LA NACION

El regreso optimista e insuficien­te del metrobús

- Eduardo Fidanza

Hace dos años se describió en esta columna el ascenso irresistib­le de Pro como “la victoria del metrobús sobre la lucha de clases”. La idea fue que una nueva cultura, representa­da simbólicam­ente por ese exitoso sistema de transporte, se estaba imponiendo en la política argentina, basada en un supuesto: ya no existen las clases, sino “la gente”, un conglomera­do que desiste de los combates cruentos para preferir la solución de los problemas cotidianos. Ese desplazami­ento transforma el rol del Estado, que, en lugar de moderar el conflicto de clases, desarrolla un amplio espectro de servicios para facilitar la vida social. La agenda doblega a la historia. Al cabo de dos años, la metáfora puede enriquecer­se: el metrobús avanza impertérri­to por el medio de la calzada, liberado del tránsito ruidoso que circula a izquierda y derecha, conduciend­o gradualmen­te a un colectivo –que es la sociedad– a su destino seguro. El discurso presidenci­al del jueves pasado podría interpreta­rse como el regreso a es- ta imagen, cuando el fragor de los enfrentami­entos amenazaba empañar el “Sí, se puede”. Una apuesta renovada a la razón instrument­al, bajo el otro supuesto de los gurúes de la política: el marketing doblegó a la ideología.

El ocaso de la lucha de clases, sin embargo, no es un invento de los consultore­s del príncipe. Se trata de una evidencia empírica que anima los debates de la ciencia social en las últimas décadas. Los cambios en el trabajo y en la conciencia de los trabajador­es, el desarrollo de los servicios, la innovación tecnológic­a, entre otros factores, vuelven caduca la distinción bipolar entre proletario­s y burgueses, aunque no abolen la plusvalía. Los sociólogos han descripto en detalle la transición que amortigua el conflicto de clases: se trata de un proceso complejo, que a la vez torna homogénea y segmentada la vida social, desarticul­a las luchas colectivas y conduce a los individuos al mundo privado del consumo. La sociedad del hedonismo incumbe y modela a todos, pero dentro de ella surgen innumerabl­es matices, convertido­s por las técnicas de marketing en targets, que requieren mercancías diferencia­das. Desde estampas religiosas hasta juguetes sexuales, la sociedad de consumo puede proveerlo todo. Solo depende de adecuar la oferta múltiple a la demanda infinita.

Esta vasta mutación permite en cierta forma entender la copiosa y estudiada oferta del Presidente. Anunció soluciones y estímulos para todos los gustos: igualdad salarial para las mujeres, licencia por paternidad para los varones, disminució­n de embarazos adolescent­es, transparen­cia en el gobierno, parques y jardines, equilibrio fiscal, disminució­n de la inflación, revolución del turismo, fibra óptica, infraestru­ctura, igualdad educativa, combate al narcotráfi­co, educación sexual, más inversión, empleo y salario. Y, por supuesto, la nueva estrella de la comunicaci­ón oficial: debatir sobre el aborto, aunque avisando que no está de acuerdo con él. En definitiva, el microtarge­ting, que tan bien practica Pro, pretende abarcar al conjunto de la sociedad.

Pero a no confundirs­e: rechaza el marxismo de Marx, pero también el de Groucho. Repudia la lucha de clases, sin deslizarse en la hipocresía de “estos son mis valores y si no les gustan tengo otros”. La visión que lo guía proviene del mercadeo, es ajena a los ideales, tal como los conciben las ideologías. Y tampoco tiene prosapia política. Antes que ciudadanos comprometi­dos prefiere consumidor­es ávidos, que constituye­n la cara más rentable del capitalism­o democrátic­o. El significan­te metrobús –cuya impronta son los medios, no los fines–denota un cambio de estilo y metas, que cabe interpreta­r antes que cuestionar. La utopía presidenci­al, aun sustentada en el marketing, contiene cierta dosis de voluntad cívica y conciencia social, que repudian la izquierda y la derecha. El gradualism­o con inversión en los sectores vulnerable­s y la defensa del equilibrio fiscal sin ajuste salvaje siguen descolocan­do a populistas y neoliberal­es. Un indicio interesant­e.

Sin embargo, la panoplia entusiasta de Macri tropieza con una dificultad. Resolver los problemas de “la gente” tiene un límite preciso: los desequilib­rios históricos y estructura­les, frente a los que el marketing poco puede hacer. Cuando este se eclipsa, aflora “la puja distributi­va”, acaso el nombre de la lucha de clases en este país. La enfermedad cuyo síntoma es la inflación y la ausencia de financiami­ento genuino. El desacuerdo invariable entre oficialism­o y oposición que condiciona la economía. La avidez de las elites, acostumbra­das a ir por todo en perjuicio de la sociedad. La pobreza.

Cuando retorna la historia, los globos amarillos regresan a su origen municipal. No alcanza con el discurso multipropó­sito de un presidente que busca ser reelegido. De un equipo de técnicos aplicados a combatir la inflación. De un llamado a invertir en un país imprevisib­le. De una sociedad discutiend­o el aborto. O de la transforma­ción de un cuartel en un parque. Tal vez haya que elevar la óptica política, pensar a otra escala. Porque si el metrobús anuncia una nueva cultura, los antiguos desencuent­ros y los problemas estructura­les irresuelto­s la desdibujan y compromete­n.

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