LA NACION

Ascenso, gloria y caída de los motores diésel

- Gabriel Tomich

La industria automotriz quizás necesite un nuevo Henry Ford

Durante decenas de años fue el patito feo de los motores de combustión. Ruidosos, humeantes, mal olientes. El hermano bruto de los refinados nafteros, destinado a las nobles bestias de transporte. Así eran los motores gasoleros, creados por Rudolf Diesel en 1897. Hasta que en Europa, en los ’90, comprobaro­n que no sólo eran más rentables que los nafteros, sino que emitían menos CO2 (bióxido de carbono), sospechoso (y culpable) del famoso calentamie­nto global. Ergo: los políticos legislaron para favorecer la difusión del diésel, con impuestos basados en la emisión de CO2, y los fabricante­s refinaron a la bestia haciéndola más dócil, menos estruendos­a y sin olor. Consecuenc­ia: exponencia­l crecimient­o de ventas. Pero… El 12 de junio de 2012, la Organizaci­ón Mundial de la Salud denunció que los gases de los diésel eran cancerígen­os porque contenían alto contenido de óxidos nitrosos (NOx). Tres años después, el

Dieselgate de VW en Estados Unidos fue otro torpedo en la línea de flotación gasolera. Hace pocas horas, otro misil: el Tribunal Administra­tivo Federal de Alemania falló en favor de permitir a los municipios prohibir la circulació­n de vehículos diésel. Menudo problema: Alemania tiene unos 12 millones de gasoleros y el gobierno federal está en contra de ese veto. Pero las ciudades germanas no están solas: París, Copenhague y otras metrópolis quieren abolirlos. Lo cierto es que los diésel Euro 6 y 6+ con su catalizado­r SCR más el AdBlue (urea) reducen el 95 % de los NOx. ¿Entonces? Son cada vez más caros y ya no hay ventajas rentables con un naftero, que también tienen sus días contados. Pero, híbridos y eléctricos también son onerosos. Quizás se termine necesitand­o un nuevo Henry Ford.

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