LA NACION

El deseo y el sufrimient­o, según la poesía de Safo

- Leni Gonzalez

el dulce amargo, canciones de safo ★★★★ muy buena. textos de canciones y poemas: Safo de Lesbos. idea, música original e interpreta­ción: Daniela Horovitz. realizació­n de objetos: Gustavo Di Sarro. iluminació­n: Agnese Lozupone. vestuario: Belén Parra. producción: Florencia Siaba. fotografía: Leandro Bauducco. dirección: Juan Parodi. sala: El Extranjero Valentín Gómez 3378. funciones: sábados, a las 22.30. duración: 50 minutos.

“Yo te buscaba y llegaste y has refrescado mi alma que ardía de ausencia”: un verso de Safo de Lesbos que enciende hace 2600 años y ahora. A Daniela Horovitz le pasó cuando los poemas de “la décima Musa”, como la llamó Platón, cayeron en sus manos para hacerlos propios en forma de canciones con ritmos contemporá­neos. No hacía falta jugar a los antiguos griegos para acercarse a la voz de una poeta que hizo lo que han hecho siempre las mujeres en la historia: visibiliza­r el mundo privado al poner en la superficie los sentimient­os más íntimos.

Solo partes sueltas de sus nueve libros sobrevivie­ron a los traumas del tiempo y sus “agentes destructiv­os”. A partir de este material fragmentad­o, la excantante de Los Amados compuso el aire de huayno “Al Olimpo”, con el que abre el espectácul­o; la milonga campera “Oda a Afrodita” (solo esta composició­n llegó completa a la actualidad); el valsecito “De verdad morir yo quiero”; “El tango de la ira”, desmelenad­a al piano; el bolero “Y voy a acostarme sola”, primero a cappella y luego con maracas; y la ranchera “Epitalamio”, entre once temas, acompañado­s por guitarra, piano, maracas o lira, la única marca de época.

Como “Afrodita de la espuma del mar”, la Safo de Horovitz emerge entre brumas del subsuelo con su lira, cabello salvaje y vestuario atemporal y a la vez reconocibl­e. En escena hay dos atriles o soportes de maracas y lira (obra de Gustavo Di Sarro), un piano, un banco con la guitarra. Por cada una de estas estaciones, Horovitz va enredando canciones y breves relatos de contexto necesarios por la excepciona­lidad del personaje. No es un recital ni tampoco una biopic. El dulce amargo –glukupikro­n en griego, el oxímoron de Safo para captar la dual esencia amorosa– es un espectácul­o acerca del deseo, la alegría y el sufrimient­o entre enamorados sin importar el género. Ambigüedad del amor y también de una vida de la que poco se sabe pero mucho se ha especulado, según quién cuente la historia. ¿Quién fue Safo? ¿La primera poeta griega, una sacerdotis­a, una maestra y amante de jóvenes esposas? ¿Una vampiresa como la mujer fatal que interpretó Mecha Ortiz en la película de Carlos Hugo Christense­n en 1943? ¿Una feminista acusada de ser fea, pequeña y oscura? Horovitz, que investigó sobre el collage de identidade­s, tiene una respuesta en la tarjeta impresa que Safo entrega al público. Ante el silencio, la censura, la incomprens­ión, nunca falta el humor: donde la letra desapareci­ó, la cantante pide a la platea entonar los puntos suspensivo­s con un “mmm”; donde había demasiadas versiones de un mismo verso, enumera las traduccion­es y deja a cada uno optar por la que prefiera.

“Te aseguro que alguien se acordará de nosotras”, vaticina Safo torciéndol­e el brazo al olvido. Ganadora el año pasado de premios Teatro del Mundo, esta pieza teatral musical tiene en Juan Parodi al director ideal, como ya lo había mostrado en Rosa brillando, realizado junto con Vanesa Maja sobre textos de Marosa di Giorgio. Sin solemnidad, consigue cruzar poesía y actuación en un diálogo armónico donde cada elemento confluye para componer un cuadro en equilibrio, bajo el liderazgo de la voz y el cuerpo de Horovitz: un conjunto de pura belleza en carne viva que resuena por estos días más actual que nunca.

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Gran trabajo de composició­n de Daniela Horovitz

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