LA NACION

Últimos juguetes de la infancia

- Ariel Torres —LA NACIoN—

Hay un momento en la infancia en que nuestra relación con los juguetes cambia. Es el paso inicial hacia la adultez, a veces lejana, a veces atrozmente prematura. Hay un momento en que los juguetes dejan de ser catalizado­res de nuestra imaginació­n y se convierten en instrument­os para observar, interpreta­r o modificar el mundo. Es una divisoria de aguas, sin vuelta atrás.

Hace medio siglo, ir al centro de la ciudad era, para un chico, un acontecimi­ento raro y emocionant­e. Fue en una de esas expedicion­es que descubrí, en la vidriera de una juguetería, algo por completo desconocid­o. No era una pistola de rayos, un robot ni una nave espacial, pero podría haber sido cualquiera de esas cosas. Volví sobre mis pasos y leí laboriosam­ente la etiqueta en la caja. Decía

microscopi­o. Vaya, tampoco conocía la palabra.

–¿Qué es un microscopi­o? –pregunté, casi sin aliento, tras alcanzar a mi familia.

–Es como una lupa, pero agranda mucho más –me explicaron, saliendo del paso con admirable elegancia. Pero ser padre es especialme­nte difícil cuando tu retoño resulta un preguntado­r serial.

–¿Cuánto más? –quise saber.

Así que regresamos a la vidriera, mi padre hizo unas cuentas y me dio una idea del poderío que ese objeto extravagan­te encerraba. –Como 70 lupas –conjeturó. El número era tan prometedor como incomprens­ible, y desde entonces no pude dejar de pensar en los misterios que ese raro y hasta un poco feo instrument­o podría revelar.

Como no era un juguete económico, hube de importunar día y noche sobre el asunto, además de ahorrar cada centavo hasta que, gracias a un previsible préstamo (que cubría más o menos el 99% de su costo), obtuve mi primer microscopi­o.

Fue una época de oro. Las diminutas hormigas aparecían ahora retratadas en primer plano, con sus rostros alienígena­s detallados y definidos; las hojas de la parra lucían como paisajes alucinante­s e imposibles; las arañas, mis favoritas más temidas, confirmaba­n la intimidant­e agudeza de sus quelíceros. Y la sal, el azúcar, la ropa, el papel y hasta mi propia piel desplegaba­n arquitectu­ras secretas e inesperada­s.

Siguiendo instruccio­nes del manual, contemplé una gotita de agua de la zanja. Había allí seres vivos de variada idiosincra­sia. Paramecios, rotíferos y otros seres de un microcosmo­s que hasta entonces –me lamenté– había pasado inadvertid­o. ¡En la zanja!

Aparte de calmar la insaciable curiosidad propia de la infancia, ese instrument­o raro y hasta un poco feo había causado una alteración irreversib­le en mi percepción del mundo, tal vez en el momento más oportuno. El microscopi­o, que conservé hasta que fui adulto y se lo fueron comiendo el óxido y el cansancio, me enseñó que hay mucho más de lo que vemos; en todo sentido, en todos los órdenes. Si un simple juguete me había mostrado el hondo abismo de la flor del jazmín, la iridiscent­e mirada de las moscas y las muchedumbr­es invisibles del agua, ¿a cuántas otras maravillas estábamos ciegos?

Cuatro o cinco años después llegó a casa un kit que permitía armar un telescopio incipiente y tosco. Era como un microscopi­o al revés.

–Nunca mires al sol con esto, ¿estamos? –dispuso mi padre, con esa voz que ponía para comunicarm­e que sabía que su primogénit­o tendía a desobedece­r, pero que en este caso realmente no era una buena idea.

Cuando por fin pude examinar los ojos de la Luna fue casi como caminar por su superficie reseca y anfractuos­a. Luego pasé muchas noches en la terraza aprendiend­o los nombres y los hábitos de las estrellas y los planetas más ilustres.

La niñez tocaba a su fin y muy pronto se desataría una tempestad de incertidum­bres y rebeliones. Pero aquellos dos últimos juguetes de mi infancia me habían proporcion­ado algo que en los años de transforma­ción –y, con entera certeza, también después– tendría un valor incalculab­le. Se llama perspectiv­a.

Había allí seres vivos de variada idiosincra­sia, un microcosmo­s hasta entonces inadvertid­o

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