LA NACION

La religión del buen vivir

- Por Héctor M. Guyot

Todos necesitamo­s creer en algo. El problema es que quedan pocas cosas donde depositar la fe. En el siglo pasado, las ideas de Nietzsche y Freud socavaron los cimientos de las religiones y las creencias que habían sostenido al mundo. Einstein jubiló a Newton, y su teoría de la relativida­d desplazó una visión comprensib­le de la realidad para imponer otra más compleja, inaccesibl­e para el hombre de a pie, donde el tiempo y el espacio juegan por las suyas. Con el nuevo siglo, la revolución digital aceleró los procesos de seculariza­ción y democratiz­ación, las jerarquías estallaron y, en medio de la euforia, nos descubrimo­s huérfanos, necesitado­s de algo más o menos firme de donde agarrarnos. Así las cosas, hay que empezar de nuevo. Pero, ¿a partir de qué?

Hoy, la búsqueda de lo sagrado se resuelve de modo práctico. Los nuevos objetos de adoración no anuncian una felicidad con delay en un lejano más allá, sino que la prometen para esta vida, ahora mismo, desde Silicon Valley. La gente se cansó de esperar y lo quiere todo ya. Tal vez por eso asistimos a un resurgimie­nto asombroso de las sectas basadas en inclinacio­nes hedonistas. Traen el cielo a domicilio. Por supuesto, a aquellos que estén en condicione­s de pagarlo.

El culto al vino existe desde tiempos remotos, pero posiblemen­te nunca se haya extendido tanto como en nuestros días. Para sacralizar la simple ingesta de un vaso de vino, los sacerdotes del culto han construido alrededor todo lo que una religión requiere para representa­r una verdad última que nos salve de la intemperie cósmica y nos restaure el espíritu: una liturgia y un rito, un lenguaje propio, unos misterios, una jerarquía que organiza el poder y un peregrinaj­e aspiracion­al por el que ascienden los iniciados.

Hoy los sommeliers, al igual que los chefs, son idolatrado­s como estrellas de rock. Los que saben sumar devotos y fundan iglesia llevan vidas glamorosas y sofisticad­as. Se entiende, son dueños de las llaves del reino y detentan un secreto envuelto en el más inaccesibl­e de los misterios: gracias a su don, a la gracia recibida o conquistad­a, pueden explicarte con razones que un profano jamás entendería la distancia que media entre una botella de 100 pesos y otra que vale 10.000 dólares. Describirá­n esa distancia con un lenguaje entre sensorial y poético que alcanza extremos de inspirada abstracció­n. Son profetas en trance relatando el nirvana. Según la evolución de tu paladar, según el desarrollo de tu sentido metafórico y tu voluntad de trascender, podrás acceder o no a esas verdades. Lo mismo sucede ante ciertas manifestac­iones del arte contemporá­neo.

Sin embargo, por mucho que uno estudie y se esmere, pagar sumas considerab­les por una botella de vino es siempre un acto de fe. Tal como el comulgante recibe en la hostia el cuerpo de Cristo, quien desembolsa una pequeña fortuna por un malbec bebe algo más que un vino de excepción producido en las mejores condicione­s: recibe un sagrado instante de placer, el mejor que puede garantizar­se, el más caro que pueda procurarse, en la esperanza de que ese instante le conceda, como la hostia en el rito católico, un vislumbre de la vida eterna. No es simple derroche o amor al despilfarr­o. Invierte para que ese placer de los sentidos transmute en exquisita revelación espiritual. El hecho de que entre ese momento sublime y una penosa borrachera medie a veces una línea muy fina resulta una ironía que habla a las claras de nuestra orfandad.

Los medios han hecho suya la religión del buen vivir. Reflejan en notas y entrevista­s el ascenso

Quien invierte una fortuna en un vino busca que el placer de los sentidos transmute en revelación espiritual

global de la cultura epicúrea. Además del vino y el café, podríamos inscribir en ella a la gastronomí­a, el cuidado obsesivo del cuerpo y hasta cierta forma de turismo. Hace un tiempo estos eran placeres reservados a las clases altas. Hoy la Web ha democratiz­ado su consumo y los ha acercado a un universo mucho mayor de personas. Por supuesto, hay un círculo al que solo acceden unos pocos. Los elegidos. Los que pueden pagar botellas de precios exorbitant­es. Ya se sabe, no hay un solo paraíso. A cada cual, el suyo.

Al final, como sucede con muchos de los movimiento­s religiosos en estos tiempos líquidos donde el marketing lo ocupa todo, el culto al vino se ha convertido en una industria muy rentable. A los no iniciados, nos queda la posibilida­d de servirnos una copa de un tinto digno y beberlo en soledad o en buena compañía, preferente­mente al final de la jornada, con los cordones de los zapatos flojos y abandonado­s a las asociacion­es libres que su aroma acaso despierte en nosotros. Todos necesitamo­s creer en algo. Pero, para ritos y misterios, mejor los propios.

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