En la era de los corazones líquidos
Las aplicaciones de citas forman parte de una cultura que privilegia la velocidad y la oferta “a la carta”
Los rasgos del encuentro amoroso se reformulan en una época fascinada por la velocidad, las pantallas y las aplicaciones
Damián González –periodista, 38 años, porteño– lleva catalogadas en un archivo de Excel todas sus citas de Tinder. Son unas quince entradas en las que se indica edad, horario de inicio y fin de la salida, barrio, profesión y motivo por el cual terminó la relación: siempre con comentarios escuetos como “no me gustó” o “me aburrí”. Hombre metódico, utilizaba ese cuadro sinóptico para tener de un pantallazo un panorama de cómo venía la mano. Pero se hartó. Llegado un momento, veterano de esas lides, González (llamémoslo así) no quiso saber más de citas, por más que su cuerpo se las pidiera. Venía, dice, decepcionado respecto de cómo se daban las cosas, de cierto paso de comedia que significaba sentarse en un bar con una desconocida, prestarse a ser indagado, exhibirse, mostrarse interesante, seducir; indagar en el otro a su turno y ver si resultaba suficientemente seducido. Dubitativo y cansado, instaló y desinstaló Tinder una docena de veces hasta que llegó su última primera cita.
Aunque parezcan algo radical- mente nuevo, las aplicaciones de citas (existen otras como Happn o Grindr, y códigos de levante en Twitter como los mensajes directos) funcionan como un aggiornamento vía telefonito de otras tecnologías hechas más o menos para lo mismo, como por ejemplo la discoteca.
Nuevo formato
Tanto unas como la otra permiten ver rasgos atenuados, difuminados, del cuerpo del prójimo con el que se podría intimar, si hay suerte. Mientras en la disco las luces borronean rostros y figuras, y el sonido casi impide la comunicación verbal (que igual se da a través de los movimientos corporales llamados genéricamente baile), con el celular apenas si pueden distinguirse rostros en las dos dimensiones que permite una serie de fotos, encima con la sospechosa ayuda de los filtros y otros juguetitos similares de mejoramiento y ocultamiento. Pero –lo saben los teóricos desde Lewis Mumford hasta Christian Ferrer– no hay herramientas neutras: un martillo exige clavos y quien tiene un martillo ve clavos por doquier.
Por todo eso, la rutina de la primera cita –la determinante experiencia iniciática– en contexto de acerca- miento tecnológico (o approach porque también se generaliza la jerga de idioma extranjero pleno de likes,
matches y crushes) puede llevar a la rápida decepción y al descarte igualmente veloz si no se trata de alguien que entre en los cánones imaginarios que estimamos ideales, sea para una noche, dos o siempre. Total, tengo otros cinco matches que me esperan en el bolsillo derecho.
Estas aplicaciones, tal vez, llevan un paso más allá las ansiedades que rigen la vida contemporánea (muy contemporánea, diría Fontanar rosa ), partiendo de algo que había resultado novedoso en su momento. Se trata de una tecnología previa a las discotecas y a los teléfonos inteligentes: la ciudad de tamaño considerable que permite a los jóvenes relacionarse con desconocidos y hacerlo de manera más o menos serial (recreativa, digamos), desdeñando las necesidades reproductivas propias de organizaciones sociales más pequeñas o de la vasta etapa de la humanidad en que se sobrevivía en mínimos grupos de cazadores recolectores, tanto como los intereses familiares o de clanes, vigentes hasta hace no tanto y que concertaban bodas.
En ese sentido, como pasa con otros aspectos de la inundación tecnológica (pensar en los efectos cognitivos en bebés que no hablan ni caminan pero agarran las pantallas digitales y van a YouTube en busca de Peppa Pig), va todo mucho más rápido de lo que los doctores en Ciencias Sociales o los neurocientíficos pueden alcanzar a medir, o si quiera hipotetizar. Si bien, desde luego, hay pensadores urgentes que están trabajando en el tema (no sólo desde la prosaica teoría: por eso nos aterra tanto Black Mirror), todo resulta más o menos precario y arrasado por la última aplicación, que reemplaza a la penúltima que no hacía tanto que había salido y provocado un furor… de cinco minutos. Haría falta, en todo caso, una sociología del reemplazo acelerado.
Disrupciones
Otra cosa que conocen teóricos y científicos es que toda tecnología disruptiva genera progresivamente un acostumbramiento (que a veces se da adrede, vía la preparación cultural de la que hablaba Mumford). Y lo que, en el caso de Tinder, en un principio fue clandestino, secreto, una red para concretar sexo de una noche, que muchos y muchas preferían no mencionar ni a sus más cercanos, pasó a ser algo que podía generar relaciones duraderas. Sorpresa: como en cualquier otro ámbito de conocimiento, ni más ni menos. Ya son menos los que tienen que inventarles a los cuatro suegros historias de encuentros casuales en góndolas de supermercados en busca de una salsa filetto. “Nos conocimos en Internet, mamá”, suele ser una fórmula de compromiso (si es que la propia madre de la novia, separada, no usa ella también estas aplicaciones, o versiones web anteriores como Badoo o Sexyono).
Una última cosa para apuntar tiene que ver con un asunto que se mantiene en el ordenamiento social; algo que quizás tenga imbricaciones en la biología profunda (lo que tampoco es inmutable, desde luego) y que se trató alguna vez en estas mismas páginas (https://www.lanacion. com.ar/1985268-monogamia-sigloxxi-por-que-las-familias-cambianpero-las-parejas-no): la famosa monogamia. Sea serial o incluso con episodios de deslices e infidelidades más o menos pertinaces, lo que permanece es la convivencia de a dos; la búsqueda de esa otra mitad faltante, como en el mito fundacional que cita Platón en El banquete (o Symposion). Por ahora en el paraíso siguen Adán y Eva; y la gente que vive en pareja –contando todas las variantes que son mucho más que hombre y mujer, por supuesto– vive más y mejor. O por lo menos eso dicen ciertos estudios cuantitativos que gustan hacer en las universidades de los Estados Unidos.
Hablando del país del norte, la historia de Damián González tiene un final de Hollywood. Luego de una cita que empezó en modo-calamidad con imprevistos y vicisitudes propios de una cervecería llena de gente un sábado a la noche, la relación prosperó y hoy son padres de una hermosa beba. Ahora tienen, propiamente, lo que se dice una hija de Tinder.