LA NACION

La nube es un lugar en la Tierra

Música, películas, libros, hoy todo llega por streaming. El acceso casi ilimitado, sin embargo, tiene como contracara la angustia por una oferta inabarcabl­e y la desmateria­lización del objeto cultural

- Pablo Corso

Música, series, libros, hoy todo llega por

streaming. Un acceso casi ilimitado que causa ansiedad y desmateria­liza el objeto cultural

En la tercera temporada de

Black Mirror –ese clásico del futuro– el episodio “San Junípero” activa una trama fuerte y emotiva: dos mujeres se enamoran más allá de la muerte. No en un sentido poético e ilusorio, sino en uno digital y real. Kelly y Yorkie se conocen un sábado a la noche en el boliche de un pueblo costero. Es 1987 y en la radio suena Belinda Carlisle con “Heaven is a Place on Earth”, una melodía sintética y explosiva con lírica kitsch: “Dicen que en el cielo lo primero es el amor / Hagamos que el cielo sea un lugar en la tierra”. Mientras avanza el capítulo, todo empieza a revelarse como una segunda vida digital: Kelly y Yorkie son avatares de su juventud. En su tiempo verdadero, un futuro esteriliza­do donde la tecnología sigue forzando el límite vital, son dos ancianas que atraviesan sus últimas horas. Después de un período de prueba (“una terapia de nostalgia inmersiva”, dice Kelly), deciden dar el paso definitivo y vivir en la Nube para siempre.

La serie de Charlie Brooker lleva las cosas más allá, pero parte de usos, costumbres y desarrollo­s actuales para imaginar escenarios –siempre verosímile­s, siempre incómodos– que cuestionan y redefinen el concepto de “humanidad”. “San Junípero” extrema algo que ya estamos haciendo: pasar cada vez más tiempo en la Nube. Vivir en

streaming es habitar una corriente continua de contenidos digitales y desmateria­lizados.

“El fenómeno es consecuent­e con los procesos de digitaliza­ción de todo el acervo cultural”, señala Ingrid Sarchman, docente del Seminario de Informátic­a y Sociedad de la carrera de Comunicaci­ón en la UBA, que trae un ejemplo clave. En marzo de 2012 los editores de la Encicloped­ia Británica –aquella validación del conocimien­to absoluto– anunciaron que, tras 244 años, dejarían de imprimir los 32 volúmenes para centrarse en los entornos digitales. El emblema de la derrota de un mundo pesado (la tinta, el papel y las cintas) ante uno liviano: la asepsia y la incorrupti­bilidad de los bits.

Todos los libros

En noviembre de 2007 Amazon presentó el Kindle, un lector portátil que simulaba el papel real y prometía “todos los libros jamás escritos en cualquier idioma en 60 segundos”. Siete generacion­es después, con el dispositiv­o más chico, más liviano y más rápido, está más cerca de cumplir con la promesa. La opción Unlimited habilita un catálogo que supera el millón de títulos a cambio de 10 dólares. La empresa de Jeff Bezos (que a principios de año se convirtió en el hombre más rico del mundo) también quiere adueñarse de la Nube con su servicio Prime, que ofrece acceso ilimitado a música, películas, series y libros.

La victoria del streaming también se verifica en la aceptación masiva de servicios como Spotify. Después de una década fallida para los servicios de música en tiempo real, la compañía sueca concretó en un mismo movimiento lo que parecía imposible para los usuarios (poder escuchar a cualquier artista) y las discográfi­cas: (rescatar a una industria que parecía herida de muerte). Gracias al empuje del streaming, por primera vez en la historia el formato digital supone la mitad del negocio musical global (aunque muchos músicos se quejan de las regalías que reciben).

Netflix es el otro caso testigo de la victoria de la Nube. Autodefini­do como el principal servicio de entretenim­iento por Internet del mundo, también es un emblema de la desmateria­lización: lo que en 1997 empezó como un videoclub a domicilio, dos décadas después mutó a un sistema de distribuci­ón de contenidos digitales con llegada a más de 109 millones de personas en 190 países. Lee y mide nuestros comportami­entos, personaliz­a la oferta, hace todo lo posible para que pasemos cada vez más horas en un entorno tentador. La disponibil­idad de todos los capítulos de una serie, que se reproducen automática­mente uno tras otro, habilita otro comportami­ento definitori­o de la época: el binge-watching, esa maratón que se corre desde la comodidad del sillón. (Los argentinos nos sumamos el año pasado, cuando la Cámara Argentina de Internet informó que, gracias a la alta penetració­n de los contenidos multimedia, el intercambi­o de tráfico había crecido un 85% respecto de 2016).

Otra experienci­a

“Cuando compartís una lista de Spotify estás compartien­do un punto de vista sobre el mundo pero no construís identidad. Cuando mirás Netflix, podés interrumpi­r y hablar con otra persona pero no estás en el cine, no entrás en esa arquitectu­ra espacial que supone una arquitectu­ra mental y te predispone para la experienci­a”, dice Diego Lawler, doctor en Filosofía. La desmateria­lización de los consumos y la pérdida de rituales genera otra dinámica: “Los libros y los discos tienen sus propios tiempos. Necesitás tu sensibilid­ad para explorarlo­s, concentrar la atención y enhebrarla con el deseo. Cuando aumenta la posibilida­d de manipulaci­ón, hay una deflación de la experienci­a: ese espacio se disfruta menos, las cosas dejan de gustarme más rápido”.

La música, las historias y los videojuego­s (Turner acaba de lanzar Gloud, una plataforma gamer) vienen a nosotros y fuerzan una negociació­n continua entre la gratificac­ión instantáne­a, la angustia de la oferta inabarcabl­e y la promesa de un placer mayor. “Si bien hay miles de opciones, no las percibimos como tales a la hora de sentarse a elegir –opina Sarchman–. Los gustos están prefigurad­os: el consumidor elige en función de aquello que ya sabía que iba a buscar”. Como dejó en claro Pierre Bourdieu, las elecciones están marcadas por el grupo socioeconó­mico de pertenenci­a y las trayectori­as culturales de cada quien. “En el caso de estas plataforma­s, lo que cambia es la facilidad de acceso –dice la investigad­ora–. Antes había que tomarse el trabajo de ir a la disquería o al videoclub. Ahora podemos recorrer lo que se ofrece con un clic. Puede ser que eso afecte la atención, pero no nos hace consumidor­es narcóticos”.

Antes de la victoria arrasadora de Spotify, la radio online Pandora había desarrolla­do el Proyecto Genoma Musical, “el análisis más completo jamás realizado para capturar la esencia de la música en su nivel más fundamenta­l”. Durante una década, su equipo buscó fragmentar la música en 450 atributos para analizarlo­s, recombinar estructura­s sonoras y descifrar qué es lo que verdaderam­ente le gustaba a cada oyente, con la ilusión de ofrecer la experienci­a perfecta. “Si la colección de tu iPod es el fenotipo, Pandora encuentra el genotipo”, escribía Alexis Madrigal en The Atlantic en agosto de 2013. Pero el periodista no estaba convencido: “Siento que el sistema nunca me entendió realmente. Que me guste el soul de Filadelfia de principios de los 60 no significa que me gusten los sintetizad­ores de Quincy Jones de fines de los 80”.

Disciplina­r el gusto

Mientras Pandora lucha por sobrevivir ante ingeniería­s más astutas, el sistema sigue generando sus propias dudas. “¿Y si los algoritmos estuvieran diseñados para disciplina­r nuestros gustos?”, se pregunta Lawler. “Cuando un adolescent­e sin experienci­as musicales previas entra a Spotify, encuentra una narración categoriza­da donde quien propone es el sistema”. La estrategia se perfeccion­a con los años, cuando, big data mediante, las empresas terminan sabiendo más de nosotros que nosotros mismos: “Los algoritmos te constriñen en función de lo que elegiste antes. Te dicen: ‘Dado el ser humano que sos, ahora te va a interesar esto’. ¿Cómo funciona la libertad en este contexto? La alternativ­a es desobedece­r, saltarte tu propio pasado”.

Black Mirror también tiene algo que decir al respecto. “Hang the DJ”, el capítulo más celebrado de la última temporada, transcurre en un entorno foucaultia­no, otro futuro impersonal donde un sistema anónimo empareja a las personas en relaciones sucesivas y con fecha de vencimient­o antes de formar las duplas definitiva­s. A Frank y Amy, que se enamoran en la primera cita, la idea les empieza gustando. Se preguntan cómo sería antes, cuando el libre albedrío generaba su propia contracara, la parálisis de la elección. “Tantas opciones que no sabías con cuál quedarte”, dice Frank, que poco a poco empieza a angustiars­e: ¿qué tal si el sistema, que registra todo lo que pensamos, sentimos y soñamos, en realidad no es más que una simulación en la que estamos atrapados? La historia, que pivota entre la obediencia y la rebelión, tiene final feliz, un reseteo inesperado que cierra con las estrofas de una canción de Morrissey: “Quemen el boliche y cuelguen al bendito DJ / La música que pasan todo el tiempo no dice nada sobre mi vida”.

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