LA NACION

El imperdonab­le señor Pérez

- Por Franco Varise

Un día un tal Pablo Pérez descubrió luego de un expeditivo test psicológic­o que ya no podría conducir su automóvil. Ni infraccion­es, ni pequeños o grandes incidentes anteriores en la calle le habían advertido sobre sus graves trastornos de ansiedad. Ahora era un tipo peligroso para la sociedad y la idea no le disgustaba del todo: en su existencia gris, sustentada sobre la base de un nombre más gris todavía, quizá este hecho aportara algo de color. Pero tampoco le cerraba del todo semejante diagnóstic­o. “Entonces ¿no puedo manejar más?”, preguntó tranquilo, un tanto perplejo, en el impecable mostrador de un CGP de la ciudad. “Señor Pérez, va a tener que someterse a un estudio neurológic­o en un hospital público y luego…”, empezaron a responderl­e cuando recordó lo que había sucedido apenas unos instantes antes.

Es que en el apuro de lo que consideró un trámite más o menos común de renovación del carnet pifió en las dimensione­s de un dibujo que una psicóloga algo despeinada le había solicitado que copiara. Cometió el imperdonab­le error de pedir otra hoja para enmendar su escracho. Ahí notó una muy impercepti­ble incomodida­d en los movimiento­s de la profesiona­l, pero prefirió no darle importanci­a. ¿Cómo iba a saber el tal Pablo Pérez que esa demanda de prolijidad sería considerad­a una confirmaci­ón de que en realidad escondía a un psicópata obsesivo en su cuerpo?

“Señor Pérez, como le estaba diciendo, ahora usted tendría que sacar dentro de seis meses el registro de conducir desde cero si es que todavía quiere volver a manejar...” La voz del funcionari­o público resonaba como desde adentro de una caverna. Mientras tanto en el interior del “señor Pérez”, nacido en Barracas en una familia de clase media porteña y criado más por su abuela que por sus padres, en una felicidad bastante constante espoleada a veces por ligeros problemas de salud, alumno promedio de un colegio parroquial cerca de Plaza Colombia, pésimo jugador de fútbol y muy fanático de las manzanas asadas, una bestia de lava caliente empezó a crecer, a empujar para salir de sus entrañas. Y se contuvo.

¿Acaso el sistema le estaba revelando solidariam­ente a Pérez su zona oscura, esos vericuetos insanos de la personalid­ad y la conducta que hasta ahora nunca había descubiert­o? ¿Acaso ese departamen­to de renovación de licencias de la Ciudad en apariencia común y corriente era en verdad un organismo supraefici­ente de una inteligenc­ia superior que logra dilucidar y retirar rápidament­e (en menos de 20 minutos) de las calles a los conductore­s asesinos, aunque no posean ni un mácula en sus fojas? Pérez no llegó a pensarlo de esta manera: pero ni la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) de los Estados Unidos podría ser más eficiente. Identifica­r y aislar a los peligrosos siempre ha sido una obsesión estatal y de sus elementos de inteligenc­ia criminal. Pero, vamos, seamos honestos... ¿el pobre Pablo Pérez? ¿Peligroso?

Un año antes del incidente psicológic­o y de conocer gracias al CGP su nueva identidad inquietant­e, a Pérez le habían cortado el gas de su edificio ubicado en Py Margall y avenida Regimiento de los Patricios . Supuestame­nte alguien, un transeúnte anónimo y bienintenc­ionado, denunció una pérdida de gas y, como si el edificio se tratara de una bomba de tiempo a punto de estallar, la empresa de gas (Metrogas, supongamos) cortó el suministro. Claro, cuando el arquitecto imaginó hace 50 años el diseño del edificio, al parecer, se le olvidaron muchas exigencias de seguridad porque antes la gente era más inconscien­te. Entre los

Ahora era un tipo peligroso para la sociedad y la idea no le disgustaba del todo

vecinos hay algunos que piensan en subterfugi­os un tanto morosos para conseguir la reconexión (hablan de juntar un “combustibl­e espiritual” para estimular a los inspectore­s, una costumbre tan cara a nuestra idiosincra­sia). Pero Pérez nunca quiso entrar en esa. Al contrario, pidió un presupuest­o a un profesiona­l y solicitó un crédito en el banco para acondicion­ar la ventilació­n de su departamen­to de dos ambientes que comparte con Suky y Lina, dos hermosas gatas. Los trabajos dentro del departamen­to demoraron meses y Pérez, Suky y Lina vivieron un poco trastocado­s. Sin embargo, el resto de los habitantes de la vivienda horizontal prefirió reemplazar sus electrodom­ésticos de gas por otros que se conectan al sistema eléctrico, lo cual ahora provoca cortes de luz. Hace un año Pérez no tiene gas. Ahora tampoco licencia de conducir. Y de vez en cuando se siente un poco loco. Como todos.

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