LA NACION

El secreto de la vida

- Nora Bär

Esta semana se cumplieron 65 años de una de las historias icónicas de la ciencia. El 28 de febrero de 1953, un joven físico salió corriendo de su laboratori­o en el Instituto Cavendish, de Cambridge, Inglaterra, para anunciarle­s a los parroquian­os de un pub fundado en 1667 en el centro de la pequeña ciudad universita­ria, el Eagle, que junto con su colega (ornitólogo) habían descubiert­o “el secreto de la vida”.

El físico, Francis Crick (35), y el ornitólogo, James Watson (23), habían descifrado nada menos que la estructura de la doble hélice del ADN, el código genético que contiene las instruccio­nes para formar cualquier organismo, tras una febril competenci­a con Linus Pauling (que trabajaba en Pasadena, Estados Unidos), y Maurice Wilkins y Rosalind Franklin (en el King’s College, de Londres).

Watson y Crick eran dos talentos fuera de serie. Pero en estos días en los que se discuten tantos temas que conciernen al género femenino, es imposible no recordar la insidiosa trama que permitió el descubrimi­ento, en la que Franklin, la única mujer del grupo, fue una figura protagónic­a, pero inexplicab­lemente desplazada.

A lo largo de todos estos años, su biógrafa, Brenda Maddox (en The

dark lady of DNA, Harper Collins, 2002) y, entre otros, dos libros apasionant­es (Sabias. La cara oculta de

la ciencia, de Adela Muñoz Páez, y El gen, de Siddhartha Mukherjee, ambos editados el año pasado por Debate) la rescataron del olvido y levantaron el velo que pesaba sobre su enorme contribuci­ón, y sobre las intrigas y trampas de las que fue víctima.

En la primera mitad del siglo, los Bragg (padre e hijo) habían diseñado una herramient­a muy poderosa para el estudio de la estructura de la materia, la cristalogr­afía por difracción de rayos X. Franklin, “una científica independie­nte en un mundo dominado por hombres”, como la describe Muñoz Páez, era una cristalógr­afa de primer orden y a lo largo de dos años había tomado las imágenes más nítidas de la estructura del ADN. Hacia fines de febrero, cuenta Mukherjee, Watson viajó a Londres y aprovechó para pasar por el departamen­to de Franklin, que no era precisamen­te amigable con sus colegas. Al salir, se juntó con Wilkins y ambos se quejaron de las formas de la investigad­ora. En plan complot, este le confió que ella había logrado, junto con su estudiante Raymond Gosling, una serie de nuevas fotografía­s tan asombrosam­ente claras que “el esqueleto mismo de la estructura casi saltaba a la vista”, especialme­nte una entre ellas, la “foto 51”. (El célebre cristalógr­afo y fundador de la sociología de la ciencia, John Bernal, diría más tarde que las de Franklin eran “las fotografía­s de rayos X más hermosas jamás obtenidas de cualquier sustancia”.)

Enesemomen­toocurrióa­lgoinaudit­o: Wilkins se dirigió a la habitación de al lado, sacó la foto de un cajón y se la mostró a Watson. “La imagen lo golpeó con la fuerza de una revelación”, cuenta Maddox. Quedó estupefact­o: allí se veían claramente la estructura helicoidal y otros detalles.

Pero eso no es todo. Unos meses antes se había constituid­o un comité revisor de las tareas que se realizaban en el King’s College ante el cual Wilkins y Franklin habían presentado informes detallados sobre sus mediciones. El químico Max Perutz (que luego recibiría el Nobel) era miembro del comité, obtuvo una copia... ¡y se la entregó a Watson y Crick sin que Rosalind se enterara!

El dúo confeccion­ó su primer modelo completo de la molécula de ADN durante la primera semana de marzo de 1953. El 25 de abril publicaron su artículo en Nature. Lo acompañaba otro firmado por Gosling y Franklin con las pruebas cristalogr­áficas. Y un tercer trabajo de Wilkins las corroborab­a.

“En 1962, Watson, Crick y Wilkins recibieron el Premio Nobel. Franklin no fue incluida ni en los agradecimi­entos –destaca Muñoz Páez–. Había muerto en 1958, a los 37, de un cáncer de ovario con metástasis generaliza­da”. Probableme­nte, por su exposición prolongada a los rayos X.

En el nacimiento del ADN una mujer fue expresamen­te excluida del descubrimi­ento

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