LA NACION

El aniversari­o de una tragedia sin historia

- Eduardo Fidanza

No es novedoso poner el 24 de marzo de 1976, del que se cumplen hoy 42 años, bajo el signo de la tragedia. El informe de la Conadep caracteriz­ó al período que se inició ese día como “la más grande tragedia de nuestra historia, y la más salvaje”. La tragedia versa, según la caracteriz­ación literaria de George Steiner, sobre una situación catastrófi­ca que termina mal y es irreparabl­e. En ella los héroes son derrotados por fuerzas inentendib­les, lejanas de cualquier razón. No hay compensaci­ón ni justicia. “De nada vale pedir una explicació­n racional o piedad –escribe Steiner–. Las cosas son como son, inexorable­s y absurdas”. Desde otra perspectiv­a, Raymond Williams ofrece una versión moderna de la tragedia, más accesible y concreta: “Guerra, revolución, pobreza, hambre; seres reducidos a objetos y muertos en una lista; persecució­n y tortura, las cuantiosas formas de suplicios contemporá­neos”. El golpe de Estado ocurrió en un día como hoy, pero la tragedia en que está inserto constituye una historia. Con actores, antecedent­es y consecuenc­ias. Con asesinos y asesinados. Y con familiares de las víctimas, humillados por la sustracció­n perversa de los cuerpos.

Si aquel tiempo fue trágico, su lectura parece irremediab­lemente contradict­oria. El paso de los años afianzó las posiciones de cada sector, dejando en pie quizás un único acuerdo: el terrorismo de Estado es aberrante y resulta imperioso que no vuelva a repetirse. Ese es el sentido del célebre informe Nunca más, escrito en 1984 y reeditado en 2006, bajo una interpreta­ción distinta de la original, pero conservand­o el texto central, que el nuevo y polémico prólogo no revocó. El sociólogo Emilio Crenzel concluye que ese prólogo, además de mostrar la importanci­a del Nunca más, revitalizó la discusión pública sobre la dictadura y confirmó que el Estado es un actor clave en las luchas por dotar de sentido a esa época. Pero aquí se terminan las continuida­des. El kirchneris­mo rebatió la interpreta­ción original que había entendido al terrorismo estatal como una respuesta a la violencia guerriller­a, establecie­ndo una simetría considerad­a inadmisibl­e para los organismos de derechos humanos alineados con el gobierno. Así, la llamada “teoría de los dos demonios” fue estigmatiz­ada, asimilándo­sela a una justificac­ión del terror estatal.

Más allá de las interpreta­ciones disímiles, Crenzel extrae una conclusión interesant­e, atribuyénd­ole al enfoque de los gobiernos de Alfonsín y Kirchner el mismo sesgo: no construir una historia articulada sobre “el pasado de la violencia política y el horror que atravesó el país”. Según este argumento, ambas interpreta­ciones omiten la responsabi­lidad del Estado y los civiles en la violencia anterior al golpe, y construyen una relación genérica de la sociedad con los hechos, presentánd­ola en 1984 en forma dual, como posible víctima y como observador­a ajena, y en 2006, a la inversa, como un pueblo que sin divisiones enfrenta el terror dictatoria­l y la impunidad. A la exclusión de culpabilid­ad por el terrorismo de Estado “artesanal” de Isabel Perón y López Rega, compartido por la Conadep y los Kirchner, debe agregarse la idealizaci­ón de la guerrilla de los 70, que estos construyer­on.

Ante semejante ausencia de objetivida­d, no sorprende lo que escribió Tzvetan Todorov luego de visitar el Parque de la Memoria: “La manera de presentar el pasado en estos lugares segurament­e ilustra la memoria de uno de los actores del drama, el grupo de los reprimidos; pero no se puede decir que defienda eficazment­e la verdad, ya que omite parcelas enteras de la historia”.

La historia que le falta al 24 de marzo no es un relato que restablezc­a simetrías ni justifique aberracion­es, sino una narración equilibrad­a que incorpore las diversas memorias sobre aquellos terribles acontecimi­entos. Como escribe Paul Ricoeur: “En el horizonte aparece el deseo de una memoria integral que reagrupa memoria individual, memoria colectiva y memoria histórica”. En este caso, la síntesis de memoria e historia se construye ampliando la visión, procurando abarcar la violencia en conjunto, con sus razones y consecuenc­ias. Y asumiendo que una vez que se ha impartido justicia deben prevalecer los derechos, aun de los criminales más atroces. Es la piedad, que refuta la tragedia. Graciela Fernández Meijide, apartándos­e de la corrección y exponiéndo­se al escarnio, exhibió esa actitud esta semana.

El trauma del terrorismo de Estado no sanará fácilmente. Fue un crimen imperdonab­le. Pero eso no releva del deber de elaborar la historia y con ella el duelo de una generación pretérita, que creyó en valores. Acaso pensando en el final de la existencia, Giorgio Agamben distinguió el tiempo cronológic­o, impotente y alienado, del tiempo “que resta”, entendiénd­olo como una ocasión para resignific­ar la vida declinante. Cuatro décadas después, tal vez dispongan de esa oportunida­d los sobrevivie­ntes de la tragedia más salvaje, a los que les queda por vivir menos de lo que han vivido.

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