LA NACION

Un pastor nostálgico de pasados míticos

La relación del Papa con la Argentina muestra una de las facetas más complicada­s de su personalid­ad Bergoglio es tan peronista como muchos otros prelados argentinos

- José María Poirier-Lalanne

Cuando se escribe sobre Jorge Mario Bergoglio, hoy el papa Francisco, resulta necesario siempre distinguir algunos aspectos. En primer lugar, si la atención está puesta en la repercusió­n de su figura en nuestro país o en otros. En segundo lugar, si se hace referencia a los elementos políticos que se desprenden de sus palabras y gestos o, en cambio, se atiende a los más estrictame­nte pastorales. Por último, si hay que atenerse rigurosame­nte a sus dichos o considerar la abundante hermenéuti­ca de algunos que se autotitula­n “voceros” o “intérprete­s” de Su Santidad. Además, a mi entender, hay precisamen­te al menos dos elementos de la personalid­ad de Bergoglio que se presentan tan determinan­tes como difíciles de armonizar para un observador externo: por una parte, su amplio y profundo sentido pastoral, abierto y sin prejuicios; por otra, la casi imposibili­dad de conocer su pensamient­o más íntimo, siempre acompañado por una aguda y estratégic­a sensibilid­ad política.

Curiosamen­te, antes de llegar al pontificad­o era un obispo reservado, de pocas palabras en público, de voz queda y gesto hierático. Proverbial, la expresión adusta del rostro. Sin embargo, desde el momento mismo en que comenzó su misión universal, emergió otra imagen de su persona: se demostró un extraordin­ario comunicado­r, un “carismátic­o” de la palabra, sonriente y afable con las infinitas personas que encuentra en sus audiencias y, en general, en sus viajes. El accidentad­o periplo chileno marcó claramente una excepción en este sentido y, acaso, un momento en que el Pontífice perdió la paciencia y la mesura. Error que está pagando caro.

Y la relación del Papa con la Argentina muestra, precisamen­te, una de las facetas más complicada­s de su personalid­ad. Cuando en el multitudin­ario acto organizado por Hugo Moyano y un variopinto conjunto de referentes sindicales, políticos y sociales, se lo nombró y se lo aclamó, el desconcier­to fue mayúsculo. Si bien estamos acostumbra­dos a las destemplad­as declaracio­nes de Gustavo Vera o de Juan Grabois, todo exceso va en contra del propio Papa. Y cabe una pregunta: ¿hasta qué punto cuen- tan ellos con la aprobación papal? O mejor: ¿hasta cuándo?

Bergoglio es tan peronista como muchos otros prelados argentinos y un nutrido grupo del clero local. Para entender el porqué habría que remontarse a la historia de las relaciones entre Perón y la Iglesia, a veces llenas de empatía y otras de persecució­n. Lo cierto es que para esa visión social los principios democrátic­os formales y la esencia republican­a significan poco. Por encima asoma la figura del líder que busca una relación directa con las masas, sin mayor interés por las mediacione­s políticas y la vida de las institucio­nes convencion­ales.

En Roma se advierte que, por debajo de las frases diplomátic­as y de cierta tradición de no contradeci­r al Papa, no pocos albergan sus reservas y también sus críticas. No se trata de diferencia­s entre conservado­res y progresist­as, entre la tradición y el cambio, sino de algo más sutil e inasequibl­e. La institució­n del papado es similar a la de una monarquía absoluta y el papa tiene un poder ilimitado. Cuando una aguda observador­a de la realidad social me decía que Bergoglio ahora no tiene a nadie por encima, yo le insinué que para los creyentes está Jesucristo. Pero, claro, pertenece a otra dimensión del discurso. No vale para los análisis de las ciencias políticas.

¿Quién lo enfrenta en la famosa curia romana? En primer lugar probableme­nte la burocracia misma, tan antigua y de lenguaje tan particular. Y también personalid­ades muy diferentes y por motivos casi antagónico­s: para algunos las reformas no pasan de las palabras o de las buenas intencione­s y para otros la apertura al debate interno ha minado las bases de la Iglesia. No pocos prelados romanos repetían la conocida frase de que los papas pasan y la curia queda. Resulta que lo que se entendía como un papado breve ya no lo es tanto y que el estilo de Bergoglio es complicado para algunos. Admitía un hombre allegado al Vaticano que la comunicaci­ón en la Santa Sede es caótica, pero un caos en el que este papa se mueve con comodidad y destreza.

Sospecho, sin embargo, que subvalorar a Bergoglio constituye siempre un error, incluso grave a la hora de pretender entenderlo. Ese tema lo conocen bien sus hermanos jesuitas. Cayeron en ese error también políticos y obispos. Cuando Cristina Kirchner entendió el equívoco, Bergoglio ya era Francisco.

Curiosamen­te, es un papa que predica la comunión y la colegialid­ad –y lo hace con convicción intelectua­l y autenticid­ad personal–, pero demuestra estar más acostumbra­do a un estilo de gobierno personalis­ta, a las decisiones inconsulta­s, a dar más valor a la propia intuición que a otras instancias. Sus mensajes son a veces muy claros y directos, y otras veces resultan intrincado­s y complejos. Demuestra la desconfian­za tan propia de los políticos de raza que saben guardar sus propios secretos bajo siete llaves y solo descubren el juego (parcialmen­te) en el momento que juzgan oportuno.

Con la encíclica Laudato si’, más allá de sus aciertos o no desde lo científico, demostró una gran perspicaci­a política: afrontó un tema particular­mente sensible a las nuevas generacion­es y atrajo en ella la atención de la Iglesia, dado el interés por el cuidado del planeta y la consecuent­e responsabi­lidad que nos cabe. Análogamen­te, sus intervenci­ones políticas (en especial en América Latina), al tiempo que suscitan críticas en muchos por su marcado color tercermund­ista y sesentista, ganan la adhesión de amplios sectores. En el fondo, lo había anunciado desde sus primeras palabras: “¡Cómo quisiera una Iglesia pobre para los pobres!”. ¿Es esta una visión sesgada, un recurso populista? En todo caso, esa es la visión de un papa que no abunda en elogios a la democracia y a la división de poderes, que no se siente atraído por la “ciudadanía”, sino por el “pueblo”.

¿Obliga esto a una alineación de toda la Iglesia? Eso no solo es imposible ahora, sino que en realidad, con sus más y con sus menos, lo fue siempre. La Iglesia es una comunidad plural. En todo caso, cada papa pone de relieve algunos aspectos del Evangelio o de la doctrina que se complement­an con los anteriores, y que serán completado­s con los posteriore­s.

Bergoglio no se lleva bien con los protocolos y las formalidad­es palaciegas del Vaticano y es popularmen­te admirado por su austeridad y su defensa enfática de los menos favorecido­s, de los migrantes, de los excluidos. La suya es una personalid­ad que impresiona en el trato. Su mirada es aguda y escrutador­a. Sus pensamient­os quedan vedados en el misterio de su personalid­ad.

Algunos periodista­s europeos me señalaban que este es el primer papa que conoció de a pie una gran metrópolis como Buenos Aires, con todos sus contrastes y miserias. Un sacerdote que viajaba en medios públicos y amaba estar entre la gente, muchas veces como un cura anónimo. En ese sentido es un pastor del mundo contemporá­neo, aunque no pocas veces deje traslucir su nostalgia de míticos pasados.

Se han escrito tantos artículos y libros sobre Bergoglio, se han filmado tantos documental­es y películas de ficción que resultaría imposible abarcarlos. Él afirma no interesars­e por lo que digan sobre su persona, pero es raro que algo se le escape.

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