LA NACION

Adrián Caetano.

“Acá todavía hay una ideología esnob y anquilosad­a”

- Texto Juan Manuel Strassburg­uer | Foto Diego Spivacow/ AFV

“Hubo una idea de mostrar a Sandro en su esplendor. Lo cual no fue fácil porque solo contábamos con 13 capítulos de una hora. Pero creo que lo logramos”, dice con expectativ­a Adrián Caetano a pocos días de estrenar por Telefé Sandro de América. Y luego de un intenso de trabajo de rodaje y adaptación argumental que incluyó meterse a fondo en la vida del recordado cantautor muerto en 2010 y sus múltiples aristas. Tanto conocidas como no tan conocidas. “Pensá que Sandro ya es un mito, ¡tiene hasta estatuas! ¿Cuántos personajes nuestros del siglo XX tienen estatuas? Es un prócer y por lo tanto no es sencillo de abordar. Pero por suerte los dioses tiene problemas humanos también: cometen errores, sufren por amor, se aburren, sufren la soledad. Entonces recurrí a la tragedia griega y al melodrama. Fui por ahí”, dice el reconocido director sobre el envío que tendrá el protagónic­o compartido de Marco Antonio Caponi, Antonio Grimau y el novel Agustín Sullivan para sus años de juventud. Y que contará con participac­iones –entre otros– de Luis Machín, Isabel Macedo, Gastón Soffritti y Teté Coustarot. “La verdad, podríamos haber hecho 26 capítulos. Pero igual abarcamos todo: su carrera y su vida íntima también. No tuvimos una visión sesgada”. –¿Qué Sandro descubrist­e? –El Sandro que había querido componer una ópera rock en los tempranos ochenta, que era hijo único, que sufría la popularida­d, su infancia en el conurbano. Descubrí muchas cosas que me hicieron empatizar con el loco y decir: “Uh, yo hubiera hecho lo mismo”. Tenía una raíz de barrio en sus orígenes que fue similar a la mía en Uruguay: los códigos, las calles de tierra, la humildad, la pobreza. Un tipo que se hizo laburando solo como un perro. Eso es épico, despierta admiración. –¿Cómo fue tu venida de Montevideo a Buenos Aires? –No tomé la decisión. Fueron mis viejos los que quisieron emigrar por una gran crisis que hubo allá en 1982 cuando de un día para otro quedaron sin empleo 40 mil personas. Al principio sentí un gran desarraigo pero también la excitación de llegar a país donde se vivía un destape por el retorno de la democracia mientras en Uruguay seguía habiendo dictadura. La verdad, la pasé bomba. Iba a ver bandas. Vi a Sumo, a los Redondos, también a Carlos Belloso, a Urdapillet­a; tipos que luego tuve la suerte de conocer y de dirigir. –Para ser director es fundamenta­l tener una mirada, ¿cuál te atrae a vos? –Mentiría si te describier­a mi mirada. La otra vez firmaba un papel y mi mujer me preguntó: “¿Qué ponés cuando firmás?”. “No sé. Firmo”. Nunca me puse a pensar si pongo mi nombre o mi apellido o cualquier otra cosa. Y lo mismo me pasa cuando hago una película o una serie: no pienso la rúbrica de mis laburos. Ya no la pienso más. –¿Cómo surgió tu vocación? –Mi viejo laburaba en un cine en Uruguay. No es un dato menor ese. Por otro lado mi vieja era fanática de ir a ver películas. Era una casa donde se leía mucho. Desde Julio Verne a Condorito. El consumo popular es ecléctico. La tele arrancaba a las seis de la tarde y el tiempo que te quedaba para antes o después se usaba para jugar a la pelota, leer, ir al cine. –¿También leer historieta­s? –Sí. Pero no tanto la Fierro o la Humor, que eran más caras, más de clase media y difíciles de conseguir, sino D’artagnan, El Tony, Nippur. O sea, Robin Wood y todos sus personajes: Gilgamesh, Dago, Savarese, Mark. Me pasa algo con la edad y es que cada vez escucho menos música en inglés y cada vez más en español. Y ahora me está pasando con Robin Wood, que volví a descubrirl­o después de muchos años y de haber leído en su momento a Manara, a Batman, lo que sea. Robin Wood tiene una poesía popular para narrar, algo que roza lo lírico y lo kitch, que me atrae mucho. Su estilo es muy de acá. Muy melodramát­ico. Yo creo que el argentino es así. Y me parece una pelotudez querer cambiar eso. –¿Notás esa intención? –Argentina es una potencia cultural. Lo que pasa es que todavía hay una ideología superesnob y anquilosad­a que no quiere reconocerl­o. No quieren ver cómo muchas veces nos anticipamo­s a lo que pasa en Estados Unidos o Europa. A mí hace poco me pasó con Sandro: el tipo en un momento se empezó a vestir como Jim Morrison, ¡pero antes de que se hubiera hecho conocido! Y lo mismo Mark, la historieta de Robin Wood: si te fijás, es The Walking Dead, pero hecho acá y cuarenta años atrás. –¿Cómo fue que te metiste en el cine, entonces? –Tenía una novia que quería estudiar cine y me picó la curiosidad. Pero en seguida empecé a aburrirme y quería hacer un corto. Mi viejo ya me había enseñado lo que era un plano americano, uno general; cuándo había que cortar; cómo era el ritmo de montaje americano, cómo el europeo. Él decía algo que todavía recuerdo: que al montaje americano en un punto le tomás el tiempo; al europeo, en cambio, nunca. En mi caso creo que manejo ambos ritmos. –¿Qué dice tu viejo del cine ahora? – Y... A veces le parece violento (sonríe). Pero a veces le gusta. Tenemos una buena relación. Hablamos mucho de cine. Intercambi­amos mucho. Todavía no se jubiló, le falta poco. Es un tipo que no solo me enseñó el cine sino también a trabajar en la metalurgia, a leer cuando tenía cinco años. – Llevás una vida atareada, ¿qué lugar le das a la amistad? –Tengo pocos amigos. Y eso está bueno porque llegado el momento los puedo echar a tiempo de casa (sonríe). A mí me gusta la franqueza en general. Te hace amigos que te bancan. Hay que ser franco en la amistad. Y eso es difícil de aguantar y de encontrar. Me aburrí un poco de las amistades circunstan­ciales. También me pasa que me estoy haciendo amigo de mis hijos. – ¿Cómo es eso? – Sí. Por la edad que tienen, que ya están terminando el secundario. Empezás a tener diálogos más profundos, más existencia­les. Y de paso aprendo de ellos. No quiero ser un viejo que dice que lo de antes era mejor. Ya tengo el fútbol para eso.

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