El aniversario de una tragedia sin historia
No es novedoso poner el 24 de marzo de 1976, del que se cumplen hoy 42 años, bajo el signo de la tragedia. El informe de la Conadep caracterizó al período que se inició ese día como “la más grande tragedia de nuestra historia, y la más salvaje”. La tragedia versa, según la caracterización literaria de George Steiner, sobre una situación catastrófica que termina mal y es irreparable. En ella los héroes son derrotados por fuerzas inentendibles, lejanas de cualquier razón. No hay compensación ni justicia. “De nada vale pedir una explicación racional o piedad –escribe Steiner–. Las cosas son como son, inexorables y absurdas”. Desde otra perspectiva, Raymond Williams ofrece una versión moderna de la tragedia, más accesible y concreta: “Guerra, revolución, pobreza, hambre; seres reducidos a objetos y muertos en una lista; persecución y tortura, las cuantiosas formas de suplicios contemporáneos”. El golpe de Estado ocurrió en un día como hoy, pero la tragedia en que está inserto constituye una historia. Con actores, antecedentes y consecuencias. Con asesinos y asesinados. Y con familiares de las víctimas, humillados por la sustracción perversa de los cuerpos.
Si aquel tiempo fue trágico, su lectura parece irremediablemente contradictoria. El paso de los años afianzó las posiciones de cada sector, dejando en pie quizás un único acuerdo: el terrorismo de Estado es aberrante y resulta imperioso que no vuelva a repetirse. Ese es el sentido del célebre informe Nunca más, escrito en 1984 y reeditado en 2006, bajo una interpretación distinta de la original, pero conservando el texto central, que el nuevo y polémico prólogo no revocó. El sociólogo Emilio Crenzel concluye que ese prólogo, además de mostrar la importancia del Nunca más, revitalizó la discusión pública sobre la dictadura y confirmó que el Estado es un actor clave en las luchas por dotar de sentido a esa época. Pero aquí se terminan las continuidades. El kirchnerismo rebatió la interpretación original que había entendido al terrorismo estatal como una respuesta a la violencia guerrillera, estableciendo una simetría considerada inadmisible para los organismos de derechos humanos alineados con el gobierno. Así, la llamada “teoría de los dos demonios” fue estigmatizada, asimilándosela a una justificación del terror estatal.
Más allá de las interpretaciones disímiles, Crenzel extrae una conclusión interesante, atribuyéndole al enfoque de los gobiernos de Alfonsín y Kirchner el mismo sesgo: no construir una historia articulada sobre “el pasado de la violencia política y el horror que atravesó el país”. Según este argumento, ambas interpretaciones omiten la responsabilidad del Estado y los civiles en la violencia anterior al golpe, y construyen una relación genérica de la sociedad con los hechos, presentándola en 1984 en forma dual, como posible víctima y como observadora ajena, y en 2006, a la inversa, como un pueblo que sin divisiones enfrenta el terror dictatorial y la impunidad. A la exclusión de culpabilidad por el terrorismo de Estado “artesanal” de Isabel Perón y López Rega, compartido por la Conadep y los Kirchner, debe agregarse la idealización de la guerrilla de los 70, que estos construyeron.
Ante semejante ausencia de objetividad, no sorprende lo que escribió Tzvetan Todorov luego de visitar el Parque de la Memoria: “La manera de presentar el pasado en estos lugares seguramente ilustra la memoria de uno de los actores del drama, el grupo de los reprimidos; pero no se puede decir que defienda eficazmente la verdad, ya que omite parcelas enteras de la historia”.
La historia que le falta al 24 de marzo no es un relato que restablezca simetrías ni justifique aberraciones, sino una narración equilibrada que incorpore las diversas memorias sobre aquellos terribles acontecimientos. Como escribe Paul Ricoeur: “En el horizonte aparece el deseo de una memoria integral que reagrupa memoria individual, memoria colectiva y memoria histórica”. En este caso, la síntesis de memoria e historia se construye ampliando la visión, procurando abarcar la violencia en conjunto, con sus razones y consecuencias. Y asumiendo que una vez que se ha impartido justicia deben prevalecer los derechos, aun de los criminales más atroces. Es la piedad, que refuta la tragedia. Graciela Fernández Meijide, apartándose de la corrección y exponiéndose al escarnio, exhibió esa actitud esta semana.
El trauma del terrorismo de Estado no sanará fácilmente. Fue un crimen imperdonable. Pero eso no releva del deber de elaborar la historia y con ella el duelo de una generación pretérita, que creyó en valores. Acaso pensando en el final de la existencia, Giorgio Agamben distinguió el tiempo cronológico, impotente y alienado, del tiempo “que resta”, entendiéndolo como una ocasión para resignificar la vida declinante. Cuatro décadas después, tal vez dispongan de esa oportunidad los sobrevivientes de la tragedia más salvaje, a los que les queda por vivir menos de lo que han vivido.