Juan José Saer. Un escritor que mantiene su vigencia
Tras la celebración, el año pasado, del 80° aniversario del nacimiento del narrador santafecino, una exposición recuerda al autor de Glosa e invita al singular universo de su escritura
Continúan los ecos de la celebración, el año pasado, del 80° aniversario del nacimiento del autor santafecino. En el marco del programa Año Saer, se presenta en Buenos Aires una muestra multimedia sobre su vida y su obra. Algunas claves para ingresar en el universo de un hombre que, reacio al ruido de la fama, siempre optó por ser “nada más que un escritor.”
En el Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas (Cedinci) están archivados más de 400 CD con el registro de actividades del Club de Cultura Socialista. Entre ellas, una conferencia de Juan José Saer del año 1993 titulada “Escritores y políticos”. El historiador Diego García, atento a mis investigaciones, me pasa el link. Puede tratarse de un texto inédito, puede tener algún valor, o no tener ninguno. Pero… prácticamente no se escucha nada. En primera línea de sonido: bocinazos que vienen de la calle, carraspeos, mar de fondo. Lejanamente, la voz del escritor, un poco tartamudeante, que anuncia varias veces que será breve y luego, también varias veces, pronuncia la palabra “democracia”. Los organizadores se avivan de que el micrófono está apagado recién a la hora de las preguntas del público. La conferencia es, casi, una conferencia perdida.
Debería lamentarme, como debí lamentarme cuando tuvimos que dar por perdido el registro sonoro de la conversación pública que mantuvieron Borges y Saer en Santa Fe, en 1966. Pero, como entonces, me alegré. La conferencia perdida, como el registro de aquella conversación, funcionan como imprevistas confirmaciones de una suerte de azar objetivo que jugó siempre a favor de las intenciones de Saer de ser “nada más que un escritor”. De poner siempre sus libros por delante y dejar de lado la parafernalia no solo de la vida privada sino también de la vida pública. De la vida literaria. Aun de su vida como escritor. En París o en Buenos Aires.
Cuando en 1986 el editor Alberto Díaz contrató su novela Glosa, lo conminó a que se hiciese una presentación pública del libro. Saer aceptó a regañadientes la imposición, a cambio de que el libro no se presentara en absoluto. No iría Saer a leer párrafos de la novela, ni habría entusiastas presentadores disimulando elogio y beneplácito bajo el acorazado verosímil de la crítica literaria. El acto fue una singular performance en el hotel Bauen en la que no solo faltaron los discursos, sino además el libro mismo. Gente, mucha gente, deambulando en un amplio salón sin un centro de acción definido. De repente, Edgar Bayley, figura preponderante de la poesía argentina de los años 50, uno de los mentores de Poesía Buenos Aires, publicación que tuvo enorme influencia en la formación de Saer, improvisó unas palabras. Un brindis. A la manera –no faltó quien trazara inmediata- mente la analogía– de los célebres brindis de Macedonio Fernández.
Pero el de Bayley era una verdadera improvisación, de la que no quedaron registros. Como no los hay tampoco de la presentación. Quedó, a cambio, y limpia de toda consideración social o anecdótica, Glosa. Esa impensada y espléndida novela en que la que, a lo largo de 21 cuadras, dos personajes conversan, en la primavera de 1961, acerca de una fiesta a la que no han sido invitados.El vacío del propósito le permite a Saer reunir en la misma trama la comedia y la política, la filosofía y la vida callejera bajo el impulso de una voz narrativa muy singular, en la que suenan las modalidades y los tonos de todas las voces de todos los personajes de Saer quien, en más de una oportunidad, señaló que este libro era el que más se parecía a lo que quería hacer.
Thomas de Quincey, hablando de Goethe, sostiene que, para cualquier autor, la fuerza en un ámbito resulta por lo general inconsistente, cuando no directamente incompatible con la fuerza en otro. La mentalidad dramática, dice de Quincey, es incompatible con la mentalidad épica. Trasladada la aseveración a los géneros contemporáneos, tal vez allí hallemos las razones por las que Borges no escribió nunca una novela o por las que César Aira –a quienes todos le sospechamos afinidad con el género– no escribe o publica poemas. Por cierta incompatibilidad de fuerzas. La formación de Saer, si revisamos sus episodios de iniciación, sus lecturas tempranas, sus faros de juventud, es la de un poeta. De hecho, cuando a los 16 o 17 años visitó a José Pedroni, sintió que al transponer el umbral, entraba, a la vez, “con el mismo paso inseguro, en la casa de José Pedroni y en la literatura”. Ese magisterio fue reemplazado años después por el de otro poeta: Juan L. Ortiz. Pero el don, la fuerza, es narrativa. Lo dice Edelweis Serra, la primera –y no entusiasta– reseñista del primer libro de Saer, En la zona, de 1960: “Saer tiene dotes para el arte narrativo y es esencialmente un poeta”. Un sistema singular No es que una fuerza vaya a reprimir o malograr a la otra. Sino que, de algún modo, se las arreglarán para compatibilizar eso que parecía incompatible y potenciarse. La obra futura de Saer, la de sus poemas, y también la de sus narraciones, es una apuesta no técnica, no mental, sino de definidas y encontradas fuerzas interiores, por compatibilizar las ambiciones con el don.
El mismo Saer, en una entrevista con Guillermo Saavedra, y a partir de una conciencia acerca de que los géneros cristalizados son “significantes”, esto es, que si uno lee una llamada “novela de aventuras” la leerá condicionado por las convenciones del género que la ampara, decide transgredirlos. Romperlos. Escribir relatos en un lenguaje condensado, más propio de la poesía. Y escribir poemas de impulso narrativo. Con personajes, acciones, diálogos. Su único libro de poemas se llama, justamente, El arte de narrar.
Y muchos comienzos de sus
relatos (los de El limonero real, La mayor, Nadie nada nunca) parecen haber sido, al principio, bocetos o borradores de poemas a los que el don lleva a la forma definida de un relato, con peripecias, personajes, narradores, puntos de vista.
Esta intrusión entre géneros y formas en disputa tiene un correlato dentro de la propia ficción de Saer: personajes, acciones, espacios que se trasladan de una obra a la otra. El personaje principal de una novela es un figurante en otra. Una acción que empieza en una continúa en la otra. Gutiérrez, personaje de un relato menor de En la zona es el protagonista de su novela póstuma La grande, escrita cincuenta años después. Gato Garay y Elisa son los protagonistas de Nadie nada nunca, publicada en 1980. Pero recién en La pesquisa, publicada en 1994, los lectores venimos a enterarnos de que ambos están desaparecidos y que los secuestraron en la misma casa donde sucede casi toda la acción de aquella novela publicada quince años antes. Sin embargo, el secuestro y la posterior desaparición no se narran en ninguna parte.
El sistema de Saer no tiende a la completud, como en las sagas o en los sistemas narrativos de largo aliento del realismo, sino, por el contrario, a lo inacabado y a la elusión. En una entrevista de 1976 con María Teresa Gramuglio, su gran lectora, dice Saer que la razón por la que en la habitación de Carlos Tomatis, uno de sus personajes recurrentes, cuelga una reproducción de Campo de trigo con cuervos, de Van Gogh, es porque se trata del último cuadro que pintó: un cuadro que quedó inconcluso. Y cuya incompletud es una cifra de sus ambiciones narrativas: “Llevar a su último extremo la puesta en tela de juicio de nuestra visión de la realidad, pero de modo tal que las apariencias se mantengan más o menos vigentes, pero como apariencias”. Es llamativo que ya en el primer libro de Saer colgara dicho cuadro en la pieza de Tomatis. Como si, hace casi sesenta años, el joven Saer hubiese proyectado la ambición de su obra entera e imaginado, además, la perplejidad y el asombro de sus lectores contemporáneos.