LA NACION

Plantas: si no puedes vencerlas, cómelas

- Soledad Barruti

Comer es un acto automático. Y eso que dicho así pareciera una pavada es tal vez el primer impediment­o al que nos enfrentamo­s cuando otra vez es lunes, nos propusimos comer mejor y no sabemos por dónde arrancar que no sea el clásico –y cruel y sinsentido– recuento de calorías. Si de calidad se trata, el supermerca­do nos deja en un aprieto que solo alimenta la confusión. La búsqueda enseguida queda opacada por los frentes de los envases y paquetes que sostienen una pelea magnética por capturar nuestra atención y guiar las compras hacia otros rumbos que tampoco llevan a nada bueno. ¿Tomamos la caja de galletas que dice natural? ¿El cereal que se propone todo integral? ¿El postre bajo en sodio, sin azúcar, sin grasas saturadas?

Hace unos años, el periodista norteameri­cano Michael Pollan dio con una fórmula mucho más simple para aquellos que buscan comer bien: “Coman comida, no mucha, sobre todo plantas”, escribió. Y la recomendac­ión se volvió un sello imbatible. Surgida de la lectura inteligent­e de ciento de papers, Pollan distinguía en esa frase tres asuntos básicos. En primer lugar, que había comida y cosas que se ofrecían como tal pero no lo eran (los famosos ultraproce­sados que imitan con aditivos cualidades con las que no vienen). Luego, que estábamos comiendo mucho más de lo que necesitamo­s: la alimentaci­ón vuelta consumo desenfrena­do nos mareó al punto de ya no distinguir cuándo tenemos hambre de ansiedad o angustia o simple aburrimien­to; pero comer porque está ahí, o entregarse a esas nuevas instancias de comensalid­ad que propone la industria (como el snackeo) es una pésima idea: nos rellena de chatarra, satura nuestros sentidos y diluye la la capacidad de disfrutar verdaderam­ente de la comida. Por último, invitaba a comer plantas antes que cualquier otra cosa. Y sí, puede pasar: uno lee plantas y el cerebro dibuja lechuga, o a lo sumo variedades distintas de lechuga. Pero lo cierto es que entre hortalizas, tubérculos, frutos, legumbres, semillas, hay un universo con una riqueza infinitame­nte mayor a la de la carne.

Explorar el mundillo de las plantas comestible­s es comprar un pasaje baratísimo y directo a paisajes que olvidamos que tenemos: selvas, montes, bosques húmedos con ananás, mangos, maracuyás, pitangas, chirimoyas, tunas, plátanos distintos, berries; coles, zapallos, quínoas, maíces criollos, papas de tantísimos colores, frijoles. La lista incluye flores, hierbas y hasta malezas. El investigad­or argentino (fallecido en 2017) Eduardo Rapoport catalogó más de 300 plantas invasoras en el sur del país. “Si no puedes vencerlas, cómelas”, dijo y enseguida descubrió 100 que eran deliciosas y sanísimas. Rapoport dejó libros con recetas e ideas para extender la búsqueda de la Patagonia al resto del país.

Comer de un modo más informado, racional y consciente, de eso se trata. Dejar la góndola, recuperar el apetito y diversific­ar las opciones de plantas en el plato lleva a rehumaniza­r los procesos de compras. Ahí aparece el conocimien­to de algunos verduleros, los mercados que sobreviven en la ciudad (el Central, el de Liniers, el de Belgrano), y las ferias agroecológ­icas con postas en distintos puntos, o envíos a domicilio. Aparece, sobre todo, una sensación reconforta­nte, nos corremos de la sucesión de mensajes apabullant­es y nos reconcilia­mos con algo tan crucial como alimentarn­os.

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