LA NACION

Un poco de cada mujer del mundo en una sola

- Jazmín Carbonell

muy buena. dramaturgi­a: Natalia Villamil. dirección: Cintia Miraglia. intérprete: Leticia Torres. escenograf­ía: José Escobar. vestuario: Paula Molina. música original: Daniel Quintás. iluminació­n: Sebastián Evangelist­a. sala: Espacio Callejón, Humahuaca 3759. funciones: viernes, a las 20. duración: 60 minutos.

R ayito es alegre, fresca. Quizás esa sea una de las claves de la pieza: entrar de a poco en el universo de esta mujer, entrar como quien no quiere la cosa, como quien tiene ese tiempo de espera y esa paciencia que implica conocer a alguien. Es que lo que sucede aquí y en muchas obras con un solo intérprete, el viaje y la propuesta consisten en entrar en el universo de quien está frente a la platea. Y el espectador, expectante, enjuicia, teje hipótesis sobre lo que tiene adelante, construye opciones y se deja llevar, en el mejor de los casos, conducido por ese relato que se le ofrece. Aquí eso sucede: ella cautiva y atrapa.

La mujer que está en escena, Rayito, con su tonada indetermin­ada, pero que asegura provenir de un pueblo lejos de la ciudad que todo lo puede, está en un clásico quiosco ventana. Ha parado en medio de la ruta a comprar algo que calme sus dolores. Pero ella no pierde la alegría. Y entonces, en me- del dolor por esos quistes que la tienen a maltraer, habla, cuenta, se abre.

Una mujer es una mujer en todas partes del mundo, está claro. Pero ¿qué pasa con sus deseos en un pueblo pequeño, allí donde reinan los mandatos sociales, allí donde no hay espacio para preguntas, donde las miradas son fatales? Ella está casada, tiene hijos, porque eso es lo que sintió que debía hacer. Ese lema impreso a fuego en ella le quitó toda posibilida­d de duda, de preguntas sobre sus deseos y anhelos. Y así, entonces, su vida fue tomando el rumbo que otros esperaban. ¿Y ella? Postergada. Pero un buen día se enamoró o, como ella lo entiende, sintió un fuego en su cuerpo y desde entonces no fue la misma.

“Yo, que nunca hice caso a mi cuerpo” se escucha decir a esta mujer a la que el amor le llegó así, sin más, de golpe, como un día lo explicó Cortázar, como si fuera un rayo que le partió hasta los huesos. Sin poder elegir, atracritor, vesada, estaqueada por ese amor que nunca creyó que sentiría, que incluso creía ajeno. Ella estaba para atender a otros, para la sumisión. Para escuchar que la llamen “estúpida” su marido y sus propios hijos. El micromaltr­ato de todos los días que la confinaba a la desgracia absoluta. Pero un día escapó, con dolor, con dudas, con extrañeza. “Siento que me agarré a una vidita y me aferré”. Dice ella y deja expuesto su miedo (el de muchas) a todo: al amor, a sentirse plena, a sentirse con derechos.

El dispositiv­o escénico, a cargo de José Escobar, acompaña de maravillas el relato sensible que Natalia Villamil construyó y que dirige con cuidado Cintia Miraglia. Un objeto que es ventana, tender, patio de casa, pieza perdida de algún lugar que albergó en los tiempos de felicidad amorosa a Rayito. Ese espacio-objeto en medio de la escena dialoga con la actriz que hace un trabajo impresiona­nte y la ayuda a construir los diferentes lugares por los que ella pasó. Como toda buena obra, sabe partir de un caso pequeño, sencillo, anónimo, olvidado para hablar del mundo entero, de la sumisión que viven las mujeres, del maltrato que sufren a diario. Rayito tiene un poco de cada mujer del mundo.

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