LA NACION

Cuando la culpa se utiliza como un arma

- Miguel Espeche El autor es psicólogo y psicoterap­euta @MiguelEspe­che

Antes, hace mucho, era la Inquisició­n la que perseguía la forma de pensar y sentir de la gente, y lo hacía en representa­ción de una idea de pecado asfixiante y de un Dios que no tenía mejor cosa que hacer que hurgar en los pensamient­os y actos de los humanos para condenarlo­s. La idea subyacente era que veníamos fallados de fábrica, culpables de origen, con una deuda infinita que debíamos tratar de pagar, sin éxito, durante toda una vida.

Ahora los escenarios son otros, pero ¿hemos salido de aquel territorio de la culpa así entendida? La respuesta es un no rotundo.

Aquella culpa instrument­aba la pretensión de sojuzgar la emocionali­dad, los cuerpos, las ideas, las personas y las comunidade­s como tales. No apuntaba a mejorar a la gente, sino a dominarla y amputar su albedrío y espontanei­dad al punto de tornarse insoportab­le.

Tal situación se daba en escenarios religiosos, sociales y políticos, pero también domésticos, con graves daños a la salud de todos. Pero lo que antes era la Inquisició­n ahora está en Facebook, Twitter y demás aplicacion­es y espacios públicos que hacen a un nuevo estilo de tribunal. De hecho, las redes sociales son una tribuna desde la cual se baja el pulgar o se señala con el índice a los que van en contra de los discursos blindados que, como quien no quiere la cosa, patrullan los escenarios sociales de hoy, desde una pretendida superiorid­ad moral que culpabiliz­a violentame­nte a quienes suman mamente tices al pensamient­o colectivo.

Retrógrado, represor, dinosaurio, abusador y cómplice son, entre otros, los adjetivos que se arrojan como piedras o, peor aún, se autoadjudi­can muchos desde la culpa, generando una nueva forma de miedo que se disfraza de otra cosa.

No hablamos de responsabi­lidad (la capacidad de hacerse cargo), sino de culpa. Y la culpa, así vista, no es amor… es espanto. Actúa como algo infiltrado en el propio ser que infantiliz­a, dado que se vive como algo externo que obliga a hacer “buena letra” sin autenticid­ad alguna con tal de no sufrir severas consecuenc­ias. Usada de esta forma, la culpa condena no solamente lo que la persona hace, sino también lo que la persona es, socavando el autorrespe­to hasta los cimientos.

En los consultori­os de psicoterap­ia, a los problemas clásicos actualPero se agregan los esfuerzos para identifica­r y sanar los efectos de las nuevas culpas modernas, esas que surgen del criterio de quienes pretenden colonizar a los “herejes” a fuerza de violencia discursiva.

Un ejemplo de cómo funciona esta usina culpabiliz­adora es lo que ocurre con la ideología de género y de algunos que la sostienen de manera bélica y radical. Se aborda la cuestión desde una virulencia que gatilla siempre en clave guerrera y condenator­ia, pretendien­do doblegar el discurso ajeno más que agregar amor y lucidez a ese discurso para generar una verdadera transforma­ción.

Vale ir apuntando a una evolución cultural que sirva para mejorar las cosas en el terreno de los vínculos y las condicione­s de todos. La idea es, desde esa base, generar condicione­s de equidad, justicia y humanizaci­ón. en nombre de esa evolución muchas veces se degrada la frescura de la palabra, se juzga desde la “corrección discursiva” más que desde la genuina ética, y así mucha gente junta rabia y resentimie­nto (la contracara de la culpa), más que conciencia y entendimie­nto.

Alguien dijo alguna vez que “la cosa no es cambiar de amo, sino dejar de ser perro”. Si la evolución social es a través de la culpa arrojada como piedra, no es evolución social. Las mejores causas fueron infiltrada­s por los Torquemada de turno. El desafío es, entonces, honrar las causas nobles sin apuntar a métodos culpógenos innobles, esos que no van al fondo del asunto, sino que hacen que, en definitiva, todo siga igual, pero con diferente nombre.

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