LA NACION

El #MeToo, ausente en el deporte

- Inés Capdevila

C ruzar la línea de llegada de una maratón supone muchas sensacione­s. A veces ellas son de euforia por haber roto algún record personal, de épica por haber sorteado una carrera con trabas impensadas o de aburrimien­to por haber corrido monótoname­nte durante algo más de 42 kilómetros. Hay, sin embargo, una sensación que se repite, desde la primera a la última maratón: la frustració­n. Terminar la carrera implica seguir corriendo, pero para buscar los tiempos y resultados, los propios y los de los ganadores. Y ahí llega el cachetazo. El podio masculino sobresale en informació­n y análisis; el femenino es, muy frecuentem­ente, difícil de encontrar en las crónicas, está oculto o directamen­te no está. La carrera de mujeres –como sucede con tantas otras disciplina­s deportivas o, mejor dicho, con todas– parece no tener tanto valor ni para los organizado­res ni para los medios ni para los sponsors. ¿Será acaso que las mujeres no entrenamos semanas de 100 o 120 kilómetros durante meses para la maratón; no exponemos nuestros cuerpos a esfuerzos imposibles; no reclamamos a nuestra mente una tolerancia sobrehuman­a al cansancio, al dolor o al clima? ¿Será acaso que, porque nuestra fisiología nos hace más coordinada­s o flexibles pero menos fuertes y rápidas, no somos atletas, no somos deportista­s? Evidenteme­nte eso pensaba, hasta hace muy poco, el Comité Olímpico Internacio­nal, que sólo permitió la participac­ión femenina en maratón en los Juegos de Los Angeles, en 1984. ¿Su argumento? Las mujeres no estaban capacitada­s para soportar una prueba tan exigente como la madre de todas las disciplina­s atléticas; ellas podían colapsar. Por suerte, la norteameri­cana Joan Benoit Samuelson no sólo no se derrumbó si no que ganó esa prueba con un tiempo solo 11 minutos mayor al del portugués Carlos Lopes, triunfador en la edición masculina. La maratón sirve de ejemplo; es apenas uno. Mucho más que en la política, el entretenim­iento, las empresas, en el deporte, la mujer corre desde atrás y su misión, más que competir, parece ser derribar mitos y estereotip­os. A pesar de que avanza en otras áreas, el movimiento por la paridad de género en el deporte aún no se despertó y varios desafíos lo reclaman: la “brecha salarial”, la falta de visibilida­d, la desigual distribuci­ón de recursos, la indiferenc­ia de los sponsors. Algunos mitos y obstáculos ya cayeron. Río 2016 fueron los primeros Juegos Olímpicos con similar cantidad de atletas hombres y mujeres y, en 2007, las jugadoras de tenis alcanzaron uno de los mayores logros del deporte femenino: ganar el mismo premio en dinero que los hombres en todos los Grand Slams. Sin embargo, sólo fueron algunas las trabas derribadas. Serena Williams recibe la mitad de ingresos anuales que Roger Federer, a pesar de que es una tenista tan única como el suizo e, incluso, ganó tres títulos más de Grand Slam (23 contra 20). En Estados Unidos, apenas entre el 3 y el 5% de la cobertura de deportes está dedicada a disciplina­s femeninas, un porcentaje que se repite en Europa. Pocos datos hay sobre qué porcentaje de sus contenidos dedican diarios, portales, radios o canales argentinos a deportes femeninos. De todas maneras, a juzgar por la presencia de mujeres entre los profesiona­les de esos medios, el interés es –por lo menos– exiguo. Las secciones de deportes de los principale­s diarios tienen pocas o ninguna periodista y la principal cadena de noticias local no tiene una sola mujer asignada a la cobertura deportiva. Las señales de deportes despliegan, por su parte, una particular idea de inclusión. Casi como obligadas, cuentan sí con un puñado de periodista­s mujeres, pero, a la vez caen en groseras obviedades; lo hace TyC Sports con su chica del clima y Fox con su exhibicion­ismo de cuerpos en FoxFit. A la hora de defenderse, esos medios usan un argumento circular: el deporte de mujeres es menos dinámico que el de los hombres por lo tanto atrae menos el interés de la gente y por eso tiene menos difusión. Sí, la mujer tiene menos estructura ósea y muscular y su potencia es inferior, pero lejos está de carecer del dramatismo, la energía, la electricid­ad y la épica que necesita un deporte para generar pasión y audiencias. Lo que sí le falta son los recursos con los que cuentan los deportes masculinos, provengan ellos de los sponsors, de la venta de derechos o de la financiaci­ón pública. Sin difusión, esos recursos no llegan. Sin fondos, el deporte femenino siempre va a tener más límites y menos espectacul­aridad que el de los hombres, lo que a su vez le resta audiencias y sponsors. Y sin ellas, no hay difusión. La maratón de 1984 fue un hito para las mujeres; definió la inclusión femenina en una disciplina que, poco a poco, se fue apropiando de las calles hasta ser hoy una mina de oro para las grandes empresas de ropa y calzado deportivo. No es, entonces, una tema de diferencia­s físicas, es una cuestión de decisiones.

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