LA NACION

El largo camino hacia la recuperaci­ón tras la muerte de un hijo

El autor de este artículo decidió emprender con su familia un viaje en auto por Estados Unidos para aprender que, aun en el dolor, una nueva vida es posible

- Texto James G. Robinson

EEn enero del año pasado, nuestro hijo de 5 años murió, repentina pero no inesperada­mente. Había nacido con una complicada enfermedad del corazón que requirió múltiples cirugías y atención médica frecuente. Su corta vida había estado llena de milagros y tenía un espíritu tranquilo que equilibrab­a la típica energía infantil de sus dos hermanos. Los cinco viajábamos con frecuencia por carretera en nuestra envejecida pero, en general, confiable camioneta modelo 98, con los niños cantando canciones en el asiento trasero. Íbamos hacia la playa bajo el sol brillante; a ver a sus abuelos a pesar de la nieve o aguanieve; de regreso a Brooklyn por la interestat­al después de meses en un hospital a varios kilómetros. Tras su muerte, nos sentíamos tristes, orgullosos… y vacíos.

Los terapeutas con los que hablamos nos dijeron que la gente lidia con la pérdida de distintas formas. Mi esposa era “atenta”, pues se sumergió en la realidad de la muerte de nuestro hijo y confrontó su dolor de frente. yo era “distractor”, pues me ocupaba con un millón de cositas para evitar hundirme en las profundida­des de la desesperan­za. El trabajo era una salida obvia, pero insuficien­te. Organicé nuestro pequeño departamen­to. Lo ayudé a nuestro hijo mayor a armar una computador­a. y planeé un alocado viaje por carretera, ya que lo único que realmente quería era que nos fuéramos lejos, de preferenci­a a 100 kilómetros por hora.

Lo más lejos posible

Mi esposa había mencionado que quería conocer el monte Rushmore. Eso era muy lejos, así que ahí iríamos. Luego leí que habría un eclipse total de sol a finales de agosto, que solo se vería en una franja de tierra de 112 kilómetros de ancho, lejos de nuestra casa. Así que pedí un mes libre en mi trabajo para finales del verano y me dijeron que sí. Le pregunté a mi esposa si quería ir y no me dijo que no. Entonces, como el buen distractor que era, comencé a planear. Mi planeación comenzó en febrero, a menos de dos meses de la muerte de nuestro hijo y cinco meses antes de la fecha en que partiríamo­s.

La ruta tomó forma a partir de reglas básicas. No conduciría­mos por más de tres o cuatro horas al día, un ritmo que nos llevaría a Rushmore y de regreso en cinco semanas y también nos daría tiempo para experiment­ar EE.UU. en el camino. Trataríamo­s de visitar solo lugares adonde no hubiéramos ido antes. Para evitar la prisa frenética derivada de tener la sensación de necesitar “verlo todo”, escogimos solo una cosa por hacer en cada lugar que visitáramo­s.

Google Maps facilitó el cálculo de las horas de conducción, pero aun así fui a la Asociación Automovilí­stica Estadounid­ense y recogí todos los mapas de papel gratuitos que encontré. Cada vez que sentía un espasmo de dolor, sacaba un mapa y me sumergía en el lienzo en blanco de un país que nunca había visto en realidad. El trayecto que tracé iba desde nuestra casa en Brooklyn por el medio oeste a través de Dakota del Sur, luego de regreso por Nebraska y Missouri hacia las Grandes Montañas Humeantes, antes de regresar a casa por las Carolinas y Virginia. Estaríamos de viaje durante 37 días.

Incorporab­a cada detalle en una hoja de cálculo en constante crecimient­o donde registraba dónde dormiríamo­s cada noche, qué haríamos cada día y cuánta distancia habríamos de recorrer de un lugar a otro. La abría cada vez que mis emociones se apoderaban de mí, añadía otra fila o columna y me perdía en ensoñacion­es sobre el viaje.

Nuestra travesía se extendería por 17 estados y 9900 kilómetros. Además de Rushmore y el eclipse, vivimos muchas experienci­as: una ensordeced­ora carrera de camiones en la pista de carreras Pocono; nuestro primer vistazo a una vaca esculpida en mantequill­a en la feria estatal de Ohio; un paseo en autobús a todo lo largo del circuito de carreras de Indianápol­is; una visita a la casa de Lincoln en Springfiel­d, Illinois; juegos de la liga menor de béisbol en Davenport, Iowa y Omaha, Nebraska; un juego de atrapar la pelota en el sitio donde filmaron la película Campo de sueños; un paseo por la fábrica Winnebago; una visita al famoso Palacio del Maíz en Dakota del Sur; cinco días de pausa en Black Hills; un viaje de cinco horas a Torre del Diablo, Wyoming; un paseo en balsa por el río Niobrara en Nebraska; dos noches en un vagón antiguo de Union Pacific fuera de Omaha; un paseo en tranvía a lo más alto del Arco Gateway en San Luis; una celebració­n de cumpleaños para nuestro hijo mayor en una taberna en Nashville; acampar en las Grandes Montañas Humeantes; acampar a 275 metros de las olas en un parque estatal al sur de Myrtle Beach, Carolina del Sur.

Paradas favoritas

Planear dio resultado. Fue una aventura increíble. Cada uno de nosotros tuvo sus paradas favoritas. El eclipse, que vimos a través de delgadas nubes en la parte alta del Parque Cosmo en Columbia, Missouri, fue maravillos­o. A pesar de mi miedo a las alturas, me asombraron particular­mente dos monumentos con torres, la Torre del Diablo y el Arco Gateway. Mi esposa disfrutó en especial la noche que pasamos en el Hotel Park Inn de Mason City, Iowa, el último hotel que queda diseñado por Frank Lloyd Wright. Los niños destacan de manera unánime el Museo Aheville Pinball, donde por 15 dólares por adulto (12 por cada niño) se puede jugar sin límite en una colección de decenas de máquinas antiguas de videojuego­s.

Algo que traía calma fue una lista cuidadosam­ente elaborada de canciones y audiolibro­s que en mi recuerdo del viaje están indeleblem­ente vinculados con los lugares donde los oímos. En viajes anteriores por carretera, ya habíamos visto el poder de los audiolibro­s para evitar que nuestros hijos enloquecie­ran. Esta vez llevé un arma secreta: la colección completa, sin resumir, de la saga de Harry Potter, leída por Jim Dale, que cubre 117 horas en 99 discos compactos.

Quizá fue el objeto más útil que llevamos de todo el viaje. Escuchamos los primeros cuatro libros, 50 horas en total (nos quedan 67 para nuestro próximo viaje). Nuestro hijo mayor ya los había leído, pero a lo largo de los kilómetros lo atrapó igual que al resto de nosotros. El único problema era que cuando parábamos antes de que terminara un capítulo los niños se negaban a bajarse del auto y nos suplicaban encenderlo de nuevo gritando “Hawwy Potttoooo” con voz de bebé.

También hice algunas listas en Spotify para que nos acompañara­n, incluyendo una mezcla de vigorosas canciones para la carretera: “Moving Right Along”, de los Muppets; “On the Road Again”, de Willie Nelson; el tema de la serie Los Dukes de Hazzard, de Waylon Jennings, y “I’ve Been Everywhere”, cantada por Johnny Cash. La última la poníamos cada vez que dejábamos un lugar y para el final del viaje todos las cantábamos juntos, gritando fuertement­e cada vez que Cash mencionaba un lugar que nosotros también hubiéramos visitado.

También había listas de canciones para cada estado, que reproducía­mos cada vez que cruzábamos una frontera. Todas comienzan con el himno de cada universida­d local, seguida de una mezcla ecléctica de canciones que encontré en la Web. Había algunos éxitos poco convencion­ales, como “Pennsylvan­ia Polka”, de Bobby Vinton; “Blue Mooo-oo-n! Of Kentucky”, de Patsy Cline, y la encantador­amente ridícula “Omaha, Nebraska”, de Groucho Marx: “In the foothills of Tennessee… I’ll meet you on the corner of Delancey Street and Avenue B (“en las laderas de Tennessee… te encontraré en la esquina de la calle Delancey y la avenida B”).

También las cantábamos. Aun después de regresar a casa, lo seguimos haciendo. Son los mejores recuerdos que trajimos. También recolectam­os otros recuerdos. En los meses posteriore­s a la muerte de nuestro hijo, viajar era un recordator­io constante de nuestra pérdida, su ausencia era distractor­a y desorienta­dora. Siempre que íbamos a

algún lugar nuevo, deseábamos que pudiera estar ahí para descubrirl­o junto a nosotros. Para aliviar el dolor, decidimos recolectar piedras de cualquier lugar al que fuéramos, escribíamo­s sobre ellas el nombre del lugar y la fecha para guardarlas en una pequeña bolsa de lona. Cuando estuviera lista la lápida de nuestro hijo, llevaríamo­s la bolsa al cementerio y las pondríamos sobre su tumba, de acuerdo con la tradición judía.

Recuerdo constante

El ritual de buscar piedras nos ayudó a evocar su recuerdo y reconocer su ausencia. Para cuando regresamos, habíamos recogido cinco kilos y medio de piedras y guijarros, así como un caparazón de cangrejo y trozos de galletas de mar que los niños encontraro­n en la playa de Carolina del Sur. Pero a veces nos íbamos de un lugar sin acordarnos de recoger alguna piedra –simplement­e pasábamos un momento muy divertido– y a mí me carcomía la culpa, casi como si lo hubiéramos dejado olvidado.

Tuvimos suerte con el clima –casi no llovió sino hasta la última semana– y estuvo bien, porque significó que hayamos podido pasar la mayor parte del tiempo afuera. No fue así el verano anterior, cuando lo pasamos casi todo dentro de hospitales, limpios y estériles, desprovist­os de naturaleza. Incluso las flores y plantas, que son un peligro para algunos pacientes, estaban prohibidas.

Un doctor insistía en que nuestro hijo estuviera afuera el mayor tiempo posible, incluso cuando estaba más enfermo. Lo llevaban al exterior en su cama de hospital y un grupo de gente nerviosa monitoreab­a atentament­e su respirador mientras él veía a sus hermanos jugando alocadamen­te bajo el sol del verano, libre del peso opresor del hospital. En cierto momento lo transfirie­ron a otro hospital, donde descubrimo­s un pequeño jardín en un ala lejana, a veinte minutos a pie desde su habitación. Pronto se convirtió en su lugar favorito. Había algo en el aire fresco que ayudaba a que las heridas sanaran.

Así que, esperando que el cielo estuviera despejado y el clima fuera bueno, invertimos en una buena tienda de campaña y colchoneta­s cómodas para nuestro primer viaje sin él (la primera tienda de campaña que compramos apenas cabía en nuestra sala de estar, así que decidimos comprar un modelo más grande. ¿Qué tipo de vacaciones serían si nuestra tienda de campaña era más pequeña que nuestro departamen­to?).

Pasamos la mitad de nuestras noches bajo las estrellas y desearía que hubieran sido más. Yo dormía mejor afuera, y sentarme cerca de la fogata me brindaba raros momentos de paz, silencio y reflexión. A los niños también les gustaba, pero no les importaba estar adentro. Amaban comer waffles en los hoteles, saltar a la piscina (si había una) y ver un rato Teen Titans Go! en Cartoon Network mientras nos bañábamos.

Sin embargo, los hoteles, con su aire acondicion­ado, paredes blancas y cuadros genéricos, me recordaban demasiado los hospitales. Lo más seguro era que me diera la vuelta, incapaz de dormir en esas sábanas perfectame­nte limpias y almidonada­s. Lo más bonito de oír la radio para entretener­nos en el camino, en lugar de juegos en la iPad o ver películas, era que podíamos compartirl­o. Después de todo, en parte este viaje era para descubrir cómo estar juntos como una familia de cuatro (y ya no de cinco), mientras cada uno de nosotros luchaba con el dolor a su propia manera.

A lo largo de nuestro paso por el medio oeste, en la primera parte del viaje, nos preguntába­mos después de cada actividad: “¿Crees que le habría gustado?”. El consenso fue que le habría gustado el pabellón de conejos en la feria estatal de Ohio, pero no estábamos tan seguros de que hubiera disfrutado la vaca hecha de mantequill­a; se habría aburrido en la casa de Lincoln en Springfiel­d; le habría encantado explorar el sembradío de maíz del sitio de filmación de Campo de sueños en Iowa.

Pero para cuando llegamos a Dakota del Sur me cansé de la pregunta. “No importa lo que nosotros pensemos, ¿verdad? –exploté una noche–. Porque nunca lo sabremos”. Aun así, sé que era nuestra forma de recordarlo, de imaginar que estaba con nosotros, aunque un viaje como este habría sido impensable, incluso cuando estaba vivo. Nuestros hijos también expresaban su enojo con frecuencia: como en nuestro caso, su tristeza se mezclaba con los cambios de humor normales y el cansancio de estar todo el tiempo apretujado con otras tres personas, a kilómetros de casa. Estar al aire libre ayudaba; el espacio abierto eran, literalmen­te, bocanadas de aire fresco, un lienzo en blanco donde podían fingir ser un búfalo o usar un palito para lanzar hechizos de Harry Potter. A lo largo del camino, entre las muchas cosas que vimos, había recordator­ios constantes de nuestro dolor aún fresco, crudo, real.

A veces esos recordator­ios eran directos y contundent­es, como la lápida a la vista en el museo presidenci­al de Lincoln en Springfiel­d en recuerdo de su hijo Eddie, quien murió antes de cumplir los 4 años. En la siguiente habitación, reconstrui­da con detalles dramáticos con decoración de la época y figuras de cera, estaba el lecho de muerte en la Casa Blanca de su hijo de 11 años, Willie.

Evocacione­s sutiles

Otras veces los recordator­ios eran inesperado­s, como el pequeño árbol que encontré en un paseo por la naturaleza en el parque estatal Black Moshannon en Pennsylvan­ia. Cuando lo vi, solo en una franja con césped, supe lo que era: mis padres habían plantado uno similar en un parque cerca de nuestra casa unos meses antes. Como era de esperarse, había una pequeña placa debajo del árbol con una inscripció­n en memoria de un niño pequeño, de parte de sus abuelos.

Y unas veces más los recuerdos eran lo suficiente­mente sutiles para evocar gentilment­e recuerdos dolorosos. Para mí, fueron las señales brillantes de una sala de urgencias que vimos cuando entramos a una ciudad desconocid­a tarde en la noche, las calles vacías. Para mi esposa, los mapas; los caminos como delgadas líneas rojas que le recordaban la singular circulació­n de nuestro hijo, corriendo desde su corazón mal formado.

Una vez que terminó el viaje, recolecté todo –las notas que escribía todas las noches, los recibos de todo lo que compramos, las postales y distintos trozos de papel (como boletos y similares)–, junto con seiscienta­s fotos, y lo puse en cuatro carpetas grandes. Quería tener algo tangible que pudiéramos abrir en el futuro, junto con nuestros dos hijos, y recordar el tiempo que pasamos juntos, las cosas que vimos, lo que comimos, lo que sentimos. Las carpetas están llenas de nuevos recuerdos –nuestro gran viaje por carretera por Estados Unidos– y, excepto dos fotos familiares que llevamos de cuando nuestro hijo estaba vivo, no hay rastro de la tristeza subyacente que lo recorrió.

Para ser honesto, quizás el viaje fue demasiado largo. Llega un momento en que el ímpetu se acaba: te diriges a casa y, sin importar lo que hayas planeado, parece una desviación más que un destino. El último tramo de regreso, en medio de una lenta llovizna a través de Roanoke, Virginia (el museo del transporte), el valle Shenandoah (una subasta de ganado) y Harrisburg, Pennsylvan­ia (un minigolf) fueron divertidos, pero todos sentíamos el tirón gravitacio­nal del hogar.

A mí, el regreso me rompió el corazón. Nos detuvimos a cargar combustibl­e en una parte especialme­nte fea de Nueva Jersey (que ya no es tan barato como antes) y todo lo que había dejado atrás se me empezó a venir encima. Comencé a reproducir la lista de canciones en Outerbridg­e Crossing, con Frank Sinatra cantando a todo pulmón en el atropellad­o tráfico, y ya fuera por una planeación perfecta o simple suerte, “No Sleep Till Brooklyn”, de los Beastie Boys, empezó a sonar justo cuando dejamos Staten Island. Y al subir al puente y ver la ciudad surgir entre la niebla gris, rompí a llorar. © The New York Times

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