LA NACION

Un recorrido de San Pablo a Río de Janeiro

- Nathalie Kantt

Después de cinco días en San Pablo llego Río, a esta ciudad de mar, vegetación en cada rincón, favelas en altura y caipiriña. Para el aterrizaje elegí el asiento contra la ventana y la vista de la pista metida en el mar es sublime. Horas más tarde, al caminar la ciudad, me siento en el verdadero Brasil: padre e hijo con torsos desnudos en una misma bicicleta por una calle transitada, buena onda aunque en estado de alerta constante, vestimenta de playa durante todo el día, militares en las calles, griterío agudo, mucho calor.

A diferencia de esta postal tan brasileña, San Pablo es una ciudad bien cosmopolit­a. Hay mucha vida cultural, se pasan largas horas alrededor de una mesa de comida con amigos y el tránsito es un caos. Allí, por ejemplo, reservé una mesa en Dom, el restaurant­e del brasileño Alex Atala. Desde hace al menos 10 años que este templo gastronómi­co forma parte de las listas que clasifican a los mejores del mundo. De Atala solo sé que es un punk con tatuajes que lucha por una alimentaci­ón saludable basada en ingredient­es traídos de Amazonas. La sala era oscura y con techos altos, se destacaba la pecera iluminada de vidrio donde cocinan y en el medio del salón una mesa centraliza­dora con vinos y pan. Esa noche, Atala estaba en otro de sus restaurant­es. Elegí el menú degustació­n vegetarian­o (Reino Vegetal). Comenzó con un bocadito de cachaça y limón y a cada paso se volvía mejor: crocante de tapioca con cuajada noisette, ceviche de flores, arroz negro levemente tostado con leche de castañas de Pará, fettuccine con hongo yanomami. Antes de pasar al dulce, sirvieron aligot, mezcla espesa y elástica de papa y queso que en esta casa ya es un clásico.

Antes de irme di un paseo por el parque Ibirapuera, refugio verde proyectado por Burle Marx con arquitectu­ra de Niemeyer, y probé uno de los restaurant­es debajo del Copan, edificio emblemátic­o del centro de San Pablo. Si hubiera tenido más tiempo habría dedicado un día entero a visitar todas las obras de Niemeyer. En la Pinacoteca descubrí el mundo de la sueca Hilma af Klint (1862-1944), una artista brillante que no conocía, y desde el parque Jardín de Luz, el más antiguo del municipio con reminiscen­cias francesas, miré hacia Cracolandi­a, el barrio del crack en el corazón de la ciudad.

Ya en Río, decido ir al parque Lage y al jardín botánico –únicos dos lugares de toda la estadía que quizás justifican la vacuna contra la fiebre amarilla–. Mis favoritos culturales son el instituto Moreira Salles y el Real Gabinete Portugués de Lectura, con paredes enteras de libros históricos. El Museo de Arte de Río (MAR) es un buen programa, al nuevo museo do Amanhã vale la pena mirarlo desde afuera y desde arriba (obra del español Calatrava) y la visita al Pan de Azúcar podría haberla evitado. Los cariocas hacen mucho deporte, cuidan su cuerpo y les encanta conversar. El mar es bravo y mientras camino desde Leme hasta Leblon, en medio de fuerzas armadas que vigilan la ciudad, pienso que los mosaicos de la acera costera deberían ser replicados en la rambla de Montevideo.

Río es vestimenta de playa, militares en las calles, griterío agudo, mucho calor

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