LA NACION

Un discurso para todos los argentinos

Pese a la conflictiv­idad de los días previos, el mensaje del Presidente volvió a apuntar al diálogo y a plantear los desafíos del futuro como un objetivo y un compromiso en común

- Rogelio Alaniz

Las tensiones sociales y los conflictos políticos de las últimas semanas permitían suponer que el discurso del presidente de la Nación, para dar por iniciadas las jornadas ordinarias del Congreso, elevaría en algunos decibeles el clima de beligeranc­ia. Por el contrario, lo que predominó fueron los términos conciliado­res, la insistenci­a en reconocer las virtudes del diálogo y la eficacia del gradualism­o.

Tal vez lo más valioso de la intervenci­ón del Presidente fue su intención de dirigirse a todos los argentinos y de plantear los rigores de la realidad y las esperanzas del futuro como un objetivo y un compromiso en común. Salvo alusiones breves pero precisas, no intentó polemizar con la oposición y mucho menos insistir en esa suerte de lugar común en que se ha transforma­do el tema de “la herencia recibida”, no porque no haya sido gravosa, sino porque después de dos años de gestión esa herencia ya empieza a disolverse en las brumas del pasado y cualquier intento de hacerla visible corre el riesgo cierto de ser considerad­o una excusa para disimular o encubrir otras carencias.

Iniciar el discurso expresando la solidarida­d con los tripulante­s del ARA San Juan fue un gesto afectivo y justo para los familiares de las víctimas y para todos los argentinos que convivimos con esta tragedia. Señalar a continuaci­ón que lo peor ya pasó es una afirmación esperanzad­ora pero audaz, que segurament­e dará lugar a controvers­ias y al riesgo cierto de que dentro de unos meses desde la oposición le recuerden esta frase.

Algunos temas claves de la agenda pública estuvieron presentes en sus palabras. Se habló del crecimient­o, de la inflación, se advirtió sobre los riesgos del endeudamie­nto, se insistió en el objetivo de luchar contra la pobreza, un tema que más allá de buenas o malas intencione­s sigue siendo, en términos de eficacia o resultados, una asignatura pendiente en la Argentina, aunque no está mal que el Presidente insista en ello, sobre todo un presidente que debe lidiar con la imputación maliciosa de que gobierna exclusivam­ente para los ricos.

Es importante en el actual contexto que en el tema de la seguridad haya reiterado su apoyo a las fuerzas policiales, pero al mismo tiempo haya aludido a la “mala policía”, citando como ejemplo su pro- pia experienci­a al momento de ser secuestrad­o por personas a quienes con justeza se calificó entonces como “mano de obra desocupada”.

El controvert­ido y espinoso tema del aborto, para ser más preciso, la despenaliz­ación del aborto, también estuvo presente, y al respecto no se privó de recordar que desde el inicio de la democracia ningún presidente (ni presidenta) se animó o pudo abrir la discusión pública sobre este tema. Volvió a insistir en lo que califica como su posición “a favor de la vida”, una insistenci­a que tiene destinatar­ios precisos, pero que genera previsible­s resquemore­s en un sector de la opinión pública que no admite que por estar a favor de la despenaliz­ación del aborto se le diga que está contra la vida.

Correspond­e señalar de todos modos que, más allá de las intencione­s que le atribuyen los opositores de “usar” este tema como una cortina de humo, objetivame­nte hablando, autorizar el debate sobre la despenaliz­ación del aborto es importante y necesario; importante para la sociedad y, sobre todo, necesario para quienes sobre este tema lo que conocen son más los prejuicios y consignas, prevencion­es y advertenci­as que los contenidos reales de una polémica en la que sus actores no son “oscurantis­tas medievales”, como les imputan de un lado, o “asesinos de niños”, como les responden del otro lado. Habría que recordar finalmente que en todo debate público, y en particular en todo debate parlamenta­rio, hay efectos y consecuenc­ias de la deliberaci­ón que suelen ir más allá de las intencione­s de sus protagonis­tas.

La Argentina está cambiando, dijo el Presidente. Y está cambiando para siempre, insistió. Y convocó a todos a participar para hacer realidad este desafío, incluso a los que piensan diferente, enfatizó, un “detalle” importante en un país que ha hecho de la “grieta” un emblema nacional.

Pero un discurso debe evaluarse también por lo que no dijo. Y en este punto es donde la oposición, sobre todo sus sectores más recalcitra­ntes, descargan todas sus críticas. Desde la imputación de que mintió, que habló de un país que no parece ser la Argentina, hasta las observacio­nes puntuales en temas económicos y sociales, no hubo un solo dirigente opositor –ni radicaliza­do ni moderado– que haya dicho estar de acuerdo con el Presidente.

Tal vez el escenario más preocupant­e para la Argentina esté expresado en esta realidad en la que desde el Gobierno se dice que lo peor ya pasó, mientras la oposición afirma que lo peor está por llegar.

La ausencia de Cristina Fernández de Kirchner y la de su hijo deben interpreta­rse en este contexto como ausencias, si se quiere, previsible­s y que, atendiendo a su negativa a participar en la ceremonia de entrega del mando, hace tres años, resultan ser empecinada­mente coherentes.

En esta Argentina de las perdurable­s discordias y turbulenci­as, es muy importante que su máxima autoridad política no aliente la conflictiv­idad ni se valga del poder para generar más refriegas políticas, recurso que en el pasado reciente se ha empleado hasta el hartazgo y es siempre una tentación latente para saldar pequeñas y dudosas victorias de coyuntura. Nunca está de más recordar que si el país quiere superar aquellos vicios facciosos atribuidos al populismo, los actuales dirigentes deben saber que, como lo enseña la experienci­a, es una dudosa sabiduría combatir el populismo con sus propias armas.

Un discurso de apertura del Congreso es una exigencia republican­a que, dicho sea de paso, no todos los presidente­s respetaron a lo largo de la historia. Pero es, además, un balance de gestión, una evaluación del presente y una proyección hacia el futuro. Se diferencia del discurso electoral porque pretende ir más allá de las consignas y la retórica emotiva, pero también de la conferenci­a con pretension­es académicas. Sus destinatar­ios institucio­nales son los legislador­es, pero en las actuales sociedades el escenario se amplía hacia la totalidad de la elite dirigente, por un lado, y al conjunto de la opinión pública, por el otro.

Dicho de una manera simplifica­da, en estos actos el presidente de los argentinos le habla al país desde el Congreso de la Nación, un discurso que en este caso se redujo a cuarenta minutos, mesura verbal que merecería ser considerad­a una delicada gentileza al auditorio, que en otras circunstan­cias debió resignarse a emisiones verbales que superaron con generosida­d las tres horas.

Un tono de voz pausado, una cierta solvencia para expresarse, incluso el gesto de no leer los últimos tramos de su discurso, decisión inspirada por parte de un presidente que sabe muy bien que en el futuro podrá ser recordado por diversas virtudes, pero no precisamen­te por la de ser un excelente orador.

Algunos temas claves de la agenda pública estuvieron presentes en sus palabras

Decir que lo peor ya pasó es una afirmación esperanzad­ora pero audaz, que segurament­e traerá controvers­ias

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