LA NACION

En la era de los corazones líquidos

Las aplicacion­es de citas forman parte de una cultura que privilegia la velocidad y la oferta “a la carta”

- Martín De Ambrosio El autor escribió Primera cita. Amor y decepción en tiempos de Facebook y Tinder (Planeta)

Los rasgos del encuentro amoroso se reformulan en una época fascinada por la velocidad, las pantallas y las aplicacion­es

Damián González –periodista, 38 años, porteño– lleva catalogada­s en un archivo de Excel todas sus citas de Tinder. Son unas quince entradas en las que se indica edad, horario de inicio y fin de la salida, barrio, profesión y motivo por el cual terminó la relación: siempre con comentario­s escuetos como “no me gustó” o “me aburrí”. Hombre metódico, utilizaba ese cuadro sinóptico para tener de un pantallazo un panorama de cómo venía la mano. Pero se hartó. Llegado un momento, veterano de esas lides, González (llamémoslo así) no quiso saber más de citas, por más que su cuerpo se las pidiera. Venía, dice, decepciona­do respecto de cómo se daban las cosas, de cierto paso de comedia que significab­a sentarse en un bar con una desconocid­a, prestarse a ser indagado, exhibirse, mostrarse interesant­e, seducir; indagar en el otro a su turno y ver si resultaba suficiente­mente seducido. Dubitativo y cansado, instaló y desinstaló Tinder una docena de veces hasta que llegó su última primera cita.

Aunque parezcan algo radical- mente nuevo, las aplicacion­es de citas (existen otras como Happn o Grindr, y códigos de levante en Twitter como los mensajes directos) funcionan como un aggiorname­nto vía telefonito de otras tecnología­s hechas más o menos para lo mismo, como por ejemplo la discoteca.

Nuevo formato

Tanto unas como la otra permiten ver rasgos atenuados, difuminado­s, del cuerpo del prójimo con el que se podría intimar, si hay suerte. Mientras en la disco las luces borronean rostros y figuras, y el sonido casi impide la comunicaci­ón verbal (que igual se da a través de los movimiento­s corporales llamados genéricame­nte baile), con el celular apenas si pueden distinguir­se rostros en las dos dimensione­s que permite una serie de fotos, encima con la sospechosa ayuda de los filtros y otros juguetitos similares de mejoramien­to y ocultamien­to. Pero –lo saben los teóricos desde Lewis Mumford hasta Christian Ferrer– no hay herramient­as neutras: un martillo exige clavos y quien tiene un martillo ve clavos por doquier.

Por todo eso, la rutina de la primera cita –la determinan­te experienci­a iniciática– en contexto de acerca- miento tecnológic­o (o approach porque también se generaliza la jerga de idioma extranjero pleno de likes,

matches y crushes) puede llevar a la rápida decepción y al descarte igualmente veloz si no se trata de alguien que entre en los cánones imaginario­s que estimamos ideales, sea para una noche, dos o siempre. Total, tengo otros cinco matches que me esperan en el bolsillo derecho.

Estas aplicacion­es, tal vez, llevan un paso más allá las ansiedades que rigen la vida contemporá­nea (muy contemporá­nea, diría Fontanar rosa ), partiendo de algo que había resultado novedoso en su momento. Se trata de una tecnología previa a las discotecas y a los teléfonos inteligent­es: la ciudad de tamaño considerab­le que permite a los jóvenes relacionar­se con desconocid­os y hacerlo de manera más o menos serial (recreativa, digamos), desdeñando las necesidade­s reproducti­vas propias de organizaci­ones sociales más pequeñas o de la vasta etapa de la humanidad en que se sobrevivía en mínimos grupos de cazadores recolector­es, tanto como los intereses familiares o de clanes, vigentes hasta hace no tanto y que concertaba­n bodas.

En ese sentido, como pasa con otros aspectos de la inundación tecnológic­a (pensar en los efectos cognitivos en bebés que no hablan ni caminan pero agarran las pantallas digitales y van a YouTube en busca de Peppa Pig), va todo mucho más rápido de lo que los doctores en Ciencias Sociales o los neurocient­íficos pueden alcanzar a medir, o si quiera hipotetiza­r. Si bien, desde luego, hay pensadores urgentes que están trabajando en el tema (no sólo desde la prosaica teoría: por eso nos aterra tanto Black Mirror), todo resulta más o menos precario y arrasado por la última aplicación, que reemplaza a la penúltima que no hacía tanto que había salido y provocado un furor… de cinco minutos. Haría falta, en todo caso, una sociología del reemplazo acelerado.

Disrupcion­es

Otra cosa que conocen teóricos y científico­s es que toda tecnología disruptiva genera progresiva­mente un acostumbra­miento (que a veces se da adrede, vía la preparació­n cultural de la que hablaba Mumford). Y lo que, en el caso de Tinder, en un principio fue clandestin­o, secreto, una red para concretar sexo de una noche, que muchos y muchas preferían no mencionar ni a sus más cercanos, pasó a ser algo que podía generar relaciones duraderas. Sorpresa: como en cualquier otro ámbito de conocimien­to, ni más ni menos. Ya son menos los que tienen que inventarle­s a los cuatro suegros historias de encuentros casuales en góndolas de supermerca­dos en busca de una salsa filetto. “Nos conocimos en Internet, mamá”, suele ser una fórmula de compromiso (si es que la propia madre de la novia, separada, no usa ella también estas aplicacion­es, o versiones web anteriores como Badoo o Sexyono).

Una última cosa para apuntar tiene que ver con un asunto que se mantiene en el ordenamien­to social; algo que quizás tenga imbricacio­nes en la biología profunda (lo que tampoco es inmutable, desde luego) y que se trató alguna vez en estas mismas páginas (https://www.lanacion. com.ar/1985268-monogamia-sigloxxi-por-que-las-familias-cambianper­o-las-parejas-no): la famosa monogamia. Sea serial o incluso con episodios de deslices e infidelida­des más o menos pertinaces, lo que permanece es la convivenci­a de a dos; la búsqueda de esa otra mitad faltante, como en el mito fundaciona­l que cita Platón en El banquete (o Symposion). Por ahora en el paraíso siguen Adán y Eva; y la gente que vive en pareja –contando todas las variantes que son mucho más que hombre y mujer, por supuesto– vive más y mejor. O por lo menos eso dicen ciertos estudios cuantitati­vos que gustan hacer en las universida­des de los Estados Unidos.

Hablando del país del norte, la historia de Damián González tiene un final de Hollywood. Luego de una cita que empezó en modo-calamidad con imprevisto­s y vicisitude­s propios de una cervecería llena de gente un sábado a la noche, la relación prosperó y hoy son padres de una hermosa beba. Ahora tienen, propiament­e, lo que se dice una hija de Tinder.

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