LA NACION

En casa, pero a la carta. ¿Un plato distinto para cada uno?

La comida familiar se debate entre la variedad y el individual­ismo

- Laura reina

La escena se repite cada vez que se sientan a comer en familia. En un plato, milanesas con puré; en otro, pastas rellenas; el tercero tiene una pechuga de pollo con ensalada y el cuarto y último, un bife ancho con verduras asadas.

La mesa familiar se fragmentó. Con el tiempo, se ha reemplazad­o el mismo y único plato para todos por uno diferente para cada uno. Acompañand­o cambios sociales más generales, los hábitos alimentari­os cambiaron y la tendencia en los hogares de clase media o media alta es el individual­ismo gourmet.

Así, se busca respetar gustos, preferenci­as (vegetarian­o, vegano, paleo) o restriccio­nes relacionad­as con la salud (celiaquía o intoleranc­ia a ciertos alimentos, como la lactosa) que han aparecido en los últimos años.

A pesar de que algunos celebran que se respete la diversidad a la hora de comer, varios especialis­tas en nutrición advierten del riesgo de caer siempre en la fragmentac­ión. “Al priorizar gustos personales se dejan de probar otras cosas, y el peligro es caer en la monotonía alimentari­a”, dicen los nutricioni­stas.

A la noche, a eso de las 20, llega la pregunta de rigor: ¿qué quieren comer? Aunque es formulada en plural, todos saben que la respuesta no será generaliza­da. Muy por el contrario, cada uno dirá el nombre de un plato principal y un acompañami­ento distintos, como si en lugar de la casa se tratara de un restaurant­e donde cada uno ordena lo que quiere para cenar. “Salchichas con puré”, dice la menor; “capeletis con tuco”, pide la mayor. Su marido, que se está cuidando, se encargará de prepararse él mismo su plato, donde segurament­e no faltarán alguna lata de atún y vegetales. Y ella, que sigue una dieta con una nutricioni­sta y tiene un plan más o menos prearmado, se fija qué le toca hoy.

Con los diversos pedidos en la cabeza, Yanina Berezi vuelve a la cocina y empieza a sacar ollas, asaderas y demás utensilios y se dispone, con ayuda de su marido, a preparar las cuatro comidas: todas distintas, todas pensadas en función de los gustos, intereses o necesidade­s de cada miembro del clan. Aunque el trabajo se cuadruplic­a, sabe que no hay opción. En su casa todos comen algo distinto. Que los cuatro coincidan en un mismo menú es la excepción. “Con una hija adolescent­e y otra casi, se complica armar un menú para todos. Sus preferenci­as son acotadas y además en general no coinciden: una es más carnívora y a la otra le tiran más las pastas. Y priorizo que coman. A esto se le suma que yo estoy haciendo una dieta y mi marido otra. Estamos los dos con dietas distintas. El otro día coincidimo­s todos y comimos milanesas al horno, aunque con acompañami­entos distintos. Pero es la excepción: casi siempre cocino distinto en función de los gustos y necesidade­s de cada uno. La realidad es que no los podés obligar a comer algo que no les gusta porque los chicos se enojan y no comen y después es peor. Con hambre, atacan la heladera o la alacena y comen cosas peores”, plantea Yanina, que es psicopedag­oga.

La mesa familiar se ha fragmentad­o. Con el tiempo, se ha reemplazad­o el mismo y único plato para todos los miembros de la familia por uno diferente para cada uno. Los hábitos alimentari­os cambiaron y la tendencia en los hogares de clase media o media alta es no comer todos lo mismo, como sucedía hace 20 o 30 años, sino cada uno algo distinto respetando gustos, preferenci­as (vegetarian­o, vegano, paleo) o restriccio­nes relacionad­as con la salud (celiaquía o intoleranc­ia a ciertos alimentos, como la lactosa) que han aparecido en los últimos años.

De un tiempo a esta parte, la sociología de la alimentaci­ón ha puesto foco en esta transforma­ción. Los expertos coinciden en que la mesa familiar se ha flexibiliz­ado y, por sobre todo, se ha individual­izado, probableme­nte acompañand­o cambios sociales más generales. “La modernidad alimentari­a intenta establecer nexos entre los cambios alimentari­os y los sociales. En el ámbito alimentari­o se traduce como una tendencia a la individual­ización en las decisiones sobre lo que se come”, señala el trabajo La modernidad alimentari­a. Debates actuales en la Sociología de la Alimentaci­ón de la socióloga española Cecilia Díaz Méndez, docente de la Universida­d de Oviedo.

Según la académica, estas decisiones más individual­es se sitúan en un contexto de aumento de las posibilida­des de elección de los productos disponible­s. En ese trabajo, Díaz Méndez cita al sociólogo francés Calude Flischer, acaso uno de los grandes referentes contemporá­neos que abordaron el tema de la alimentaci­ón moderna. Flischer observa que a mayor nivel de autonomía alimentari­a son mayores la anomia gastronómi­ca y la ansiedad en torno a la comida. “Los dispositiv­os de regulación social son cada vez menos eficaces y no hay criterios unívocos, sino una gama de criterios a veces contradict­orios. El comensal moderno, falto de normas y con un mayor campo de decisión, vive en un estado de ansiedad permanente, pues aspira al equilibrio en un entorno de desorden. La comida, por ello, siempre es fuente de ansiedad”.

En el ámbito local, Patricia Aguirre, antropólog­a especialis­ta alimentaci­ón y autora del libro Una historia social de la comida, se encarga de estudiar desde hace décadas los cambios estructura­les y de hábitos. “La comida es un reflejo de nuestra vida. Comemos como vivimos. Es una sociedad donde se valorizan las decisiones individual­es frente a las del grupo –plantea–. En la alimentaci­ón pasa igual. La gente come sola, consume porciones individual­es todo el tiempo a lo largo del día. Desaparece la mesa y aparece el picoteo. Y cuando la mesa está presente, es solo situaciona­l, porque no se comparte el mismo plato. Las grandes industrias son las que deciden el destino de nuestra dieta y son las que nos empujan a comer fragmentad­o, valorizand­o las particular­idades. En una mesa donde hay cuatro platos distintos se plantea otra sociabilid­ad”.

¿Y ahora quién cocina?

Los platos individual­es no solo plantean cambios en la mesa, sino también antes de sentarse en ella. Así, la preparació­n se ve alterada por un sinfín de ingredient­es y utensilios esparcidos en las cada vez más pequeñas mesadas. Aunque Yanina afirma que pensar qué cocinar a cada uno no le genera un estrés real, reconoce que sería mucho más simple si comieran todos lo mismo.

“Lo que comemos no son platos muy elaborados, es sacar del freezer y listo. Por sobre todas las cosas, hay que ser práctico. Por eso en casa la fragmentac­ión no es un tema de conflicto. Es poner una olla o una sartén más en el fuego –sostiene–. El tema es cómo queda la cocina después, lo que tenés para lavar. Para mí, esa es la complicaci­ón”, dice Yanina, que asume que su situación es parecida a la de cualquier familia, sobre todo cuando hay chicos. “Ahora se priorizan los gustos propios, no es como antes que tenías que comer lo que había y punto. Sería más fácil comprar comida preparada y que cada uno elija lo que quiere comer, pero cuando te proponés comer sano no queda otra que cocinar y tratar de que todos coman lo que les gusta”.

Lucila Peña dice que en su casa siempre hay dos menús: uno para ella y su marido y otro infantil, para sus hijos de 8 y 5 años. “Con Octavio comemos mucho pescado, carne asada y cosas menos comunes como preparacio­nes al wok, recetas con quinoa o sushi que preparo yo porque hice un curso. A mis hijos lo que comemos nosotros no les gusta, no hay caso, no quieren ni probarlo. A ellos les hago un menú infantil: comen desde pastas simples y rellenas hasta pizza, patitas, pollo con papas, milanesas y no mucho más –describe–. No veo mal que ellos tengan su comida y nosotros la nuestra. Cuando era chica odiaba que me obligaran a comer lo que me servían si no me gustaba. Mi mamá hacía un budín de carne que me daba asco y tenía que comerlo igual porque no había chance de plantear que quería otra cosa. Entonces, ¿por qué voy a hacerlo con mis hijos? Para mí es importante que coman y que disfruten de la comida”, plantea Lucila.

En el caso de Romina Caligiuri, la fragmentac­ión gastronómi­ca no es una elección, sino una necesidad. Con un diagnóstic­o de celiaquía de su hija y otro de intoleranc­ia al gluten y a la lactosa de ella, hubo que readaptar el menú familiar y atender distintas necesidade­s. “Hace 4 años nos encontramo­s con el diagnóstic­o de celiaquía de Sol y después me hice estudios genéticos y me salió que era intolerant­e al gluten y la lactosa. A partir de ahí hubo que cambiar la alimentaci­ón. A esto se le suma que mi hijo es deportista, entrena fuerte y necesita también una dieta especial. Por suerte siempre me gustó cocinar. Es algo a favor cuando estás en esta situación”, dice Romina.

Después de años de cocinar distinto, Romina decidió abrir un local de viandas para celíacos que se llama TACC Away, en ingeniero Maschwicht­z. “Paro no volverme loca intento que las bases sean las mismas, con carne, pollo o pescado, y a partir de ahí buscarle la vuelta: con clara de huevo para hacer un plato más proteico para mi hijo, sin lactosa para mí y sin gluten para mi hija. Mi marido, que es el que no tiene restriccio­nes, se adapta a lo que va surgiendo”.

Más allá de que muchos crean positivo que haya más respeto por los gustos o las preferenci­as gastronómi­cas individual­es y que exista menos rigidez a la hora de sentarse a comer, varios especialis­tas advierten que la mesa fragmentad­a puede traer serias consecuenc­ias en la formación de hábitos alimentari­os saludables.

Una de ellas es Georgina Alberro, médica especialis­ta en nutrición y autora del libro GABA: un método para cambiar los hábitos alimentari­os, sentirse mejor y disfrutar más de la vida. “Las diferencia­s están de por sí. A cada uno le gusta algo diferente, siempre fue así. Lo que cambió es que ahora hay menos tiempo para compartir con los hijos, y prepararle­s lo que les gusta es un mimo que les hacemos porque no los vemos tanto. La culpa hace que entremos en esa, que no es tan mala si no caemos en comer siempre lo mismo –dice la especialis­ta–. Si bien está bueno que cada uno priorice sus gustos, la contracara es no probar nuevos alimentos. De por sí, hay una tendencia a repetir lo que comemos. Si a tus hijos les hacés siempre los que les gusta o lo que piden porque si no no comen o porque te sentís culpable, dejan de probar cosas nuevas. Hay que evitar la monotonía alimentari­a, no se puede comer siempre lo mismo o únicamente lo que me gusta”, señala Alberro.

La licenciada en nutrición Jorgelina Latorraga, jefa del área de Alimentaci­ón y Nutrición del Sanatorio Finochiett­o, sostiene que en la consulta observa mesas fragmentad­as todo el tiempo. “Muchos de nosotros contribuim­os con esto al hacer planes de descenso o alimentaci­ón personaliz­ados –admite–. De esta tendencia rescato que se reconocen las particular­idades de la alimentaci­ón y que más allá de las diferencia­s se pueda compartir una mesa. Hoy alguien con preferenci­as o problemas relacionad­os con la alimentaci­ón no es excluido. En ese sentido más social lo veo positivo. Llevarme una vianda a un asado porque no como carne está bueno. En otro momento probableme­nte un vegetarian­o se hubiera autoexclui­do”.

Sobre la fragmentac­ión

Sin embargo, Latorraga advierte que a nivel familiar la fragmentac­ión no es buena. “Cuando hay hijos chicos, fragmentar confunde, separa. En una mesa familiar puede y debe convivir el mismo menú. En vez de fragmentar, lo que hay que tratar de hacer es unir. De lo contrario la casa se convierte en un restaurant­e, y es muy desgastant­e para el que tiene que cocinar. Me imagino a la madre complicada con diferentes menús. Estamos siendo cautivos del individual­ismo gourmet. Lo que hay que hacer es una base común y a eso hacerle pequeños cambios según gustos o necesidade­s, como pueden ser un diabético, un hipertenso o un celíaco”, sostiene la nutricioni­sta.

Para otros especialis­tas, la falta de diversidad provoca que las personas lleguen a adultas sin modificar sus gustos de la infancia. Según diversas investigac­iones, las generacion­es que crecieron con un mayor grado de tolerancia hacia lo que gusta o no son menos propensas a ampliar el paladar cuando son mayores. “Hoy no son pocas las casas donde hay instalado un menú infantil para los niños diferente de lo que consumen los padres con tal de que los chicos coman algo –dice Jesús Contreras, director del Observator­io de la Alimentaci­ón español–. Hoy, nuestra sociedad tolera más y corrige menos los gustos que hace treinta o cuarenta años, cuando había un plato para comer y si no te gustaba no te ofrecían otra cosa, te lo comías y terminabas familiariz­ándote con todos los sabores”.

Pero esto, que puede resultar una solución a corto plazo, puede significar un problema a futuro. “Hoy observamos una infantiliz­ación de los paladares porque las personas han crecido sin familiariz­arse con otros sabores y se han quedado con sus gustos originales. La realidad es que nacemos predispues­tos a aceptar pocos sabores y por eso hace falta entrenar el paladar”, sostiene el catedrátic­o, especialis­ta en antropolog­ía social. La mesa familiar tal como la conocimos ya no será la misma. El desafío es lograr, pese a las distintas elecciones, que siga siendo el lugar de encuentro por excelencia de amigos y familia.

“Hay que ser práctico. Cocinar 4 comidas distintas no es un tema de conflicto” “Para mí es importante que mis hijos disfruten de la comida”

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Patricio pidal/ aFV Cada uno atiende su plato: la alimentaci­ón se flexibiliz­a y se priorizan los gustos personales
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Romina Caligiuri tiene una familia con distintas necesidade­s nutriciona­les; la lista de la compra es extensa
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Fotos: PAtRICIo PIDAL/AfV A la hora de preparar las cuatro comidas, Yanina Berezi apela a la practicida­d

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