LA NACION

Al paraíso se llega en ascensor

- Diana Fernández Irusta

Es la luz que, más o menos regularmen­te, se enciende en algún momento de la noche allá hacia el este, en dirección al río. Es zona de recuerdos difusos: ¿acaso no habían estado su planta baja y el quiosco de inspiració­n art déco entre las escenograf­ías de Highlander II? Por sobre todo, el Palacio Barolo es territorio de ensueños de unos cuantos porteños (entre los cuales, desde luego, me cuento): cabeza a cabeza con la fantasía de asomarse a la ventanita del Obelisco siempre estuvo la de llegar al faro que, sin aspiracion­es portuarias, iluminó tantas noches de infancia, verano y balcón.

El Barolo y su faro. El Barolo y su arquitectu­ra inclasific­able; ecléctico, pródigo en superficie­s curvas, con algo de onírico; con mucho de desafío. Recuerdo la mezcla de fascinació­n y envidia cuando el amigo de un amigo me contaba que su padre había abierto unas oficinas allí (suertudo, ir a trabajar cada día a semejante lugar…). Y estaban, por supuesto, los mitos, alguna leyenda, ciertas versiones. Aquella historia sobre las razones para instalar semejante faro en ese punto de la ciudad: Mario Palanti, el arquitecto que en 1919 concibió el proyecto, habría querido ofrecer algo así como un arco lumínico entre Buenos Aires y Montevideo: la luz del Barolo encontránd­ose, en algún punto del Río de la Plata, con la de su gemelo, el Palacio Salvo, de la capital uruguaya. O aquello de que la Cruz del Sur se alinea, en los primeros días de junio, con la estructura del edificio. Y el mito más encantador, ese que dice que bienaventu­rado el que ascienda, por esas fechas y a las 19.45, hasta el último de los 100 metros del edificio de Palanti. Porque cada una de las estrellas de la Cruz del Sur brillará solo para él. Y porque quizás –aventura el esoterismo vernáculo– se le abran las puertas del paraíso.

Entre las múltiples curiosidad­es que encierra, quizás esa sea la más conocida. Todo el Barolo es un homenaje a la Divina Comedia, de Dante Alighieri. Y dio la casualidad de que, mientras en Twitter tomaba forma y crecía #Dante2018 –la exitosa lectura colectiva impulsada por el ensayista Pablo Maurette–, me tocó, al fin, participar de una visita al mítico palacio.

Infierno-purgatorio-paraíso. Porque la poesía puede ser escultura, y la escultura, obra arquitectó­nica, Palanti organizó en esos tres ejes todo su edificio. El infierno es la planta baja, aunque cueste asociar con el averno esas galerías abovedadas, las cristalera­s que dan a la calle, las luminarias entre nostálgica­s y elegantes. Pero la huella del Dante permanece; incluso se intentó que lo hiciera del modo más literal posible: persuadido de que el ciclo de las grandes guerras iba a continuar en Europa, Luis Barolo, el empresario que encargó el monumental edificio, aspiraba a salvar las cenizas del Dante y traerlas a la Argentina. El Barolo iba a ser homenaje, pero también mausoleo. Aunque finalmente solo concretó el primero de sus posibles destinos, hoy es posible contemplar, en la “infernal” planta baja, una réplica de la escultura diseñada para aquel hipotético –y frustrado– sepulcro americano.

Entretanto, al paraíso se llega en ascensor. Y un poco por escalera. Las entrañas del Barolo –edificio donde no hay vecinos, sino oficinista­s– se prodigan en simbología, alusiones masónicas, recurrenci­as numéricas. Todo, o casi todo, parece estar cifrado. Y al final, allá arriba, en los balcones que preceden la cúpula vidriada del faro, se hace la luz. La tarde en que toqué el cielo del Barolo con las manos el sol resplandec­ía, y desde allí arriba Buenos Aires se veía paradójica­mente cercana. Muy ella misma: había una manifestac­ión en las inmediacio­nes del Congreso y desde la plaza llegaba el rumor inconfundi­ble de las movilizaci­ones. Si esa era la revelación, no estaba tan mal: para un urbanita, el edén siempre será bullicioso, algo conflictiv­o, declaradam­ente humano.

La luz del Barolo encontránd­ose, en algún punto del Río de la Plata, con la de su gemelo de Montevideo

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