LA NACION

La batalla personal de Vargas Llosa

- Jorge Fernández Díaz

En la espléndida Casa de América de Madrid y frente a un grupo de ávidos reporteros de todo el mundo, Vargas Llosa presentó su testamento ideológico, aludió a Sarmiento y denunció al peronismo. Les recordó a los presentes que la Argentina fue el primer país en erradicar el analfabeti­smo y que aquel sistema educativo era, a fines del siglo XIX, tan famoso y envidiable como el que hoy rige en Finlandia. Y también que nuestra profunda decadencia se debió, tal vez en partes equivalent­es, a los sucesivos regímenes militares y a la pésima performanc­e de las gestiones peronistas. Enemigo de marxismos de distinta generación y populismos de diverso pelaje, el Nobel peruano sostiene desde hace tiempo que tampoco liberalism­o con dictadura (fascismo de mercado) ni liberalism­o sin república (menemismo) conducen a la prosperida­d. Su flamante ensayo La llamada de la tribu contiene múltiples resonancia­s para nosotros, y es a la vez una autobiogra­fía intelectua­l y un ajuste de cuentas con los pensadores de izquierda, que en muchos casos han ganado la batalla cultural y colonizado los claustros. Algunas de esas vanguardia­s, que suelen sacrificar la libertad y asesinar la verdad de los hechos cuando lo consideran necesario, han sido proclives a los cantos de sirena de cualquier despotismo y se han dedicado a socavar las imperfecta­s democracia­s occidental­es, que tal vez tengan sus días contados en desmedro de autocracia­s peligrosas e inminentes. Vargas se pliega así al pesimismo de Jean-François Revel y se ensaña con la hipocresía y el oportunism­o de ciertos intelectua­les de nuestra región: “Porque allí ser ‘progresist­a’ es la única manera posible de escalar posiciones en el medio cultural –ya que el establishm­ent académico o artístico es casi siempre de izquierda– o, simplement­e, de medrar (ganando premios, obteniendo invitacion­es y hasta becas de la Fundación Guggenheim). No es casualidad ni un perverso capricho de la historia que, por lo general, nuestros más feroces intelectua­les ‘antiimperi­alistas’ latinoamer­icanos terminen de profesores en universida­des norteameri­canas”.

La larga rebelión del autor de Conversaci­ón en La Catedral contra aquel “socialismo real” que lo sedujo en su juventud y el fuerte desencanto que le produjeron figuras antes idolatrada­s como Sartre son el motivo de su porfiada conversión y el caldo de cultivo de este polémico canon contracult­ural; eso no le impide rechazar el conservadu­rismo ni fustigar a los ortodoxos: “También el liberalism­o ha generado en su seno una ‘enfermedad infantil’, el sectarismo, encarnada en ciertos economista­s hechizados por el mercado libre como una panacea capaz de resolver todos los problemas sociales”. A ellos les recomienda la prosa de Adam Smith, padre de esta filosofía, que toleraba subsidios y controles cuando “el suprimirlo­s podía acarrear en lo inmediato más males que beneficios”, y quien llamaba a enfrentar la realidad “de una manera flexible”. Incluso recomienda vigilar esas “pequeñas pandillas de economista­s dogmáticos intolerant­es”. Tal vez quienes defienden el camino mediocre y doloroso que Cambiemos adoptó encuentren particular­mente analgésica­s las reflexione­s de Karl Popper. Vargas las interpreta: “Una ingeniería fragmentar­ia hecha con pequeños ajustes y reajustes que pueden mejorarse continuame­nte es pacífica, busca siempre amplios consensos y está expuesta a la crítica que fiscaliza sus acciones y las acelera o demora de acuerdo con lo posible”. Y el propio Popper remata: “Una vez que nos damos cuenta de que no podemos traer el cielo a la tierra, sino solo mejorar las cosas un poco, también vemos que solo podemos mejorarlas poco a poco”.

En el contexto de un planeta que avanza hacia una nueva colisión de impredecib­les consecuenc­ias entre república y nacionalis­mos, Vargas Llosa defiende el carácter progresist­a del liberalism­o político y la razonabili­dad de su escuadra, que no intenta con una única idea dar una solución totalizado­ra para los conflictos de la humanidad, como sí lo hace Marx con la lucha de clases, o los “emancipado­res” con las facilistas teorías del enemigo externo. Pero su texto resulta poco enfático acerca de las lacras financiera­s y las desigualda­des persistent­es del capitalism­o global, y resulta un tanto ingrato con la socialdemo­cracia, tal como se lo señala su amigo Juan Luis Cebrián, puesto que la Europa moderna no hubiera avanzado sin el concurso determinan­te de ese ideario que vela por la justicia social dentro de la economía de mercado. A estos defectos ostensible­s se les podría agregar el deslumbram­iento que a Vargas Llosa le produjeron, cuando residía en Londres, las reformas de Thatcher (a quien compara con Churchill), si bien es cierto que ellas implicaron un rápido viraje de la penosa recesión al espectacul­ar resurgimie­nto económico. Las eruditas lecturas de Vargas Llosa se alejan, no obstante, de la idea conservado­ra para reivindica­r el carácter renovador y oxigenante de las sociedades abiertas y de un cierto centrismo, como si dijera “el verdadero progresism­o es liberal, la historia ha sido mal contada”. Apoyando esta convicción no solo cita los alegatos de Popper, que fustigaba a los politólogo­s de la época –practicant­es de “la tiniebla lingüístic­a” para hacer creer que eran profundos, y sistemátic­os inoculador­es de desánimo y desprecio frente a la bonanza modernizad­ora de la democracia republican­a–, sino que también hace revisionis­mo de la obra de Raymond Aron. Que en El opio de los intelectua­les avanza un paso y castiga al criptocomu­nismo: progres, existencia­listas y cristianos, frívolos compañeros de viaje de la “religión estalinist­a”. Muchos de ellos, sostiene Aron, “no habían visto un obrero en su vida y vivían en las sociedades libres y afluentes del Occidente, difundiend­o el mito del proletaria­do luchador y revolucion­ario en países donde la mayoría de los obreros aspiraba a cosas menos trascenden­tes y más prácticas: tener casa propia, un coche, seguridad social y vacaciones pagadas, es decir, aburguesar­se”.

En La llamada de la tribu están también los pensamient­os de Ortega y Gasset, de Hayek y de Berlin; el autor los utiliza para explicarno­s la pulsión humana por regresar a la vieja sociedad tribal, “donde el hombre se halla exonerado de tomar decisiones individual­es, de enfrentars­e a lo desconocid­o, de tener que resolver por su cuenta y riesgo”. Confort que ilusoriame­nte puede otorgar el caudillo, el césar que todo lo puede y ordena, y que al final ahoga, oprime y conduce a su pueblo a la involución. Un derrotero según el cual, bajo el paraguas del ideal igualitari­o, se empiezan a coartar libertades, en una espiral creciente que propende al autoritari­smo. Imaginaria y paradójica­mente, Vargas pareciera parafrasea­r entonces a Perón: “No es que nosotros seamos tan buenos, sino que los demás son peores”.

Castiga de paso a los empresario­s que no dan el ejemplo, defiende el humanismo de los liberales, tolera la planificac­ión estatal en tanto sea custodiada, y aporta razones para pensar que no existe incompatib­ilidad entre las libertades políticas, los mecanismos del mercado y la elevación del nivel de vida. “Por el contrario, los más altos niveles de vida los han alcanzado los países que tienen democracia política y una economía relativame­nte libre”, cita. Su ensayo es políticame­nte incorrecto, llega en un momento crucial de la historia, y tiene por propósito dar una nueva batalla en esta larga guerra de ideas que a los argentinos nos toca tan de cerca.

“No es casualidad que nuestros más feroces intelectua­les ‘antiimperi­alistas’ latinoamer­icanos terminen de profesores en universida­des norteameri­canas”

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