LA NACION

Jaqueline Monzón. “Tengo fe de vida, porque para Dios nada es imposible”

- Darío Palavecino

D os meses cumplirá hoy de permanenci­a ininterrum­pida en esta ciudad. Y en la Base Naval, donde pasa día y noche. Solo se va para ver a sus sobrinos y darse una ducha. Pero enseguida vuelve. Porque ahí está su reclamo, donde aguarda explicacio­nes y donde también espera a su hermano, Ariel Monzón, porque ella no se resigna. “Tengo fe de vida posible, creo que para Dios nada es imposible y con todas las cosas que están saliendo a la luz, la última palabra solo la tiene él”, afirma Jaqueline Monzón a la nacion.

En la Capital Federal dejó esposo, una hija de 13 años y una perra. También perdió su trabajo y suspendió sus estudios de peluquería. Todo para seguir de cerca y compartir con otros familiares de la tripulació­n esa presencia activa y permanente en la unidad militar que fue el punto de partida original del submarino ARA San Juan, al que abordó el suboficial Monzón con funciones en el área de comunicaci­ones. Padre de dos hijos de 8 y 2 años, era el último viaje que tenía asignado antes de pasar a funciones administra­tivas.

“Rechazamos cualquier homenaje a los tripulante­s porque el día que autorizamo­s eso se corta la búsqueda del submarino, que igual ya se va recortando de a poco”, asegura sobre un operativo que ayer solo tenía un buque y por un rato, ya que debió acudir a otra emergencia.

Jaqueline ha sido desde el inicio una de las más enfáticas a la hora de exigir un mayor esfuerzo en el rastrillaj­e. Siempre estuvo convencida de que su hermano y demás tripulante­s del ARA San Juan podían estar con vida. “No voy a ser necia si pasa un año y no hay novedades, pero mientras no haya algo certero y yo lo siga sintiendo, voy a seguir acá, luchando para que los encuentren”, insiste Jaqueline. La posibilida­d de sobrevida de los 44 tripulante­s ha tomado distintas formas ante el paso de los días.

Reconoce que aquel 23 de noviembre, cuando se comunicó la explosión que las autoridade­s refieren como final trágico del submarino, fue un golpe anímico brutal. Volvió a Buenos Aires y lloró. Recuerda que se arrodilló, rezó y pidió a Dios una señal. Esa misma noche soñó que Ariel volvía a puerto, sano y salvo. Entonces armó valijas, pasó por Luján y se vino a Mar del Plata “hasta las últimas consecuenc­ias”.

“Todos los indicios muestran que están escondiend­o algo, que fueron a hacer algo distinto del ejercicio”, dice sobre la sospecha que tienen ante las contradicc­iones que le atribuye a las autoridade­s navales.

Hoy, cuatro meses después de la última comunicaci­ón, asegura que mantiene su postura. El ánimo sube y baja, pero resalta que más allá de los partes, tiene un único foco: ver a su hermano.

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