noche de pesados con emociones, historias y una definición de Ko
Wilder retuvo el título mundial en un espectacular combate ante King Kong ortiz; ambos tienen a sus hijas enfermas
Una añeja y relegada descripción periodística, inmersa en las críticas de las buenas peleas por el título mundial pesado, pudo restituirse el sábado pasado, en el impactante Barclays Center, de Brooklyn. Allí, el encanto y los valores humanos expuestos por el perdedor sedujeron mucho más que todas las loas que honraron al gran protagonista de la noche: Deontay Wilder (97,400 kg), campeón mundial del Consejo Mundial de Boxeo (CMB).
El cubano Luis Ortiz (107,400 kg) simbolizó a la perfección, en la ciudad de Nueva York, la historia de su apodo: “King Kong”, aquel gorila gigante africano que el cine y la ficción inmortalizaron por besar y cuidar a una rubia americana en lo más alto del Empire State Building, antes de ser acribillado por los aviones del ejército. Y este boxeador, de 38 años, con dos suspensiones por doping y consumidor de los complejos vitamínicos más resistidos, estuvo a punto de sobrevivir a los golpes torpes pero letales del campeón por una bolsa de medio millón de dólares.
Tras ir ganando el combate, delante de los ojos de su hija Liz, aquejada de una seria y extraña enfermedad epidérmica, cayó en la lona fulminado por un uppercut de Wilder, quien lo venció por knock-out técnico, al 1m25s del 10° round, ante la excitación de 14.100 espectadores.
Al igual que en el film de Hollywood, también en este caso, el final de “King Kong” fue triste y frustrante. El retador de Camaguey no pudo revertir contra el paso del tiempo y su inactividad prolongada, que lo llevaron a perder su invicto en su 31ª pelea. No consiguió convertir su título interino, ganado en 2015, en una corona mundial absoluta que toda Cuba esperaba; tras haberlo soñado con boxeadores como Romualdo
Argamonte, Niño Valdes, José Ribalta, Jorge González y el mísmisimo tricampeón olímpico Teófilo Stevenson, quienes ambicionaron de por vida por tener la oportunidad de un programa como el del pasado sábado en Nueva York.
Wilder sufrió como nunca antes y supo sobrellevar la adversidad en su carrera invicta de 40 peleas. A un paso de perder por KO en el séptimo asalto, sobrevivió sin demasiados recursos pero con muchas agallas. Algo que constituía un gran interrogante hasta la reciente pelea.
Su séptima defensa de la corona que ganó en 2014 y su manera de pelear, tirando pocos golpes y apostando al remate letal, lo han constituido en algo más que un personaje atractivo de 2,01 metros y 39 KO. Lentamente, se transforma en un buen eslabón para el resurgimiento de los pesos pesados, sobre todo en los Estados Unidos. No entrará en comparación con los nombres ilustres que jerarquizaron la categoría y sacudieron las taquillas, pero se presenta como un pugilista valioso para estos tiempos.
Al igual que Ortiz, Wilder lucha en estos momentos por el bienestar de su hija, gravemente enferma, y declama por su progreso cada vez que termina los combates. Su paga fue de 2.100.000 dólares, aunque aguarda por el ansiado cotejo unificatorio con el inglés Anthony Joshua, considerado como el mejor del peso, luego de su KO sobre Wladimir Klitschko, en 2017. Los promotores analizan un desafío entre ellos, en el emblemático estadio de Wembley, ante 100.000 fanáticos.
Todo campeón necesita una pelea dramática, sufrida y con un final épico y favorable, como este que se desarrolló en Brooklyn, para graduarse como tal. Y Wilder la consiguió. Les hacía falta a todos: a él, al boxeo y al creciente peso pesado, que promete lo mejor para esta temporada.