LA NACION

Crónicas del miedo

- Diana Fernández Irusta —LA NACIoN—

“E so que llaman timidez es, en realidad, miedo”. Así, apelando a lo que algún conocido había escrito recienteme­nte en las redes, un amigo me definía. Probableme­nte también se definía a sí mismo y a una vasta multitud más o menos silenciosa, más o menos taquicárdi­ca: nosotros, los tímidos. Temerosos del éxito, pero también del fracaso; recelosos del tono de la propia voz (un espanto, si se alza demasiado; un horror, si se apaga hasta la nada); gestores de múltiples máscaras que solo buscan atenuar la mueca última, definitiva, a veces odiosa. El miedo.

Si hasta mi abuelo, aquella estampa familiar de la guerra española, fusiles, mano dura y orgullo bélico, se confesó alguna vez apocado e inseguro. “¡Esa timidez te va a arruinar la vida!”, me decía al recrear la frase que durante cierta jornada le habría dicho a él, jovencísim­o exminero devenido militar, un superior del ejército de la República. Era extraño cómo en el relato de la épica guerrera se introducía esa otra épica, mandato y gloria del inmigrante: el ascenso social. Y otra vez el miedo, hiriente como un dardo envenenado. Por supuesto, faltaba más: pánico a defraudar.

Tuvo que ser una voz de tono castizo, impregnada de tantos giros conocidos, la que, hace unos días nomás, me despertara el volcán engañosame­nte apaciguado de los miedos continuos. Albert Pla, catalán, músico y actor. Una hechizante puesta en escena multimedia. Una obra teatral con un nombre que lo resume todo y no necesita aditamento­s: Miedo.

El sábado pasado, el Teatro Regio rebosaba. Éramos muchos –lo han venido siendo, al menos desde enero, cuando se presentó la obra– los que aceptamos el desafío: 80 minutos de inmersión en las tinieblas. Cerca de hora y media de mirar de frente eso que buscamos disimular, con una y mil piruetas, día tras día. “El mayor de los miedos es, en realidad, el miedo a la vida”, dice el artista en un pasaje especialme­nte álgido. Que te recontra, Pla, dan ganas de retrucarle.

Me habían hablado del trabajo del dúo de artistas argentinos Mondongo en esta puesta. Efectivame­nte: el ensamble con las oscuridade­s visitadas por el catalán es demoledor. Todo resulta un poco barroco, y está muy bien. Porque las pesadillas son eso: una maraña recargada, densa y personal. Pla se sumerge –y nos sumergimos con él– en las obras digitaliza­das de los Mondongo; por momentos, el escenario multiplica dimensione­s, ascensos y descensos, retratos y alucinacio­nes. Cada tanto, el humor permite un respiro. Respiro relativo. Humor negro, negrísimo.

Más que enciclopéd­icos, los horrores en los que bucea Pla se hunden en la intimidad. Se diría que el relato que va armando es el de un hombre-niño eterno, anclado en los pánicos iniciales. Hay una muñeca que se revela siniestra y se desdobla en fantasmas y paredes con vocación caníbal (otra vez, los recuerdos: ¿quién, de chico y por la noche, no cerró con fuerza los ojos, aterrado de abrirlos y descubrir que tal peluche, tal muñeco de trapo, eran la suma del horror?). Hay unos padres que apenas son ecos y ausencias. Hay una madre terrible, a la que se añora y se teme y se busca y se revela –también ella, también ella– monstruosa. Hay, en fin, un niño asustado que deviene hombre aterrado. Y cree vencer sus espantos el día en que lo mandan a una guerra, en un país tan distante que poco importa, donde puede solazarse en matar… niños. Porque lo de Pla es brutal y oscurísimo y feroz. Especialme­nte cuando lo que cuenta se escucha con fondo de melodía infantil.

El monstruo soy yo, nos dice, con su modo desenfadad­o. Y nos cede, gentil, la posibilida­d de asumir el “nosotros”. La catarsis dudosa: que cada quien haga lo que pueda con sus propios fantasmas. La sospecha: quizás, en el fondo, los seres humanos no seamos más que un enrevesado compendio de miedos, cada cual en busca del gesto que los haga más soportable­s.

Lo de Pla es brutal y oscurísimo y feroz. Especialme­nte cuando lo cuenta con fondo de melodía infantil

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