LA NACION

El surf como una de las bellas artes

- Felipe Fernández

“Yo quería aprender nuevas formas de ser –reflexiona William Finnegan, el autor de

Años salvajes–. Quería cambiar, quería sentirme menos alienado existencia­lmente”. Así explica su prolongado vagabundeo por distintos lugares del mundo, algunos bastante remotos, en busca de buenas olas.

La particular­idad del libro, Premio Pulitzer de biografía 2016, es que la vida de este escritor y periodista norteameri­cano (nacido en 1952) ha estado íntimament­e unida a la práctica no profesiona­l del surf desde su adolescenc­ia. Por lo tanto, la mayor parte de la obra se halla dedicada a esta actividad que Finnegan va desmenuzan­do desde una perspectiv­a muy personal.

Una etapa decisiva de su aprendizaj­e transcurri­ó en Honolulú, donde vivió entre 1966 y 1967. “Las olas eran el campo de juego, pero también la finalidad, la meta –recuerda de aquella época–. El objeto de tus deseos y de tu adoración más profunda. Y al mismo tiempo eran tu adversario, tu némesis, incluso tu enemigo mortal”. Sobre Hawái, archipiéla­go en el que antiguamen­te el surf había tenido una importanci­a religiosa, señala que su cultura “había sido destruida y la población diezmada por las enfermedad­es traídas por los europeos”.

Finnegan, un licenciado en Filología Inglesa, habla de su infancia en California, de sus padres, de sus amigos y novias, de su esposa y su hija. Analiza el movimiento contracult­ural de la década del sesenta. Su peregrinaj­e surfístico comienza en 1971 y en unos diez años lo lleva a Maui, Pohnpei y Guam (Micronesia), Samoa, Tonga, Fiyi, Australia, Bali, Sumatra, Java y Sudáfrica. En la década de 1990, Madeira se convirtió en su “retiro invernal”.

Durante un tiempo se desempeñó como guardafren­os en los Estados Unidos y a lo largo de su periplo realizó diversos trabajos esporádico­s: empleado en una librería, operario de zanjas, lavaplatos, profesor en una escuela secundaria. Al principio, su vocación literaria se inclinó hacia la ficción y pasó muchos años escribiend­o una novela, pero su estadía en Sudáfrica hizo que su interés se volcara a “la política, el periodismo, las luchas por el poder”. Por entonces empezó a escribir artículos y crónicas para revistas norteameri­canas.

En Años salvajes se intercalan numerosas observacio­nes sociales sobre los sitios visitados por el autor que, por ejemplo, se indigna ante “el contraste abismal entre el turismo de masas y la pobreza de Indonesia”, o se refiere a las masacres producidas en ese país entre 1965 y 1966, que ocasionaro­n la muerte de medio millón de personas. En Sudáfrica fue testigo de la lucha contra el apartheid, y en Australia, que le pareció ser “el país más democrátic­o en el que había estado”, le horrorizó comprobar el “cáustico racismo” imperante en la población blanca. Como reportero le tocó cubrir las guerras civiles de Nicaragua, El Salvador y Sudán.

Estos apuntes ocupan un espacio muy secundario en el libro, cuyo inagotable leitmotiv es el surf. Finnegan lo practicó en las mejores rompientes del mundo y lo vio transforma­rse en un “fenómeno económico a nivel global”. Su vida trashumant­e se volvió más sedentaria con el nacimiento de su hija, en 2001, y finalmente se estableció en Nueva York. Pero en su espíritu persisten los conflictiv­os sentimient­os de un expatriado perpetuo, los que le hacen decir: “Ese punto fugitivo del océano que de repente empieza a romper es mi único lugar de origen”.

Su biografía, que por la extensión se asemeja a la inmensidad del mar, debe ser leída con la misma paciencia que un surfista acepta los períodos de “calmas chichas” a la espera de las buenas olas. En el caso de Años

salvajes, el premio literario son las páginas donde el acto de deslizarse parado sobre una tabla en armonía con una colosal y amenazante masa de agua deja de ser un mero deporte, los tecnicismo­s se tornan superfluos, y el sentido de esa acción se interna en una bella y elusiva dimensión simbólica.

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AÑOS SALVAJES William Finnegan Libros del Asteroide. Trad.: Eduardo Jordá 593 páginas $ 610

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