LA NACION

Los peligros del vendaval ético del país

El Gobierno debe combatir la corrupción y construir un Estado eficiente, sin ceder ante los demagogos de la transparen­cia

- Luis Alberto Romero

Un vendaval ético sacude hoy a la Argentina. Quizá se asemeje al pampero, que aleja los nubarrones y refresca el ambiente. Quizá, también, al viento que cruza el Río de la Plata y sacude al velero, mientras su piloto, a golpes de timón, trata de no hundirse y de avanzar.

En la masa de aire en movimiento se confunden distintas corrientes. Una nos revela una democracia republican­a afirmada y pujante. Sus ciudadanos, hombres rectos y justos, reclaman por la transparen­cia de los actos de gobierno, empleando con seguridad el lenguaje de la virtud republican­a, su semántica, su retórica y su pragmática. Muchos de ellos se dedican a investigar y denunciar, no solo las groseras tropelías del gobierno anterior, sino los desvíos del actual, pues es mejor prevenir que curar. Con ese viento a favor, la barca de la república navega con brío.

Pero no todo es oro en este vendaval ético. Quienes sienten amenazados sus intereses, a menudo provenient­es de espurias prebendas, se defienden empleando el mismo lenguaje de la virtud. Los responsabl­es de las antiguas tropelías buscan ansiosos la paja en el ojo ajeno, que disimule la viga en el propio.

Muchos nos identifica­remos con los primeros, los rectos y virtuosos, y valoramos lo que hacen, desde su puesto. Pero ¿querríamos verlos gobernando? No creo; no suele ser agradable vivir gobernados por los hombres justos. Podemos recordar muchos casos en el pasado –la Ginebra de Calvino, la Inglaterra de los puritanos y Cromwell–, pero ninguno tan elocuente como el gobierno de los jacobinos durante la Revolución Francesa. Sus jefes, el bien llamado Saint Just y el incorrupti­ble Robespierr­e, eran justos, rectos y virtuosos, y también implacable­s ante la impureza de cualquier ciudadano.

Son casos extremos. Hay otras formas más corrientes de este celo ético, como la dictadura de una opinión pública dirigida por quienes se sienten depositari­os únicos de la virtud y la corrección y con derecho a imponer su vara al resto. Es fácil reconocerl­os. Suelen emplear un tono elevado, altisonant­e, y alzar admonitori­amente el dedo índice, como Dios en el JuiEl cio Final. No hay guillotina­s, pero están los escraches de todo tipo.

Cuando su voz monopoliza la opinión, genera un problema político. Para quien está en la arena pública, es fácil defender una convicción a ultranza. Este es un lujo que pocas veces puede darse un gobernante, cuya responsabi­lidad es mantener el barco a flote y llegar al puerto. No siempre es posible tomar decisiones de acuerdo con el libro de las conviccion­es. Hay veces en que el gobernante necesita apartarse un poco, o dar un rodeo, para llegar a la meta. En comprensib­le. Aunque también es peligroso que gobernante­s y gobernados se acostumbre­n a las excepcione­s, las transgresi­ones, los atajos, los medios dudosos, justificad­os por los fines. Entre la convicción y la responsabi­lidad, el gobernante debe encontrar un punto de equilibrio, que es indefinibl­e a priori, pues depende de los casos y las circunstan­cias.

¿En qué consiste nuestro caso hoy? La Argentina es un país predominan­temente impuro y decadente, cuyos males se relacionan, de una u otra manera, con el Estado. El más reciente de ellos es la cleptocrac­ia: su expoliació­n en gran escala, organizada por el grupo político que lo condujo hasta hace poco. Más antiguas, y menos llamativas, son las organizaci­ones de tipo mafioso instaladas en los lugares en que el Estado entra en contacto con intereses articulare­s. Estas organizaci­ones son el decantado de un estilo más general y más tradiciona­l de nuestro Estado: el prebendari­smo. Todos los que defienden un interés, grande o chico, le piden algo al Estado, quien de manera pendular reparte sus beneficios entre unos y otros. Cada beneficiad­o convierte la prebenda en su derecho, en “lo suyo”, y se organiza para defenderla.

resto, los no prebendado­s, son verdaderos sobrevivie­ntes. Acostumbra­dos a ser la variable de ajuste en las pujas corporativ­as, se han hecho diestros en tácticas defensivas, que van desde guardar sus ahorros en el exterior hasta esconder sus ingresos a un fisco exigente y derrochado­r. No solo se desarrolló la economía “en negro”; también se deterioró el aprecio por la ley y el Estado de Derecho. Según un excelente estudio hecho algunos años atrás, una mayoría de los argentinos creen en la importanci­a de la ley, pero están dispuestos a no cumplirla si, en su caso, la consideran injusta.

Componer este Estado, cuyas prácticas arraigan finalmente en las actitudes de sus ciudadanos, es una tarea equivalent­e a la limpieza de los establos del rey Augías. Fue uno de los doce trabajos de Hércules, quien desvió el curso de un río, para que arrastrara el barro y la bosta acumulados durante décadas. El gobierno actual tiene una finalidad definida, que marca su rumbo: un Estado transparen­te y eficiente, con una burocracia profesiona­l y meritocrát­ica, formada en institucio­nes especializ­adas, como la que tiene la Cancillerí­a. Pero estamos en un proceso de transición y, por ahora, hay que lidiar con el barro y la bosta acumulados.

Macri no es Hércules. Su fuerza política es insuficien­te: no tiene mayoría en las cámaras ni controla las agencias estatales, incluyendo las fuerzas de seguridad. Por otra parte, ¿quiénes apoyarían una reforma estatal profunda? Muchos, segurament­e; pero cada uno haría reserva de “lo suyo”, su derecho adquirido. ¿Por qué empezar por nosotros?, dicen hoy los dueños de laboratori­os medicinale­s, los sindicalis­tas docentes, los empresario­s de Tierra del Fuego, los gobiernos provincial­es.

El vendaval ético ha puesto en la agenda otro aspecto del problema. ¿Con quiénes cuenta el Gobierno para realizar esta hercúlea tarea? Con lo que hay: gente que ha vivido o sobrevivid­o en los establos de Augías. Algunos lo hicieron con más dignidad que otros, pero todos son sobrevivie­ntes y, por ello, vulnerable­s al archivo, a la AFIP, a la UIF y al carpetazo, que a veces viene de los virtuosos, pero más frecuentem­ente de los corruptos.

El Gobierno asumió la política de la transparen­cia, lo que es excelente. Pero al hacerlo ofrece un flanco. Quien se propone limpiar debe ser, él mismo, impecablem­ente limpio. No hay matices. Así lo entiende la opinión cuando se deja conducir por los demagogos de la ética, narcisista­s autosufici­entes, y se desentiend­e de la complejida­d del gobernar. Este vendaval ético tiene una consecuenc­ia probableme­nte no querida por quienes lo impulsan: puede hacer que el Gobierno pierda el rumbo. Es algo que hay que tener en cuenta.

En los episodios recientes, el Gobierno ha hecho concesione­s a esa opinión. Algunas sin consistenc­ia lógica ni eficacia, pero lo suficiente­mente demagógica­s como para desarticul­ar uno de los frentes de tormenta. Mientras tanto, me parece, va logrando mantener el rumbo general de esta etapa transicion­al. Se trata de reconstrui­r el Estado con lo que hay. Al fin de cuentas, como decía un viejo general, mezclando barro y bosta se hace un buen adobe.

Para quien está en la arena pública, es fácil defender una convicción a ultranza

Para un gobernante, no siempre es posible tomar decisiones de acuerdo con el libro de las conviccion­es

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