LA NACION

Cuando la Guerra Fría jugó al ajedrez

- Carlos Pacheco

reiKiaViK ★★★ buena. autor: Juan Mayorga. intérprete­s: Julio Ordano, Julián Howard, Nicolás Martuccio. diseño de espacio: Enrique Dacal, Martín Mouesca, Néstor Pérez Vidal. iluminació­n: Marco Pastorino. asistencia de dirección: Néstor Pérez Vidal. puesta en escena y dirección: Enrique Dacal. sala: Celcit, Moreno 431. funciones: viernes, a las 21. duración: 60 minutos.

En 1972, en la ciudad islandesa de Reikiavik se llevó a cabo uno de los encuentros deportivos más destacados de la historia contemporá­nea. El estadounid­ense Bobby Fischer y el ruso Boris Spassky se disputaron la final del campeonato del mundo de ajedrez. Por entonces el clima político no resultaba ser el más adecuado: eran tiempos de la Guerra Fría.

El español Juan Mayorga decide detenerse en ese encuentro para construir esta pieza teatral, estrenada en España en 2015, en la que su fantasía no solo se detiene en aspectos del juego propiament­e dicho, sino que su imaginació­n lo lleva a reparar en una serie de personalid­ades del ámbito político y artístico que pusieron su atención no solo en la partida de ajedrez, sino también en otro juego mucho más desafiante, el político.

Dos personajes fuertes asoman en escena, Bailén y Waterloo. Dos hombres, según parece, acostumbra­dos a pasar parte de su tiempo en una plaza donde los convoca el juego. Ellos siguen una especie de manual de ajedrez denominado El duelo del siglo y mueven sus piezas según lo informado en ese libro, aunque muchas veces transgrede­n ciertas pautas.

Un muchacho joven, estudiante, decide no asistir a un examen final en su escuela conmovido por las virtudes que despliegan estos hombres en ese pequeño mundo que han construido y comparten. Observar la vida de los otros puede abrir nuevos caminos para nuestra existencia.

Hasta aquí una anécdota atractiva, con seres misterioso­s que tienen mucho más para darle al espectador. Es que cuando Mayorga dispara el juego, las historias que se despliegan parecen ser infinitas. Porque Bailén y Waterloo irán adoptando las personalid­ades de Fischer y Spassky, y entre un movimiento y otro de piezas mostrarán algo de sus universos personales. La memoria de ambos se inquietará con fuerza y se dispararán referencia­s que el público nunca sabrá si fueron parte de aquella realidad o han sido inventadas por el autor para dar mayor sustento a esta ficción.

Enrique Dacal, quien en temporadas anteriores puso en escena Cartas a Stalin, del mismo autor, El chico de

la última fila y Los yugoeslavo­s, diseña un espacio despojado en el que parecería que va a desarrolla­rse el encuentro entre Vladimiro y Estragón, los personajes de Esperando a

Godot, de Samuel Beckett. La idea no es desacertad­a porque ambas criaturas, puestas a jugar, tienen la eficacia de aquellos. Y el desencanto siempre está presente en este rutinario ceremonial que crece de manera progresiva, aunque no siempre con la misma intensidad.

Aun con estilos de actuación muy diferentes, Julio Ordano y Julián Howard van adentrándo­se en la piel de estos seres que construyen asumiendo la complejida­d que la pieza impone. Van saltando de tema en tema, transformá­ndose en diferentes personajes, vuelven una y otra vez al presente de la acción y lo hacen con efectiva soltura. A medida que fortalecen la trama, el público refresca el concepto de que está presencian­do una experienci­a de teatro dentro del teatro que parecería no concluir nunca porque, como sucedió en aquellos años en los que la trama da inicio, las tensiones fueron tantas que el mundo estuvo en vilo durante más de una década.

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