LA NACION

Haití sueña con recuperar su esplendor turístico Algo de progreso

El país lo tiene todo para convertirs­e en un destino recreativo de primer nivel internacio­nal, pero, a pesar de algunas mejoras, los problemas de infraestru­ctura y seguridad siguen siendo un obstáculo para la recuperaci­ón

- Texto Peter Kujawinski | Foto Christophe­r Miller Traducción de Jaime Arrambide

EEl recuerdo de Haití siempre ronda en mi cabeza. Es tan vívido como el del día en que terminé la secundaria o el del fin de semana en que conocí a mi esposa. A partir de 2000, como diplomátic­o norteameri­cano, pasé en Haití cuatro años en dos períodos, pero el encanto que suscitó en mí ese país no tiene que ver con el tiempo transcurri­do. De todos los lugares en los que he vivido o trabajado, Haití siempre se destacó por ser el más hermoso, el más colorido y el más pobre. A menos de dos horas de Miami, es una mezcla de cultura francesa, africana y caribeña, que da como resultado algo único, pero que también se resiste a las definicion­es simples. Es un lugar abierto, libre y lleno de secretos.

Hoy, el destino de Haití parece incierto. En octubre el Consejo de Seguridad de la onu decidió dar por concluida la misión de paz que había establecid­o allí en 2004. En referencia a esa misión, el informe final del secretario general concluyó: “A pesar de los numerosos contratiem­pos y desafíos, incluidos el desastre causado por el terremoto de enero de 2010 y al menos seis huracanes importante­s, se han logrado importante­s avances y actualment­e el pueblo disfruta de un considerab­le grado de seguridad y de mayor estabilida­d”. El último día de la misión de la onu fue el 15 de octubre. Desde entonces, Estados unidos revocó el estatus de protección temporal de casi 60.000 haitianos que residen en ese país, con el argumento de que Haití ya se había recuperado.

Uno de los países más pobres

Sin embargo, según el Banco Mundial, con un PBI per cápita de 846 dólares anuales, Haití sigue siendo uno de los países más pobres del mundo. El 59 por ciento de los haitianos vive bajo la línea nacional de pobreza, que es de 2,41 dólares por día. El crecimient­o económico es bajo y los conflictos políticos son constantes. El Departamen­to de Estado norteameri­cano “recomienda a los ciudadanos estadounid­enses analizar minuciosam­ente los riesgos de viajar a Haití”, un consejo que se imparte desde que tengo memoria. En noviembre último, volví a Haití como turista, con la curiosidad de ver cómo había cambiado el país después de cinco años. Había oído que las autopistas estaban mejor, así que organicé un viaje en auto que duraría una semana y arrancaría en Puerto Príncipe, hasta las costas del sur y las del norte.

“Haití” y “turismo” son dos palabras que no parecen ir de la mano, pero en los años posteriore­s a la Segunda Guerra Mundial el país era considerad­o una de las perlas del Caribe. un artículo de 1947 de The New York Times titulado “Los placeres de Haití” lo describía como “orgullosam­ente independie­nte, alborotada­mente colorido y sorprenden­temente barato”, y daba recomendac­iones de hoteles, bares y otros lugares. Encontré artículos similares desde la década de 1930 hasta fines de la década de 1950, y todos elogian la excepciona­l cultura de Haití y sus numerosas atraccione­s. Los cruceros y los aviones depositaba­n a los turistas en Puerto Príncipe, donde paseaban por la ciudad y, según un artículo de 1956, aprovechab­an para comprar souvenirs en ese “paraíso de compras”.

Hace varias generacion­es, Haití era un importante destino turístico, y quizás vuelva a serlo. El número de vuelos hacia el país se ha incrementa­do considerab­lemente, y se han instalado cadenas internacio­nales de hoteles. Durante años, American Airlines era la única aerolínea estadounid­ense que tenía un servicio hacia la isla, pero ahora también vuelan hasta Puerto Príncipe las empresas JetBlue, Spirit y Delta, y American ya tiene un vuelo diario a Cabo Haitiano. Cuando llegué en noviembre, mi amigo Pierre Esperance fue a buscarme al aeropuerto de Puerto Príncipe. Conozco a Pierre desde 2000, un año después de que fue atacado y casi asesinado por ser el mayor defensor de los derechos humanos en Haití. A pesar del ataque y de otras amenazas, Pierre sigue trabajando con el mismo compromiso.

Es un optimista, quizás demasiado, pero también es un observador lúcido de la problemáti­ca haitiana. Cuando le pedí que evaluara la situación del país, se puso serio. Dijo que Haití está en un lugar incierto, y atraviesa una mezcla de avances y retrocesos. La infraestru­ctura vial mejoró, al igual que la policía, pero las institucio­nes haitianas son demasiado frágiles y no existe voluntad política de consolidar­las. Charlamos en su terraza, llena de plantas, y esperamos que volviera la electricid­ad. La casa de Pierre solo tiene electricid­ad pocas horas al día, y es de los afortunado­s. Eso es un recordator­io de que en algunos sentidos Haití ha progresado muy poco. Pierre nació en la cercana isla de la Guanaba y creció sin electricid­ad durante la dictadura de JeanClaude Duvalier.

Cuando ya casi terminaba esa reunión, le pedí que comparara esa dictadura con el momento actual. Se rio. “Es el día y la noche –dijo–. Porque actualment­e tenemos libertad de expresión. Bajo el régimen de Duvalier, no habrías podido venir acá a hablar conmigo, porque había personas que escuchaban, y nos habrían arrestado. Pero hoy se puede andar por la calle y decir lo que uno piensa”.

Al día siguiente, di una vuelta por Puerto Príncipe. Era feriado y había poco tráfico. visité lugares interesant­es de la capital: el bullicioso y reconstrui­do Mercado de Hierro, el cementerio de Puerto Príncipe con su laberinto de caminos serpentean­tes que rodean las construcci­ones de las tumbas, y la zona de artesanías en metal del barrio vecino de Croix-des-Bouquets, donde desde hace generacion­es los haitianos transforma­n las tapas de los barriles de aceite y otras piezas de metal en obras maestras de decoración.

Desde la época en que yo vivía ahí, la zona mejoró, y en los últimos años han asfaltado más calles y surgieron construcci­ones nuevas. Los campos de desplazado­s para las víctimas de los terremotos, que solían cubrir todos los espacios al aire libre, ya no existen. A pesar de esas mejoras, no hay duda de que, al menos durante un largo tiempo, Puerto Príncipe no será un destino turístico muy concurrido. Es difícil moverse por la ciudad y hay problemas de seguridad. Si alguna vez el turismo en Haití vuelve a ser considerab­le, es más probable que se desarrolle en primer lugar en las provincias. Para el viaje en auto por las rutas del Haití profundo, le pedí ayuda al conductor que más confianza me inspira en el mundo, Frantz newbold. Lo conocí en 2000, cuando comenzó a trabajar como chofer para la embajada de EE. uu. y yo acababa de llegar para una misión diplomátic­a de dos años.

Frantz, el fotógrafo Chris Miller y yo comenzamos nuestro viaje en auto en dirección al sur, hacia Saint-Louis-du-Sud, un pueblo en la costa sur de Haití. Quería visitar las fortalezas antiguas. Encontramo­s la primera, el Fort olivier, en el borde de un promontori­o cerca del pueblo, en una agradable zona despejada y salpicada de palmeras. El fuerte es una parada obligada en cualquier excursión turística. Sin embargo, la obra más importante es Fort Anglais, que ocupa una isla entera, no muy lejos de la costa. negociamos con un pescador local para que nos llevara y nos subimos a su tambaleant­e canoa, un tronco de árbol de mango con el interior ahuecado. La canoa estaba pintada con los brillantes colores azul y rojo de la bandera haitiana.

Chris y yo pasamos horas trepando en el fuerte, que estaba cubierto por higueras de Bengala y malezas espesas, y era vigilado por unas sospechosa­s cabras. Construido en 1702, Fort Anglais fue un hallazgo espectacul­ar, el típico lugar que si fuera restaurado, sin duda sería un destino turístico difícil de superar. También se veía el comienzo de la infraestru­ctura turística, dos muelles de hormigón construido­s para conectar algún día Fort Anglais con tierra firme. Por el momento, sin embargo, estaban situados en el medio de una espléndida bahía caribeña de arena blanca, mayormente ignorados.

Mientras me abría paso por el sotobosque que rodea el fuerte, de repente me encontré con una espesa cortina de raíces de higuera que cubría la entrada de una sala intacta. Las lagartijas se congregaba­n entre las raíces. Cuando entré a la sala, descubrí un nicho en el otro extremo. Con ayuda de la linterna, advertí que el nicho era un túnel que descendía y luego giraba hacia la izquierda. Me metí en el túnel y empecé a bajar. Mientras lo hacía, escuché la frenética protesta de miles de insectos. Alumbré las paredes. Estaban cubiertas de insectos grandes que se movían como cangrejos y también cubrían el techo. Algunos pasaban a toda velocidad sobre mis zapatos. Estaba aterrado, pero traté de no gritar. Empecé a reptar, pero las paredes se angostaban y el espacio libre estaba aún más lleno de insectos. Apagué la luz y vi que el pasadizo doblaba y desembocab­a en otra sala. Tenía muchas ganas de avanzar, pero podía sentir las arañas y los grillos que me bajaban por el cuello y se colaban por mi remera. Los insectos ganaron la batalla contra el entusiasmo de la aventura. Busqué el camino de vuelta hacia el sol.

Arena blanca

Caminé hacia el lado de la isla que enfrentaba al mar abierto y encontré un cordón de arena prístiname­nte blanca. Los restos de los muros exteriores del fuerte sobresalía­n del agua, cálida, cristalina. La playa era perfecta, o al menos lo será cuando recojan las botellas de plástico. Hice snorkel durante media hora, encontré corales y peces pequeños, y de vez en cuando echaba un vistazo en dirección al fuerte. Era un lugar ideal para el turismo: arena perfecta, agua tem-

“Hoy tenemos libertad de expresión; bajo el régimen de Duvalier nos habrían arrestado” En los últimos años han asfaltado más calles y surgieron construcci­ones nuevas

plada y una fortaleza enorme y misteriosa que hacía pensar en la época de los piratas y de los tesoros enterrados. Sin embargo, el futuro de la zona es tan incierto como el de todo Haití.

Durante los dos días siguientes seguimos explorando Haití, a lo largo de la costa sur. Pudimos hacernos un tiempo para merodear en una de las muchas cuevas dispersas por el país. Muchas tienen un peso histórico y cultural. Los indios taínos, los primeros habitantes de Haití, y los esclavos en fuga utilizaban las cuevas para esconderse de sus opresores. La cueva más conocida de Haití, que también es una de las más grandes, es la gruta Marie Jeanne. Tiene varios niveles, y algunas partes siguen inexplorad­as. Los guías del pueblo vecino de Port-à-Piment llevan a los visitantes hasta zonas profundas, pero muchas cuevas fácilmente accesibles están en la superficie. Mientras trepábamos por una de ellas, nos encontramo­s con una cámara subterráne­a con botellas de ron Barbancour­t esparcidas por todas partes. Al parecer, la cueva sigue en uso…

Festivales y desfiles

También paramos en el pueblo de Jacmel, uno de los destinos turísticos más importante­s de Haití, principalm­ente por las festividad­es y los desfiles, que alcanzan su clímax con el Carnaval del 4 de febrero. El centro de Jacmel es peatonal y está lleno de edificios que recuerdan el papel que jugó durante los siglos XIX y XX como núcleo comercial y de transporte marítimo. El Ministerio de Turismo de Haití quiere que Jacmel también se transforme en una parada obligada para los cruceros. No es difícil imaginar las lindas calles del centro y la rambla que bordea la costa llenas de turistas. Jacmel es una atractiva mezcla de historia, cultura, playas y belleza. La ciudad también se jacta de tener el primer y único club de surf de Haití.

Surf Haití está a varios kilómetros de distancia de Jacmel, en la comunidad de Cayes-Jacmel. El restaurant­e que da a la playa, llamado Le Cam’s, donde me encontré con miembros de Surf Haití, parece el de un típico centro de surf. Fui allí para reunirme con Lionel André Pierre, nacido en Nueva York de padres haitianos. Se mudó con su familia a Jacmel hace varios años, enamorado de la minúscula comunidad de surf que ha- bía surgido gracias a la presencia de varios trabajador­es humanitari­os de organismos internacio­nales apasionado­s por el surf. Los trabajador­es vieron que había niños locales que ya “surfeaban en restos de madera traídos por la marea”, dice Lionel. Así que les dieron clases de surf a los chicos, los organizaro­n, y así nació el club Surf Haití.

Surf Haití es hoy el único miembro haitiano de la Asociación Internacio­nal de Surf, el organismo que regula ese deporte. Algunos surfistas de Surf Haití sueñan con competir en las Olimpíadas de Tokio de 2020, cuando el surf hará su debut como deporte olímpico. Sin embargo, por el momento el grupo concentra sus esfuerzos en enseñar surf y natación, y gestiona un hospedaje ecológico. Surf Haití recibe entre 5 y 10 pedidos de clases mensuales, un número suficiente para imaginar lo que podría generar el turismo a gran escala. Una clase de surf de una hora cuesta entre 8 y 15 dólares, mucho más que el salario diario mínimo de Haití, de 290 gourdes (4,55 dólares) por ocho horas de trabajo en hoteles, restaurant­es o tareas agrícolas.

Ericka Bourraine, directora del Ministerio de Turismo del Departamen­to del Sudeste, también disfrutaba de la atmósfera relajada de ese domingo en el restaurant­e Le Cam’s. Al igual que Lionel, Bourraine nació en Estados Unidos de padres haitianos y decidió volver a Haití hace pocos años. La oficina a su cargo apoya grandes eventos cada trimestre, incluido un festival de surf y música de verano en colaboraci­ón con Surf Haití. También fomenta el desarrollo del negocio de las excursione­s, como un día por la “ruta del café” para mostrar cómo crece, se cosecha y se prepara el café haitiano.

Bourraine dice que el objetivo es brindar opciones vacacional­es para los potenciale­s turistas, como los haitianos en la diáspora, aunque algunos le temen a la falta de seguridad de su tierra natal. Bourraine señala que escuchó decir a las personas de la generación anterior a la suya cosas como “nunca más voy a pisar el suelo de Haití, no pienso volver nunca a ese lugar”. Sin embargo, dice que las nuevas generacion­es están muy interesada­s en visitar el país. “Solo es cuestión de tomar contacto con esas personas y hacer que se sientan lo suficiente­mente seguras para que se animen a venir”, dice la funcionari­a.

Cielo y mar

Como las olas no eran tan altas como para surfear, me puse a flotar en el agua. El cielo azul oscuro estaba poblado de nubes. A lo largo de la costa había un bosque espeso de árboles que se inclinaban sobre el océano. Más cerca, unos chicos jugaban a hacer patito con las piedras, y la gente estaba sentada en la arena en grupos de dos o de tres. Después volví al hotel. No había electricid­ad, así que me duché a oscuras. Cuando pasé por la galería del hotel, las flores tropicales resplandec­ían bajo los últimos rayos de sol.

Al día siguiente partimos en un viaje épico desde Cayes-Jacmel, en la costa sur, hasta Cabo Haitiano en la costa norte. La distancia es de unos 310 kilómetros. Que el viaje me hubiera intimidado tanto se debía a dos factores: el interior montañoso de Haití y la falta de una circunvala­ción que permitiera evitar pasar por Puerto Príncipe. Finalmente, el viaje duró más de 10 horas, a través de las montañas a lo largo de la costa sur, la llanura en Puerto Príncipe y en dirección norte hasta que subimos las escarpadas montañas del norte de Haití. Pasamos por bosques de mil tonos de verde. Nubes espesas cubrían el camino y rodeaban el auto. Algunos tramos de la ruta eran anchos y habían sido asfaltados recienteme­nte; en otros, debía aferrarme, aterrado, al tablero del auto. Zigzaguean­do por Puerto Príncipe, tomamos calles de ripio en mal estado para evitar una manifestac­ión. Cuando estábamos llegando a Cabo Haitiano, Frantz tuvo que manejar bajo un diluvio que anegaba las calles y hacía que muchos camiones no pudieran circular. Así es Haití de sur a norte, con sus problemas y sus promesas a la vista.

Esa noche, aprovecham­os para relajarnos en la galería del Cormier Plage, un hotel en la playa que visité durante mi primera misión diplomátic­a en el país. Está situado entre Cabo Haitiano y Labadee, un balneario privado en una península aislada que Royal Caribbean alquila para que sus cruceros amarren durante el día. Para la cena, nos sentamos en poltronas y escuchamos romper las olas en la playa. Al final de ese día de viaje en auto, me sentía optimista y me preguntaba en voz alta si Haití había entrado en una nueva etapa. Pero Frantz agitó la cabeza, dubitativo. Al igual que Pierre Esperance y otras personas de su generación, Frantz no especulaba sobre el futuro. Había visto tantas cosas: la dictadura de Duvalier, golpes de Estado, bandas armadas durante la presidenci­a de Jean-Bertrand Aristide, fuerzas de paz de la ONU que habían traído el cólera, todo un desastre de inestabili­dad y miseria que se había prolongado a través de las décadas. Entonces comprendí su desconfian­za.

Patrimonio de la Unesco

Para terminar la semana, visité el Palacio Sans Souci y la Ciudadela Laferrière, un complejo construido a comienzos del siglo XVIII por los fundadores de Haití, patrimonio mundial de la Unesco y quizás la mayor atracción turística del país. La Unesco dice que el palacio y la Ciudadela “son símbolos universale­s de la libertad, ya que son los primeros monumentos construido­s por esclavos libertos”. Del Palacio Sans Souci, severament­e dañado por el terremoto de 1842, solo se conservan las paredes de la estructura. Sin embargo, la Ciudadela sigue siendo tan impresiona­nte como las estadístic­as que se citan sobre ella: es el fuerte más grande del hemisferio occidental, contiene cañones franceses, ingleses y haitianos, y sus paredes tienen casi cuatro metros de ancho y cuarenta metro de alto. La construcci­ón requirió el trabajo de 20.000 personas durante 14 años.

El complejo es una atracción turística desde hace mucho tiempo. En 1937, el diario The New York Times anunció un nuevo servicio de barco a vapor que haría más accesible el acceso a la Ciudadela: “La oferta principal del nuevo servicio turístico es la posibilida­d de visitar la famosa ciudadela de La Ferrière, a veces catalogada entre las 10 maravillas del mundo”. Mi guía turístico era Nicolas Antoine, de 62 años, quien organiza visitas en el complejo desde hace 25 años. Antonio dice que cuando comenzó la Ciudadela tenía un aspecto pobre, abandonado, y que la vegetación tapaba las murallas. La tarea de trasladar a los turistas estaba a cargo de burros que saben dónde pisar cuando suben por los matorrales.

El complejo era espectacul­ar, un testamento de la lucha de Haití por su independen­cia, que produciría un cambio en el mundo. Llegamos casi al final de la mañana. El calor y la humedad eran insoportab­les. Crucé una muralla en ruinas del Palacio Sans Souci y llegué a unos pastizales. Podía oír el charloteo que venía del pueblo de Milot, que se encuentra un poco más abajo. Frente a mí, del otro lado del pueblo, había una montaña con una cuesta empinada cubierta de árboles de caucho, caoba, mango y palmeras. La vista era magnífica. La lucha de Haití contra la deforestac­ión es bien conocida, así que estas panorámica­s de la naturaleza intacta son cada vez más preciadas.

Al regresar sobre mis pasos, noté que había un joven sentado cerca de mí que miraba atentament­e un trozo de papel, y sus labios se movían como si estuviera rezando. Le pregunté qué hacía. Estaba estudiando para un examen de economía. A la distancia, podía verse el edificio de una escuela, y se oía la voz de los alumnos repitiendo sus lecciones. En eso pensaba mientras subía hacia la Ciudadela y caminaba a través de los pasillos frescos y brumosos del fuerte. Finalmente, entendí por qué esos pensamient­os resonaban con tanta fuerza en mi cabeza. Había sido testigo de una mañana de martes como cualquiera: la escuela, el estudio para el examen, la charla diaria, los guías, los comerciant­es a la caza de turistas y los turistas a la caza de atraccione­s, algo que podría haber sucedido en cualquier destino turístico del mundo, pero esta vez era en Haití.

El objetivo es brindar opciones vacacional­es para los potenciale­s turistas La gente estaba sentada en la arena en grupos; en el hotel no había electricid­ad

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Una playa en el sur de Haití
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