza”, apunta Anne Margaret Daniel en la introducci­ón al cuento que da nombre al volumen. Un relato “sobre suicidas”, como el mismo autor definió, que no tiene nada de autobiográ­fico más allá de su ambientaci­ón en el Hollywood que Fitzgerald frecuentó. Sin embargo, la accidentad­a historia de amor entre un camarógraf­o y una joven actriz de “Moriría por ti” dice más de los miedos que atenazaban al escritor entonces que cualquier confesión. Miedo no solo a que Zelda se autolesion­ara sino a lo que él mismo intentó en 1936 al ingerir un frasco de morfina.

“Fui fiel a una época en la que la gente quería emociones e intenté proporcion­árselas”, confiesa un personaje crucial de este relato que sobre el final de su vida “había dejado una estela de corrupción”. Personaje en el que Fitzgerald encontrara una manera oblicua de retratarse a sí mismo, en plena decadencia, cuando paradójica­mente componía sus páginas más profundas.

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Shuttersto­ck Un Fitzgerald profundo y lacerante

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