Una defensa de la dificultad
El escritor César Aira hizo hace unos años una observación que era cierta entonces y cuya validez resultó al final tanto retroactiva como anticipatoria. Aira decía –cito de memoria– que si uno quiere escuchar a Bach tiene que ir a buscarlo, mientras que, en cambio, si queremos escuchar a Ricky Martin (hoy diríamos Luis Fonsi) no hace falta porque está en el supermercado, la sala de espera del dentista, incluso en plena calle, con esos autos de ventanillas bajas y volumen alto. La conclusión de Aira era que en esta etapa de nuestra civilización, todo tiende a volverse obligatorio (como Ricky Martin, como Luis Fonsi) y que la “alta cultura” (el propio Aira usa esas palabras que ahora quedan mal y que se volvieron además históricamente problemáticas) es un refugio de “lo deliberado”, es decir, de aquello que uno decide ir a buscar en lugar de que venga a uno.
Hay más. Ese tipo de cultura, que Aira concentra significativamente en el nombre propio “Bach”, ofrece una dificultad que no existe en la otra. Esa dificultad es la prueba de su fortaleza. Mantengamos por el momento el mismo ejemplo. La
Misa en si menor de Bach demanda un tremendo esfuerzo intelectual y espiritual, cierto, pero la recompensa, después de semejante ascensión artística, es incalculable, y a la vez indefinida, porque Bach como Proust siempre se guardan un secreto más, y nos esperan hasta que estemos a la altura de descubrirlo. Algunos hablarán de elitismo. Puede ser, pero como me dijo una vez otro escritor argentino, es el elitismo más democrático que existe: todos somos iguales frente a Bach y todos podemos ascender a él.
Con todo, las cosas no son tan sencillas y a veces los ámbitos de Ricky Martin y Bach tienden a confundirse. Cuando eso ocurre, sobreviene el kitsch. Las formulaciones sobre el kitsch empezaron en Alemania y Austria en los años 20. Uno de los primeros libros que se ocupó de ese fenómeno fue el del crítico Fritz Karpfen. Lo publicó en 1925 y le puso como subtítulo Un estudio sobre la degeneración del arte. Faltaba mucho para que los nazis usaran la palabra “degeneración” para condenar en bloque el arte moderno e instalar, desde luego, un arte de signo kitsch: nada hubo más kitsch que la mitología del nazismo. Como sea, el estudio de Karpfen, que se remonta a la antigüedad, no perdió un punto de actualidad. Su definición: “Kitsch es: la palabrería en el arte, la mentira”. Diez años más tarde, Hans Reimann publicó otro estudio decisivo para la comprensión de este fenómeno. Allí vemos un inodoro con ornamentación rococó. Pero fue sin duda el novelista Hermann Broch el que dejó las consideraciones más sólidas acerca del kitsch: “La introducción del mal en el sistema de valores del arte”. Más todavía: “La esencia del kitsch impone al artista la obligación de realizar no un ‘buen trabajo’, sino un ‘trabajo agradable’: lo que más importa es el efecto”. Podríamos resumirlo así: el arte de Bach –sigamos con el caso– es una causa de efecto misterioso; el kitsch, un efecto sin causa, nada más.
A veces no son kitsch los objetos mismos, sino las relaciones entre ellos, como una corbata verde en un traje azul, según la ilustrativa comparación que hizo Umberto Eco en su canónico Apocalípticos e integrados. Otro: ni el dúo pop Pet Shop Boys ni la Royal Opera House de Londres son kitsch, pero su combinación (la actuación del primero en la segunda) sí lo es. A veces es cuestión de deslegitimación cronológica: por caso, una marina al estilo Turner pintada ayer a la mañana. Existe también la tercera posición –cercana al cinismo–, la de quien se burla de objetos (canciones, videoclips) ridículos y, al mismo tiempo, disfruta con ellos porque sabe que son ridículos.
Lo dicho: lo bello, cuando es honestamente bello, es difícil. La renuncia a esa belleza implica la abdicación a un pasado. La adhesión a esa belleza, en cambio, la renuncia a la impostura, o lo que es lo mismo: la afirmación de una variedad de la verdad.
Es un elitismo democrático: todos somos iguales frente a Bach y podemos ascender a él