LA NACION

Desterrand­o mitos sobre los programas sociales

- Eduardo Fidanza

Todo conflicto excluyente, como la grieta, está basado en prejuicios. Se refuta al otro por su pertenenci­a política, no por los argumentos que esgrime. Es más cómodo despreciar que discutir ideas. La herramient­a para hacerlo es un tipo de afirmación sin pruebas, que se emplea para estigmatiz­ar a un sector social o político determinad­o. Esto es, en pocas palabras, el prejuicio. Todos lo saben y tantos lo practican. Entre los prejuicios escogidos de nuestra cultura existen algunos caracterís­ticos, que aluden a las personas de menores recursos. Uno afirma, desde tiempos inmemorial­es: “Los pobres no quieren trabajar”. En los últimos años, esta boutade tuvo una derivación, presuntame­nte fundamenta­da, que sostienen encumbrado­s opinadores: “Los planes sociales destruyen la cultura del trabajo”. Es decir: los pobres reciben el dinero de la ayuda y dejan de trabajar. Hacen la fácil. E inculcan esa conducta a sus hijos, que la repetirán. Chau “sudor de tu frente”, adiós contracció­n al trabajo y al sacrificio. A esa conclusión dolida, los más hiperbólic­os suelen agregarle: “Esto es el populismo”.

Abordajes científico­s recientes rebaten, sin embargo, esta opinión. Al menos en el caso de la Asignación Universal por Hijo (AUH). Agencias especializ­adas e investigad­ores irreprocha­bles presentaro­n hace pocos días un volumen que contiene los resultados de una amplia investigac­ión interdisci­plinaria titulada “Análisis y propuestas de mejoras para ampliar la Asignación Universal por Hijo”. Con el apoyo de Unicef, fue implementa­da por el Ministerio de Desarrollo Social, la Anses y el Consejo Nacional de Coordinaci­ón de Políticas Sociales. Participar­on en su elaboració­n investigad­ores de la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA-Conicet y del Centro de Estudios Distributi­vos, Laborales y Sociales de la Universida­d de La Plata (Cedlas), coordinado­s por el experiment­ado economista Oscar Cetrángolo. En el prólogo, la ministra Stanley y el titular de la Anses coinciden en señalar la centralida­d de este programa para favorecer la inclusión de los niños y adolescent­es de sectores vulnerable­s. La intención es mejorarlo y ampliarlo para que cumpla mejor su finalidad. Se parte del reconocimi­ento de la relevancia del aporte, pero a la vez de su insuficien­cia.

Como suele ocurrir en los trabajos científico­s, que están fuera de la lógica de los grandes medios y las redes, los hallazgos acerca de la AUH son complejos y matizados. No resisten un tuit ni un zócalo de la televisión. A grandes rasgos, las conclusion­es enfatizan lo siguiente: 1) la AUH posee un impacto social significat­ivo, pero no es determinan­te para eliminar la pobreza, la indigencia ni la desigualda­d; 2) la prestación logra una mejora considerab­le en la tasa de asistencia de los varones a la escuela secundaria, pero no de las mujeres, aunque refuerza la trayectori­a educativa de las jóvenes que ya cursan ese ciclo; 3) la AUH no aumenta la frecuencia de consultas médicas, pero favorece la obtención gratuita de medicament­os; 4) las dificultad­es de acceso a las institucio­nes y a la informació­n sobre el programa resultan un punto crítico para lograr mayor cobertura, y 5) no existen evidencias concluyent­es de que la ayuda desincenti­ve la búsqueda de trabajo.

Acerca del vínculo entre la AUH y el mercado laboral, la investigad­ora Roxana Maurizio, que participó en el estudio, hace interesant­es precisione­s en una nota publicada esta semana en el blog Alquimias Económicas. Afirma Maurizio: “Teniendo en cuenta los resultados obtenidos no es posible concluir que el programa haya generado desincenti­vos significat­ivos al trabajo entre los adultos miembros de los hogares beneficiad­os. Estos resultados son coherentes con gran parte de la evidencia empírica sobre programas de transferen­cias similares en otros países de la región. En particular, un reciente estudio realizado por investigad­ores del MIT para seis países en desarrollo concluye sobre la falta de evidencia sistemátic­a que confirme la existencia de efectos de desincenti­vo al trabajo de este tipo de programas”. En lenguaje llano: no hay pruebas de que los programas sociales generen vagos. Y lo confirma uno de los institutos de investigac­ión más prestigios­os del mundo.

Con la inspiració­n de Francis Bacon, la ciencia sigue alumbrando paradojas y desterrand­o mitos. Pero no solo los de la asistencia social, sino también ciertos estereotip­os de la política. La AUH es un programa concebido por Carrió, aplicado por Cristina y ampliado por Macri. El gobierno actual, sospechado de pertenecer a los ricos, invierte mucho en los pobres. Y dialoga con los movimiento­s sociales que los representa­n, en mesas tensas, pero de gente sensata. Más allá de la agresivida­d de los discursos del país intratable, argentinos de distintas extraccion­es tienden puentes y procuran darle continuida­d a la política social, en una nación donde uno de cada tres habitantes es pobre.

A no perder las esperanzas. Parece que hay vida después de la grieta y sus prejuicios.

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