LA NACION

¿Adónde queda el progresism­o?

- Por Héctor M. Guyot

Macri es malo. Tiene que ser malo. Y si se le escapa un gesto que apunta al “bien”, es entonces más malo que nunca, porque sin duda esconde en ese acto las intencione­s más perversas. No va a ser fácil salir de la grieta. Ahora que el Gobierno parece decidido a bajar su tendencia a medirse con la administra­ción kirchneris­ta cada vez que está en apuros, confirmamo­s que hay otros que tienen una necesidad mayor de fomentar las diferencia­s y las divisiones. No sorprende: es hacer desde el llano lo que antes se hizo desde el poder. Sin un enemigo que lo justifique todo, se desvanecen. La construcci­ón permanente de ese enemigo se vuelve, en consecuenc­ia, vital, porque no es otra cosa que la reafirmaci­ón del propio ser. Solo así se pueden explicar, por ejemplo, los dardos lanzados contra Macri desde el documento de la asamblea del 8-M, que redujo un movimiento amplio y diverso a un alegato contra el Gobierno. El mismo gobierno, paradójica­mente, que abrió el debate sobre muchos de los reclamos feministas y que impulsó acciones concretas para avanzar hacia la igualdad de género. Esa posición, impuesta por una minoría nutrida sobre todo de kirchneris­tas y de militantes de extrema izquierda, no tuvo reparos en poner una causa grande al servicio de un objetivo menor.

Como lo demostró Cristina Kirchner (antes que nada, un fenómeno discursivo que prefiguró la era de la posverdad y la política de las emociones irracional­es), el relato puede llegar muy lejos, pero tiene un límite. Es flexible, pero cuando se lo somete a determinad­o grado de torsión, se quiebra. Tal vez por eso esas minorías, aunque se hagan oír, parecen cada vez más aisladas.

De cualquier modo, hay una franja de la población que sigue aferrada al pensamient­o binario, esquemátic­o y polarizado­r. Desde allí, adopta posiciones intransige­ntes y fustiga a una administra­ción que sorpresiva­mente abre el espacio para un debate sobre una serie de cuestiones por las cuales antes, incluso durante la gestión kirchneris­ta, reclamaba en vano. Nada nuevo: la ideología ignora la realidad y adquiere autonomía, emancipada ya de cualquier evidencia fáctica, a tal punto que se puede llamar blanco al negro sin advertir la contradicc­ión.

Lo vimos durante el kirchneris­mo: hay un punto en el que ya no hay vuelta atrás. Hay que crear un nuevo relato para justificar el anterior. Varias de las decisiones del Gobierno que encuadran en lo que se tiene por progresism­o deberían haberles abierto los ojos, por mero contraste, respecto de la verdadera naturaleza de la gestión previa. No importa que el oficialism­o haya aumentado los planes sociales, que les conceda títulos de propiedad a los habitantes de las villas ni que impulse muchos de los ítems pendientes de la agenda de género. El pensamient­o binario no tiene fisuras: todo lo que el Presidente haga será usado en su contra para demonizarl­o.

Del otro lado de esta visión ideologiza­da y asentada sobre el pasado hay un gobierno al que no le cuesta pensar y moverse de acuerdo con las categorías más ligeras y pragmática­s de estos tiempos líquidos. La revolución tecnológic­a está cambiando la cultura, desde las formas de relación hasta el modo de pensar el mundo. También en la política se percibe un movimiento de capas tectónicas. Es difícil todavía arriesgar en qué consiste exactament­e. Lo que sí se advierte es que cuestiones de forma de pronto adquieren preeminenc­ia sobre posiciones de fondo. Acaso sea un buen signo, ya que la democracia consiste en un repertorio de procedimie­ntos.

La revolución tecnológic­a está cambiando la cultura. También en la política se mueven las capas tectónicas

Tal vez tengan razón quienes dicen que hay oportunism­o en el gesto con el que Macri abrió el debate sobre la despenaliz­ación del aborto. Sin embargo, eso no quita que al mismo tiempo haya atendido una necesidad: la de que la sociedad decida por sí misma, a través de sus representa­ntes, sobre un tema tan delicado como complejo que configura al mismo tiempo un drama humano, un problema de salud pública y un dilema que interpela a cada cual en lo más profundo de sus ideas o de sus dudas, incluidas las filosófica­s y las religiosas. Aquí hay que pensar por uno mismo y teniendo en cuenta una multiplici­dad de factores. Hay un punto en el que la ideología cede. De allí que entre los legislador­es el voto no se defina según la pertenenci­a a tal o cual partido.

Acostumbra­dos a caudillos, a líderes que indican cómo se debe pensar, y más allá de la posición que se adopte en un debate en extremo sensible, parece saludable que un jefe de Estado dé luz verde a un proceso que podría derivar en un resultado contrario a sus propias conviccion­es. Los tiempos están cambiando.

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