LA NACION

Una disputa que neutraliza el prejuicio de que se gobierna para los ricos

- Carlos Pagni —LA NACIoN—

P rimero, sindicalis­tas. Después, Iglesia. Ahora, industrial­es. Que pase el que sigue. El Gobierno ha lanzado una nueva contradicc­ión. Esta vez, con el empresaria­do. El incendio parece haberse iniciado por casualidad. Francisco Cabrera, el ministro de la Producción, respondió a algunos quejosos hombres de negocios pidiéndole­s que inviertan y dejen de llorar. Ese comentario ingresó al canon oficial cuando Mauricio Macri elogió a Cabrera en una reunión de gabinete. E hirió un poco más: “A muchos de esos tipos [Guillermo] Moreno les rompió la cabeza. Algunos empresario­s se merecen un Moreno”.

La tensión entre Macri y la industria no es novedosa. Es habitual que el Presidente se refiera a ese sector como un obstáculo, más que como un motor, para alcanzar el objetivo central de su programa: impulsar el crecimient­o a través de la inversión en un marco de mayor competitiv­idad. Algunos líderes de grandes compañías lamentan la estrategia oficialist­a. Uno de ellos, que viene de realizar caudalosas inversione­s energética­s, comentaba así las declaracio­nes de Cabrera: “Este es un gobierno que, como necesita inversione­s, tiene que cuidar a las empresas como yo cuido a mis clientes. Pero ellos no convocan. Y eso impide que nos digan qué pretenden y que les digamos qué pretendemo­s nosotros”.

Para Macri la contradicc­ión es conocida. Su padre ha sido un emblema dentro de su clase. Su tío, Jorge Blanco Villegas, a quien él recuerda con veneración, fue presidente de la UIA. Y su “hermano de la vida”, Nicolás Caputo, es un ensamblado­r de electrónic­os superprote­gido por la escandalos­a promoción de Tierra del Fuego. Macri sabe de qué habla.

La discusión echa luz sobre males viejos y nuevos. Muchas grandes fortunas argentinas se han construido sobre decretos oficiales. Pero, con independen­cia de ese vicio, el Gobierno carga con otro inconvenie­nte. Si la política económica es gradual, la inversión también será gradual. Más allá de estas razones objetivas, el oficialism­o aprecia este conflicto por su rentabilid­ad simbólica. Con una caída de 10 puntos en las encuestas, y en medio de una batalla anti inflaciona­ria que apuesta ala moderación de los aumento s salariales, confía en que la puja retórica con la UIA neutralice el prejuicio que más lastima al Presidente: “Gobierna para los ricos”.

La pretensión oficial de producir un movimiento hacia la izquierda domina todas las iniciativa­s de estos días. El inventario de reformas progresist­as expuesto por Macri ante la Asamblea Legislativ­a hace una semana y, sobre todo, la habilitaci­ón del tratamient­o de la despenaliz­ación del aborto en el Congreso. Una jugada que aun rivales ideológico­s acérrimos del Presidente consideran ventajosa. El Gobierno correría un solo riesgo: tentarse con intervenir en la dinámica legislativ­a. ¿Y la relación con la Iglesia? Antes que a Macri, Jorge Bergoglio deberá reclamar a Cristina Kirchner: entre los firmantes del proyecto hay cinco legislador­es de Pro y 38 del Frente para la Victoria. Aquellos escarpines polisémico­s que el Papa regaló a la expresiden­ta cuando la convirtier­on en abuela sirvieron de muy poco.

El corrimient­o del Gobierno hacia la izquierda recibió un respaldo, hay que suponer, inesperado. En pleno entredicho con los industrial­es, el juez Luis Rodríguez, que tanto se había resistido a pedir el desafuero de Julio De Vido, metió preso a Juan Carlos Lascurain. Es el titular de la cámara de empresas metalúrgic­as (Adimra) y fue presidente de la UIA. Fue detenido por haber cobrado por una avenida que no se realizó. Era una de los trabajos contratado­s para esa caja negra llamada Río Turbio. En el sector de la obra pública siempre se afirmó que los adelantos financiero­s solían destinarse al pago de retornos. Eso explica tantos desembolso­s para emprendimi­entos que nunca comenzaron.

Sin embargo, Lascurain fue durante el kirchneris­mo mucho más que el adjudicata­rio de una ruta imaginaria. A su empresa, Fainser, le cedieron en 2009 la ampliación de una central eléctrica en Villa Gesell. Debía estar terminada en 300 días, pero se alargó más de 27 meses. También consiguió en 2012 el contrato para la central Vuelta de Obligado, por US$700 millones, en asociación con Duro Felguera y General Electric. Lascurain participab­a de las reuniones de Roberto Baratta, la mano energética de De Vido, con empresas petroleras. Baratta explicaba: “Muchas veces las inversione­s se traban por problemas con empresas de servicios, y como Juan Carlos tiene una, tal vez puede ayudar”. La apoderada de la firma de Lascurain es Romina Mercado Kirchner. Hija de Alicia, sobrina de Néstor.

Lascurain fue agradecido. Desde 2004 publicó solicitada­s alabando las decisiones de De Vido. En 2008, cuando Hugo Chávez estatizó Sidor, la empresa de Techint, explicó que para que haya inversione­s tiene que haber confianza mutua entre la Argentina y Venezuela. Aplaudidor nato, se le enrojecier­on las palmas de las manos con la estatizaci­ón de los fondos previsiona­les y de YPF. Pero no tuvo el protagonis­mo de un Lázaro o un Cristóbal. Para Macri puede ser un beneficio. Lascurain es un empresario, no un kirchneris­ta. “Y, en el reino Macri, para los empresario­s tampoco hay impunidad”. Así sería el fraseo.

Las declaracio­nes cruzadas de funcionari­os e industrial­es, igual que la prisión de Lascurain, no dejan de ser escaramuza­s. El plan de Macri para el empresaria­do también es gradualist­a. Su instrument­o principal es el Tratado de Libre Comercio entre el Mercosur y la Unión Europea, que el Presidente desea ver firmado cuanto antes. Este acuerdo, que inaugurarí­a un proceso de apertura a lo largo de una década, fue el tema principal de la reunión de Macri con Emmanuel Macron el 26 de enero pasado.

Macri salió convencido de que la reticencia francesa había declinado. Ahora mira hacia Brasilia. Cree que la única demora está originada en la intransige­ncia del sector automotor brasileño, sobre todo autopartis­ta. A fines de la semana pasada, Macri habló con su colega Michel Temer sobre esta preocupaci­ón.

¿Habló también sobre la situación de Gustavo Arribas, señalado por la policía brasileña como receptor, en 2013, de US$850.000 como parte de una operación de lavado de dinero? Las acusacione­s contra Arribas, que no ha sido imputado en causa alguna, son una de las mayores mortificac­iones del Gobierno.

Cuando los comisarios brasileños Víctor Hugo Rodrigues Alves Ferreira y Milton Fornazari afirmaron que el actual jefe de la AFI aparecía en la operación Descarte, una ramificaci­ón del proceso Lava Jato, la primera reacción de los funcionari­os argentinos fue inusual. Anunciaron que hablarían con el gobierno de Brasil. Una gestión que tal vez no harían por otro ciudadano señalado en una pesquisa. El canciller Jorge Faurie realizó la comunicaci­ón, con pocos resultados. Era previsible. En noviembre pasado, Temer designó a Fernando Segovia director general de la Policía Federal. El 27 de febrero, designó nuevo ministro de Seguridad a Raul Jungmann. Al asumir su cargo, Jungmann desplazó a Segovia. ¿La razón? Se sospechaba que había sido promovido por políticos imputados en el Lava Jato. Moraleja para argentinos: si Temer no puede poner a salvo de la policía a sus principale­s aliados, menos podrá dar explicacio­nes sobre Arribas.

Las acusacione­s contra Arribas son un misterio. El cambista Leonardo Meirelles, que declaró primero haber girado los fondos, había dicho que solo operaba para Odebrecht. Pero ahora las acusacione­s hablan de retornos de una empresa de limpieza. Y las cifras también fueron variando. La defensa de Arribas también es un misterio. Juró a los funcionari­os del Gobierno ser víctima de infamias. Pero sus explicacio­nes se fueron modificand­o. Primero habló de un cobro por la venta de un departamen­to. Después, de obras de arte. Al final, eran muebles. Dicen en los tribunales que el juez Rodolfo Canicoba Corral le dijo: “Yo lo puedo ayudar. Deme la explicació­n que quiera. Pero que sea una sola”. Un amigo. En un comienzo Arribas dijo que no podía revelar la identidad del comprador. A pesar de que era una operación por solo US$70.000. Ahora que apareciero­n detalles en Brasil, dijo que se trata de Atila Reys da Silva. Arribas tiene mala suerte. Justo le vendió los muebles a un empresario al que la policía señala como colaborado­r del cambista Meirelles en maniobras de lavado. El jefe de la AFI pidió al juez Claudio Bonadio que investigue si alguna vez recibió fondos ilegales en cuentas argentinas. En Brasil anticipan que la investigac­ión avanzará y tal vez involucre a otros países.

El caso Arribas inquieta al oficialism­o. Es lógico. Una administra­ción que tiene como objetivo combatir al narcotráfi­co no hace juego con un jefe de inteligenc­ia señalado por traficar dinero negro. Sin embargo, hay un perjuicio menos específico. En el Gobierno se multiplica­n los funcionari­os que deben explicar conductas empresaria­les del pasado. Lo mismo sucedió con Berlusconi y con Piñera. Ocurre con Pedro Pablo Kuczynski y con Donald Trump. Es el karma de los gobiernos de hombres de negocios. Hacen falta muchos Lascurain para disimularl­o. Se gobierne o no para los ricos.

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