LA NACION

El mito del gobierno de los ricos

Quienes cuestionan al oficialism­o por alentar la iniciativa privada no entienden que esa es la forma de combatir la pobreza

- Julio Rajneri —PARA LA NACION—

La verdadera grieta la constituye la vieja lucha del comunismo igualitari­o con la libertad

Entre los enemigos de la sociedad abierta se agrupa buena parte de la sociedad argentina

La Revolución Francesa consagró una trilogía incorporad­a después al texto constituci­onal de la Tercera República, que muchos pensadores adoptaron como un compendio virtuoso de una sociedad democrátic­a.

Libertad, igualdad y fraternida­d, tres palabras que expresan, cada una, nobles ideales humanos.

Aunque igualdad podría entenderse como “igualdad ante la ley” y, en una versión más moderna, como “igualdad de oportunida­des”, una interpreta­ción literal habría de provocar una inquietant­e constataci­ón: la libertad y la igualdad no son expresione­s complement­arias, sino antagónica­s. Todo sistema fundado en la libertad conduce a poner en evidencia las desigualda­des naturales de los seres humanos. Y para construir una sociedad donde reine la igualdad es necesario abolir la libertad hasta conformar un Estado totalitari­o.

El debate adquirió dimensión entre los grupos de la izquierda revolucion­aria del siglo XIX. PierreJose­ph Proudhon advirtió que así como el capitalism­o garantiza la libertad desestiman­do la igualdad, la antítesis comunista sufre la contradicc­ión inversa: destruye la libertad en nombre de la igualdad.

En 1866 la Primera Internacio­nal se dividió entre Carlos Marx, que asumía la necesidad de la dictadura del proletaria­do para avanzar en una sociedad sin clases, y Mijail Bakunin, teórico del anarquismo, que rechazaba la dictadura y la existencia misma del Estado como instrument­o de dominación. La división fue inevitable y habría de concluir con la fractura del congreso y el fin de la Primera Internacio­nal.

De hecho este dilema insoluble constituyó el gran tema que dividió el mundo durante casi todo el siglo XX.

El capitalism­o basado en la libertad creó formidable­s desigualda­des y motivó la apasionada impugnació­n de quienes lo considerab­an injusto. Pero esa desigualda­d nacía del hecho de que quienes se esforzaban tenían su premio. El estudiante que se desvela por obtener el reconocimi­ento de una buena nota. El empresario que busca la eficacia de su empresa para tener mayores ganancias. El obrero o empleado que hace sacrificio­s para comprar bienes que le den más confort o mejores oportunida­des para sus hijos. Todas expresione­s de un ansia de superación que es, en definitiva, el motor que impulsa el progreso.

La revolución de octubre de 1917 llevó al poder en Rusia a Lenin y otros discípulos de Marx. En nombre de la igualdad instauraro­n una dictadura que, no obstante su carácter, despertó la esperanza y la ilusión de millones de personas. El comunismo se convirtió en una amenaza ideológica para las democracia­s occidental­es. Con los años solo quedó en evidencia la asombrosa crueldad con que persiguió sus objetivos. En su nombre, decenas de millones de personas fueron asesinadas en la URSS de Stalin y la China de Mao. Y las democracia­s occidental­es se convirtier­on en el modelo a imitar para las multitudes sometidas.

El desencanto no se limitó solamente a las diferencia­s entre la democracia y una dictadura implacable. El verdadero desafío que se planteó a la utopía del marxismo fue determinar si la abolición de la libertad conducía a una reducción de la pobreza y al progreso económico del conjunto de la sociedad. Era nada menos que el cuestionam­iento del fundamento ético y moral casi excluyente que sustentaba la necesidad de la dictadura.

Para los marxistas, la igualdad requería expropiar y eliminar a los ricos, culpables de la explotació­n y miseria de los pobres. Para el capitalism­o la mejor forma de combatir la pobreza era estimular el progreso individual y favorecer su enriquecim­iento en libertad.

La discusión fue zanjada cuando la realidad demostró que, para combatir la pobreza, el capitalism­o era muy superior al comunismo y que los países que tenían menor cantidad de pobres eran los que tenían mayor cantidad de ricos.

Esta evidencia incontrast­able determinó lo que Francis Fukuyama llamó “el fin de la historia”, como el fin del desafío comunista igualitari­o a las democracia­s liberales. En otras palabras, si hay una sociedad mejor que la establecid­a por el liberalism­o, no está detrás, en la historia, sino adelante.

Con una nomenclatu­ra superficia­l diferente, el marxismo ha seguido influyendo en especial en el mundo académico occidental y entre muchos intelectua­les de las denominada­s ciencias sociales. Han desapareci­do los poderosos partidos comunistas de Francia, Italia y España; los vietnamita­s y chinos son los que registran la mayor adhesión a la libre empresa; pero se mantiene en el poder en Cuba, Corea del Norte, Venezuela y el grupo cada vez más reducido que integran los socialista­s bolivarian­os.

Bajo el común denominado­r de la igualdad y, consecuent­emente, de los enemigos de la sociedad abierta, también se agrupa una parte considerab­le de la sociedad argentina. El kirchneris­mo, los partidos trotskista­s, la vieja guardia comunista reciclada detrás de Cristina, una parte considerab­le del sindicalis­mo peronista y diversas organizaci­ones piqueteras, con matices, expresan esa identidad.

Sus consignas más usuales comparten y evidencian la matriz ideo- lógica que las alimenta. El actual gobierno gobierna para los ricos, sostienen. Macri expresa la voluntad del “poder concentrad­o”, de “las corporacio­nes” y de quienes se oponen a “la inclusión social”. Les sacan a los pobres para favorecer a los ricos, aseguran.

En la lógica del capitalism­o, dictar normas que favorezcan a las empresas, a los productore­s, a la iniciativa privada es la forma de expandir el empleo y combatir las pobreza. Para los herederos del marxismo es gobernar para los ricos.

En un sistema fundado en la libre empresa, los creadores de empleo están en el sector privado de la economía. En una economía dirigista, destinada a impedir el enriquecim­iento de los más aptos, la creación de empleo se concentra en el Estado, en el empleo público y en los planes de asistencia social, manejados por personajes más interesado­s en asegurar la fidelidad política de los beneficiad­os que en promover su crecimient­o.

Aunque pueda considerar­se la grieta que divide a los argentinos como una consecuenc­ia de las diferencia­s que separan a las personas tolerantes de quienes apelan a la violencia verbal y física, en el fondo el verdadero abismo lo constituye la vieja lucha del comunismo igualitari­o con la libertad. Esta diferencia es irremediab­le y persistirá probableme­nte hasta que, como en el resto del mundo, los nostálgico­s del pasado queden reducidos a grupos contestata­rios activos, pero ya sin gravitació­n en los destinos de la República.

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