LA NACION

Una excursión al curioso universo flotante de los uros

Un cronista visita esta comunidad donde el idioma aimara y las milenarias tradicione­s del Altiplano conviven (¿en armonía?) con el turismo actual

- Manuel Buscalia

“Animate amigo, te lo dejo más barato que al resto, vamos”, me dice César. Él es uno de los seis empleados de agencias de turismo –los conté– que me intercepta­ron desde que bajé del micro, hace diez minutos. Son las seis y cuarto de la mañana y a mi alrededor escucho los gritos de “Arequipa, Arequipa, Arequipa” y “Copacabana a La Paz”, que se repiten en loop y forman la banda sonora de la terminal terrestre de la ciudad de Puno, en el sudeste de Perú. Si en la Argentina uno se queja de la falta de atención de los vendedores, acá ocurre lo contrario. Te persiguen. Las ofertas llegan solas, las quieras o no.

César me ofrece ir a las islas de los uros por cuarenta soles, unos doscientos cuarenta pesos nuestros, “y con almuerzo incluido”, agrega. Nada mal. Acepto. Dejo mi mochila en su oficina en la terminal y salgo a la calle a esperar una combi que me va a llevar al puerto junto con otros seis pasajeros. Afuera lo único que veo son casas y edificios –de ladrillos gastados– a medio hacer. En el viaje compruebo que ese es el paisaje que se extiende kilómetros y kilómetros a lo largo de la ciudad, una gran favela andina.

La combi se detiene en el puerto. Ahí nos espera Hernán, nuestro guía. Hace frío, unos doce grados. Me pongo mi bufanda y mi gorro coya de lana y sigo al resto de los pasajeros hacia la lancha que nos asignaron. Desde su interior, el lago Titicaca parece un espejo que refleja el cielo y las montañas.

“¿Where are you from? ¿De dónde son?”, dice Hernán primero en inglés y después en castellano mientras el capitán enciende el motor de la lancha. “London”, grita una pareja de jóvenes ingleses; “Costa Rica”, agregan dos señoras de cincuenta y dos amigos de veintipico. Mientras recorremos los seis kilómetros que nos separan de las islas, unos veinticinc­o minutos de viaje, Hernán explica que estamos en el Titicaca, el lago navegable más alto del mundo –tres mil ochociento­s doce metros sobre el nivel del mar– ubicado entre Bolivia y Perú, el hogar de los uros.

La historia de esta comunidad se remonta a la época preincaica, entre los años 900 y 1200. Estuvieron entre los primeros habitantes del Altiplano. Según la leyenda que ellos mismos cuentan, habitaban tierra firme, pero escaparon al lago y construyer­on las islas flotantes para evitar ser conquistad­os por los españoles que los llevaban a trabajar como esclavos a las minas de Potosí en Bolivia.

La lancha frena al lado de una pequeña isla donde nos recibe una mujer llamada Olga. Lleva puesto un sombrero de mimbre, un suéter de hilo blanco, un chaleco rojo bordado con dos flores azules y rosas, y una pollera de tela verde marino. Olga tiene cincuenta años, la tez oscura y rasgos atávicos que la conectan con sus antepasado­s. “Estamos muy contentos con su visita, felices de recibirlos, hermanos y hermanas”, dice Olga en aimara, su lengua nativa, y Hernán se encarga de traducirla. Miro a mi alrededor. Todo –el suelo de la isla, las casas, las sombrillas y hasta el banco en donde estoy sentado– está hecho del mismo material. Olga me explica que se trata de totora, un junco acuático –con un tallo que llega a los tres metros de largo– que crece en la superficie del lago. Además de ser útil como material de construcci­ón, la base blanca de su tallo es comestible.

Sin pensarlo, agarro un tallo de totora del suelo, lo pelo y lo muerdo. Sabe a maíz, pero más amargo.

“Gracias a esa planta es que las islas flotan”, dice Olga, y me muestra varios bloques marrones de raíces de totora. La isla flotante en la que estamos –Santamaría–, al igual que las otras noventa y nueve que forman la comunidad de los uros, fue construida con esos bloques, que al descompone­rse producen gases que les permiten la flotación.

Los uros juntan varias raíces de totora, las atan y colocan encima una capa de dos metros de totora seca. Una isla tarda entre uno y dos años en formarse y puede durar hasta cincuenta, dependiend­o del mantenimie­nto de sus habitantes, trescienta­s veintidós familias, mil doscientas personas. Olga es la presidenta de Santa María, en donde vive junto con su esposo, Francisco –su secretario–; sus tres hijos, Sonia (11), Dora (12) y Cristian (20), y otras dos familias. Cada tres meses la isla cambia de presidenta, que tiene el rol de coordinar el trabajo en la isla. Además, hay un presidente general para todas las islas, que se elige democrátic­amente a través del voto.

Olga me invita a conocer su casa, una especie de choza hecha de totora que tiene el tamaño de una habitación. Adentro solo hay un colchón armado con tallos de totora y cubierto con sábanas hechas con ropa vieja cocida. La cocina está afuera y funciona a leña sobre una base de piedra, para que no haya peligro de incendio. “Estamos acostumbra­dos a vivir así, igual ahora nos modernizam­os y tenemos televisión”, dice Olga. En la entrada de la choza de al lado hay un panel solar instalado que les permite el acceso a la energía eléctrica. “Me encanta ver o escuchar los partidos”, agrega Cristian, el hijo de Olga, quien asegura ser fan de Messi cuando le digo que soy argentino.

Los uros tienen jardín de infantes, escuela primaria y secundaria, comercios, un centro de salud y hasta una cancha de fútbol en donde juegan todos los domingos. Todo está hecho sobre bloques de raíces de totora. Cuando terminan sus estudios primarios, el diez por ciento de la población viaja a la ciudad a estudiar una carrera universita­ria. “Es muy caro para nosotros viajar a Puno y comprar los materiales de estudio”, dice Cristian.

El resto, como él, se queda ayudando a su familia. Todos los días Cristian se despierta a las cinco de la mañana junto con sus padres y sus hermanas para preparase para recibir a los turistas, una de sus principale­s fuentes de ingreso. Después, va a pescar con su padre. Por cada kilo de pejerrey que juntan en la ciudad les dan doce soles, cuarenta y ocho pesos. En una buena pesca juntan entre siete y diez kilos. “Es una vida difícil”, dice. Los uros dividen sus tareas por género. Los hombres se encargan de la pesca y la caza y las mujeres, de la cocina y de las artesanías.

Subo a una de las balsas flotantes junto a la pareja de ingleses, los costarrice­nses, Cristian, sus hermanas y su padre. Me invitan a remar. Después de unos minutos estoy cansado. El remo de madera pesa unos tres kilos. Vamos en dirección a la isla capital, un lugar creado para que los visitantes puedan comprar artesanías y se lleven de recuerdo el sello del lago Titicaca en su pasaporte.

Sonia y Dora comienzan a cantar, primero en aimara, después en francés y en español. “Les decimos adiós con el corazón”, dice la letra de la canción. Todo está preparado para los turistas, para entretener­los. Aunque algunas islas no los aceptan, piensan que es vender sus tradicione­s. “Tenemos que subsistir”, se justifica Cristian. Minutos después, en la orilla de la isla capital agrega: “Son diez soles por el paseo en la balsa”. “Pero nadie nos avisó que teníamos que pagar más”, dice una de las costarrice­nses. “Les tendrían que haber dicho”, contesta, lacónico, Cristian. La charla no sigue. Todos pagan. Yo también. Bajamos y nos perdemos entre los turistas que regatean los precios de las artesanías que venden los uros.

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