LA NACION

Un buen nombre es lo más difícil de conseguir

- Alfredo Sainz

“Un buen nombre es lo más valioso que uno puede tener” era el eslogan que eligió un banco argentino para promociona­rse a principios de los 90. Más de 25 años después –y con el banco en manos de un nuevo dueño que decidió cambiarle una parte del nombre– la frase publicitar­ia podría ser actualizad­a y reemplazad­a por “un buen nombre es lo más difícil de conseguir”. Es que para alegría de los estudios de diseño y las agencias de publicidad, encontrar un nombre disponible se convirtió en una verdadera pesadilla para las empresas de indumentar­ia, bodegas o fabricante­s de galletitas que descubren que todas sus primeras opciones ya están inscriptas en el Instituto Nacional de la Propiedad Industrial.

Ante la misión casi imposible que implica registrar una nueva marca de vino, un postrecito o un alfajor, los manuales de marketing y sus reglas para bautizar un nuevo producto o marca ya quedaron en off side. Los gurús del marketing aseguran que a la hora de bautizar un producto la primera norma a cumplir es que el nombre sea breve (que no contenga más de tres o cuatro sílabas), lo que ayuda a la recordació­n por parte de los consumidor­es. Esta regla, sin embargo, pasó a mejor vida con la irrupción de Cómo quieres que te quiera, que marcó un antes y un después en la industria textil. El rubro vivió una explosión de tiendas inspiradas en el modelo de naming de la marca de la familia Awada y hoy es posible cruzarse en la calle Avellaneda con locales y marcas bautizadas como Lo que nunca te dije, Me vestí de reina o Quiéreme happy.

Otra regla de oro era que el nombre comunicara un valor propio o de la categoría. Los ejemplos clásicos son Burger King (el rey de la hamburgues­a) o Word, el programa de Microsoft. Sin embargo, en categorías superdeman­dadas ya no hay más margen para bautizar a un vino con el nombre de una santa (todas las opciones del santoral ya están registrada­s) o una palabra indígena (no hay un pueblo originario sin representa­nte en las góndolas de las vinotecas). Frente a este escenario, las bodegas fueron las pioneras en incursiona­r en terrenos alejados del supuesto canon vitiviníco­la. Así, en el último tiempo se multiplica­ron las etiquetas de vinos con nombres insólitos o graciosos como Biolento, Malo o Biutiful.

La última novedad es que esta movida desembarcó en el mundo cervecero, que vive su propia invasión artesanal, con más de 500 nuevas etiquetas dispuestas a copar hasta el último rincón de Palermo. Inicialmen­te, las nuevas propuestas locales apostaron a modelos más seguros como el link alemán (Bierhaus, Die Eisenbruke o Brüder) o la asociación patagónica (El Bolsón, Beagle o Esquel). Sin embargo, se multiplica­ron las cervezas que apuestan a la informalid­ad con nombres como Minga, Nihilista, Chiruzza o que dejan en claro que el universo ricotero –después del éxito del malbec pinot noir de Jijijji– da para todo, incluso para competir con gigantes como Quilmes o Heineken con marcas como Gulp o Juguetes Perdidos.

Los manuales para bautizar un nuevo producto ya quedaron en off side

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