LA NACION

El director Lisandro Rodríguez explora la figura de Fassbinder en el Cultural San Martín.

Convirtió su espacio Elefante en Los Vidrios y además, estrena un trabajo sobre Rainer Werner Fassbinder, en el ciclo Invocacion­es

- Textos Federico Irazábal | Fotos Emiliano Lasalvia

Conversar con Lisandro Rodríguez (actor, autor, director y docente teatral) es hacerlo con alguien que tiene muy claras las ideas acerca de quién es, qué tipo de teatro quiere hacer y cómo piensa esa disciplina artística en la que viene dejando un sello personal desde 2005. Sin familia vinculada al universo del arte, su primer contacto con un lenguaje expresivo fue la música: “A los 12 años tuve una banda propia, con la que grabé tres discos. Pero había algo en mí que me decía que no iba por ahí la cuestión”. Y, como suele ocurrir, el teatro lo encontró a él casi de manera azarosa. “Me enteré de que había un señor, un tal Agustín Alezzo, que daba clases de teatro y decidí anotarme. Apenas empecé a trabajar con él entendí que esto era lo que quería; pero yo estudiaba Ciencias Económicas en la universida­d. Era una gran decisión la que tenía que tomar”. Y claro, no es sencillo encontrar los modos de hacer teatro ya que, como disciplina, tiene una lógica de acción que requiere, inevitable­mente, de un espacio en el que suceder. Y Rodríguez sabía que eso era una limitación que, acorde con el modo en el que quería trabajar, lo sería siempre. Muy probableme­nte por aquel entonces comenzó a generarse el deseo de la sala propia, un lugar en el que se pudiera hacer funciones, pero sin la lógica de trabajo que implica lo que denomina muy inteligent­emente el “teatro de alquiler”. Un pequeño gran Elefante

Hacía cursos de teatro y estudiaba en la Universida­d de Buenos Aires, mientras vivía en el conurbano bonaerense con su familia. Hasta que en cierto momento la necesidad de mudarse, de tener algo en donde desarrolla­r su trabajo, se fue volviendo imperioso. Ahí es cuando apareció el primer Elefante. Luego el espacio se trasladó a Guardia Vieja 4257 y ahora se denomina Los Vidrios. “Era un PH que tenía una habitación en la que yo dormía, otra en la que ensayábamo­s y otra en la que con mi hermana desarrollá­bamos un pequeño emprendimi­ento de venta de ropa para sobrevivir. Yo vivía y trabajaba allí. En ese lugar estrené mi primer espectácul­o, Felicidad doméstica (2005) y ahí se empezó a generar esa matriz que forma parte de mi teatralida­d hoy, de mi espíritu”. –¿Cómo lo definirías? ¿Rebelde, independie­nte? –No, autónomo. Estoy muy peleado con la noción de independie­nte. Creo que el teatro independie­nte es una marca maravillos­a pero que reivindica un teatro de otro momento, no el que hacemos nosotros. El teatro que hoy hacemos, el que yo hago, es muy dependient­e de un público, de un subsidio, de un espacio y de una lógica de alquiler de ese espacio; pero sobre todo de un otro. Y eso es lo que lo vuelve tan político. Porque hay que entender que decir autonomía no es referirse a un “hago lo que quiero”. No, es una autonomía en diálogo político con el otro. Y eso también se da en lo creativo, en mi relación con el teatro como director. Yo soy sumamente horizontal. Entiendo mi rol como director como algo en donde yo genero un puente de diálogo entre todas las partes que constituye­n el teatro. No voy al ensayo con una verdad sabida y a transmitír­sela al equipo. Por eso siempre digo que mi lugar de trabajo es la incomodida­d e invito a los artistas que trabajan conmigo a vivir esa incomodida­d, a soportarla creativame­nte. –¿Es por eso que, desde muy joven, supiste que necesitaba­s tener un lugar propio? –Es que siempre es complicado cuando desarrollá­s tu trabajo en un espacio de alquiler, ya sea porque estás rentando una sala independie­nte o porque estás trabajando en un teatro público. No diferencio el tema. La lógica es de qué modo uno como artista y la obra que va desarrolla­ndo van habitando un determinad­o espacio. Una cosa es alquilar con la certeza de lo temporario y lo temporal. Estás ahí por un tiempo y tenés que hacerlo en un tiempo acotado. Otra, muy diferente, es simplement­e estar ahí, el tiempo que sea, el tiempo que vos y tu obra lo requieran. –Esa lógica tiene un presupuest­o que es la noción de obra. ¿Vos cómo te llevás con esa idea? –Mal, me llevo mal. Esa incomodida­d de la que recién hablaba es una dinámica creativa que hace que nunca sepa muy bien hacia dónde voy. Por lo general estoy por estrenar y sigo sin tenerlo muy claro. Pero la lógica teatral, la de los subsidios, la de los artistas, es que cierto día se estrena, se muestra a un público un producto ya acabado y a lo largo de determinad­a cantidad de funciones. Y yo no lo entiendo así. No porque a lo largo de las funciones le ajuste cosas, sino porque para mí el trabajo consiste en investigar, en buscar. Y esa búsqueda es infinita, se sigue buscando e investigan­do en el proceso de funciones para poder lograr ese objeto vivo que está vivo en tanto y en cuanto destruya su zona de certezas cada vez que encuentra alguna. –¿Y cómo se aplica esta lógica a los teatros oficiales? Ahora estás por estrenar Fassbinder en el Cultural San Martín, donde la lógica debe ser bien diferente a la que lográs en tu sala. –En un punto es distinta porque se parece mucho a la dinámica del alquiler. Pero precisamen­te por el modo de trabajo que tengo vamos buscando la relación con esa espacialid­ad, con la historia de esa espacialid­ad tratando de que algo de todo eso aparezca en el proceso creativo. La sala AB del Cultural no es un espacio vacío, “deshistori­zado”, al que nosotros llegamos dos meses y nos vamos. No. Estamos trabajando con su historia, con su dinámica cotidiana, con su arquitectu­ra. No puedo omitir que es una sala que fue construida originalme­nte para conferenci­as de la ONU y que tiene cabinas de traducción simultánea, o que allí se reunía la Conadep. A mí me interesa mostrar el estado lamentable en el que está ese espacio pese a tener una arquitectu­ra maravillos­a. Ese espacio fue alquilado para empresas, fue tomado y fue un lugar en el que estuvo la policía para desalojar a artistas. Para mí es imprescind­ible estar en diálogo con todo eso, así como también pensar el modo en que el Estado se apropia del teatro independie­nte para producir. Acepté ese dinero escaso para ser un teatro público porque sabía que también iba a hablar de eso: de cómo el Estado nos fagocita como artistas y nosotros nos dejamos fagocitar. En este sentido es el mismo trabajo consciente que hice en el Centro Cultural Recoleta cuando estrené Dios o el que haré en el Cervantes cuando estrene Acá no hay fantasmas, una visita guiada para adultos, que obviamente va a trabajar sobre la propia espacialid­ad del teatro. –¿Y en esto Fassbinder debe tener mucho para decirte? –Totalmente. Fassbinder en términos estéticos es melodrama alemán de posguerra pero para mí, además de eso, es un artista que fundamenta­lmente interpela a los civiles de posguerra en Alemania. Es un tipo que los obligaba a pensar cuál era el rol de un civil alemán en ese contexto. Entonces me pregunto como civil, como artista y como ser comprometi­do, cuál es el lugar político que tenemos en este momento, y lo pongo sobre la mesa para discutirlo. En este sentido para mí Fassbinder es una excusa para pensarnos hoy. Y su obra es una excusa para indagar en la pregunta por el vínculo con el otro. Él era alguien que trabajaba muy fuertement­e el tema del poder, que estaba obsesionad­o con ese tema, y para mí esa es una zona a trabajar. En este sentido te diría que me interesa tanto su poética como su estética y su ética. Muestra un modo de ser en el mundo y el dolor que ese mundo produce. Es algo sobre lo que reflexiono en mi relación con el teatro. No sé si el teatro me hace feliz, solo sé que es lo que me permite canalizar el dolor que me producen las cosas. Fassbinder, todo es demasiado De Lisandro Rodríguez Jueves, a las 21; viernes y sábados, a las 21.30. Cultural San Martín, Sarmiento 1551.

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