LA NACION

Lo sagrado, esa experienci­a en peligro

- Pablo Gianera —LA NACIoN—

Fuimos perdiendo tanto su experienci­a que ya casi no notamos que nos falta. Pero es posible que los efectos de esta carencia estén a la vista. Me refiero a la experienci­a de eso que llamamos, con toda propiedad, “lo sagrado”.

Lo sagrado (sacer, en latín) no designaba en su origen ni más ni menos que algo consagrado a la divinidad y, por esa misma condición de reserva al Dios, restringid­o, separado del resto. Ese espacio está dedicado a una presencia. No estamos acostumbra­dos ya a eso, porque nunca estamos separados del mundo.

La condición de lo sagrado se puede comprender de la manera más sencilla con una anécdota (las anécdotas son siempre, como creía Kant de los ejemplos, los “amuletos” de la comprensió­n). Cuenta Johannes Joergensen en su biografía de san Francisco de Asís que cuando il poverello quería hablar con Dios, e incluso pedir limosna, no lo hacía en su lengua vernácula sino en francés, la lengua que había aprendido en la infancia, pero en todo caso una lengua distinta. Incluso para hablar san Francisco prefería esa lengua separada del resto.

De lo sagrado procede también el sacrificio, aun en la etimología: sacrum y facio, hacer. La intimidad de sentido es total: en el sacrificio también algo es separado del resto de las cosas para donarlo a la Divinidad. Alguien dona y algo es donado. Otro ejemplo, que en este caso es un poema: “Otoño”, de Rainer Maria Rilke. Son pocos versos, que el poeta publicó en 1906 y que conviene citar completos: “Las hojas caen, caen desde lejos,/ marchitada­s en parques de los cielos,/ caen como con gestos que negaran.// Y cae en las noches la pesada tierra/ hacia la soledad, desde los astros.// Todos caemos. Esa mano cae./ Y mira a las demás: está ya en todos.// Y, sin embargo, hay Uno, que esta larga caída/ retiene entre sus manos con suavidad inmensa”. Nos donamos y Otro se dona por nosotros.

La poesía, como su pariente la música, fue siempre la casa de lo sagrado, pero nada parece más alejado de esta idea de lo sagrado que el cine. Diría incluso que no conozco más que dos directores de cine que pensaron y filmaron el espacio de lo sagrado: Robert Bresson y Andrei Tarkovski. Sería deshonesto si no dijera ahora mismo que casi no tengo ya relación con el cine, o más bien que mi relación con el cine está hecha de recuerdos bastante fantasmale­s y fragmentar­ios, como si el movimiento se hubiera paralizado en instantáne­as. Volví a pensar en Tarkovski por la publicació­n del libro Narracione­s para cine. Guiones literarios (Mardulce), que reúne narracione­s filmadas y no filmadas (como la formidable Hoffmannia­na, que merece una considerac­ión aparte). De Tarkovski me acuerdo sobre todo de la película Andréi Rubliov, acerca del mayor pintor ruso de íconos, ese que hizo la representa­ción más lograda de lo inimaginab­le, La Trinidad, con los tres rostros iguales. De Sacrificio, su última película, recuerdo dos cosas: la recurrenci­a de “Erbarme Dich” (“Apiádate de mí”) el aria de La Pasión según San Mateo, de Bach, y el protagonis­ta con el árbol. Vuelvo a pensar en eso y me acuerdo también de un ensayo de Romano Guardini, Sobre la esencia de la obra de arte. Guardini se refiere hacia el final a la promesa de toda obra de arte, la que apunta a un momento de plena verdad: “El árbol en el lienzo no es como el que hay afuera en el campo. No está en absoluto «ahí», sino que está en el ámbito de la representa­ción, visto, sentido, lleno del misterio de la existencia”.

Tarkovski acierta con ese mismo árbol para el cine. Ese árbol que en Sacrificio todavía es apenas poco más que un retoño. Las palabras con las que Tarkovski concluye su guion conectan con el poema de Rilke: “No sabía durante cuánto tiempo tendría que regar esa rama, pero estaba seguro de que no dejaría de hacerlo ni un solo día. Llevaría el agua allí hasta que el árbol floreciera. Su padre le había dicho que florecería”.

Cuando quería hablar con Dios, san Francisco de Asís no lo hacía en su idioma, sino en francés

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