¿Es la cultura algo que se consume?
Nada hay menos vaporoso que la Nube de Internet. La metáfora atmosférica se debe más bien al hecho de que todo ese hardware y software que antes instalábamos en el hogar o en la compañía ahora es una suerte de entidad sin forma, distante e intangible. De hecho, desde el momento en que Internet no tiene (ni, por definición, podría tener) límites claros y precisos, también la red de redes puede verse como una nube.
Pero estas nubes están construidas con servidores sobre los que se ejecuta software y a cuyos contenidos y servicios accedemos mediante tendidos de cables submarinos y las instalaciones de los proveedores de conexión. Así como las empresas delegan en terceros la provisión de muchos servicios (correo electrónico, almacenamiento, capacidad de cómputo, y la lista sigue), los particulares estamos delegando cada vez más nuestra colección de películas, series y música, así como nuestras bibliotecas, a compañías como Netflix, Spotify, Google y Amazon.
Las ventajas son evidentes, y de cierta (y extraña) manera se trata de un retorno al pasado, cuando solo podíamos asistir a obras en el teatro o el cine. Pero hay otras limitaciones y riesgos. En 2009, los usuarios del Kindle (el equipo para leer libros electrónicos de Amazon) observaron con asombro cómo 1984, de George orwell, desaparecía de sus dispositivos debido a que el contrato con la editorial no incluía la distribución por medios digitales. Casi una burla del destino, pero un riesgo latente también en el streaming. ¿Seguirá estando en la Nube, el año que viene, esa película o ese artista? No hay forma de garantizarlo. Ni siquiera si se ha adquirido la obra, excepto que el servicio permita bajar una copia, con lo que toda la nubosidad se esfuma y volvemos a necesitar infraestructura para almacenarla (terabytes o estantes, da lo mismo, porque esto es de lo que, se supone, nos libera la Nube).
En 2014 la cantante Taylor Swift abandonó Spotify. Esto no suele ocurrir en nuestras discotecas. Volvió en 2017 y en dos semanas ganó 400.000 dólares. Tampoco ocurre eso en nuestras discotecas.
Desde luego, está el problema de la disponibilidad y la conectividad. Es raro –por razones técnicas que no viene al caso discutir– que estos servicios queden fuera de línea, pero si se nos corta Internet, adiós cine y música (o allí donde no hay Internet del todo). Es raro también que nos quedemos sin Internet, pero un hecho es contundente: hemos puesto en manos de otros no ya cuestiones relacionadas con el negocio, sino también la cultura.
La disrupción alcanza aspectos todavía más profundos: hemos perdido toda privacidad acerca de nuestras preferencias. Las compañías de streaming saben cada cosa que consumimos, cuántas veces las vemos u oímos, en qué horarios y días. Más allá de que los algoritmos de sugerencia (¿o es sugestión?) suelen fallar, es otra zona donde entregamos la privacidad como moneda de cambio.
Hemos resignado también el objeto cultural. Así, una dimensión muy humana de las obras se ha esfumado. Desencarnadas, fuera de nuestro control, asépticas, sin anotaciones ni ajaduras, sin la posibilidad de prestárselas a un amigo o de concederlas en herencia al final de nuestras vidas, la Nube está trivializando hasta extremos inauditos nuestra relación con la cultura. Un verbo quedó colgando allá arriba, disonante y díscolo. Porque, ¿es acaso la cultura algo que se consume, como una lata de tomates o una botella de vino? Lo dudo mucho.