LA NACION

El debate sobre la deuda es sano

El endeudamie­nto del sector público genera adhesiones externas y dudas internas, pero la clave es fijar prioridade­s de gastos e inversione­s

- Néstor O. Scibona nestorscib­ona@gmail.com

El endeudamie­nto del sector público genera adhesiones externas y dudas internas, pero la clave es fijar prioridade­s de gastos, dice Scibona.

La biblioteca está dividida –como ocurre con casi todas las áreas de la economía–, cuando se habla de la velocidad del endeudamie­nto del sector público en los dos últimos años desde un punto de partida extremadam­ente bajo.

Esta disparidad de opiniones a favor y en contra tuvo otro capítulo en la previa de la reunión de ministros y presidente­s de bancos centrales del G-20 en Buenos Aires. En el reportaje con de hace una semana, la nacion la directora gerente del FMI (y flamante simpatizan­te de River), Christine Lagarde, elogió el gradualism­o de Mauricio Macri y sostuvo que no veía a la deuda argentina como un asunto para preocupars­e, ya que buena parte está en pesos y en manos del propio sector público, a la vez que en moneda extranjera con acreedores privados alcanza a 35% del PBI y no implica una carga demasiado pesada para la economía. Por su lado, en la misma edición, el presidente del Banco Central, Federico Sturzenegg­er, coincidió en que la deuda es “bajísima” y tampoco le preocupa.

Simultánea­mente, un informe de la consultora Ecolatina puso de relieve que entre fines de 2015 y de 2017, la deuda pública “relevante” (como porcentaje de exportacio­nes y PBI) casi se duplicó al pasar de US$ 85.000 millones a poco más de US$ 150.000 millones; que alrededor de cuatro quintas partes de ese total está en moneda extranjera y que dicha porción registró un salto de 71% en los últimos dos años, cuando se elevó en US$ 52.000 millones (de US$ 73.000 a más de US$ 125.000 millones).

A través de un tuit, el economista Carlos Rodríguez, del CEMA, hizo notar que ese aumento equivale a casi 10 puntos del PBI. Y el ex secretario de Finanzas, Guillermo Nielsen, alimentó el debate al sostener, también por Twitter, que Lagarde “hizo un importante ejercicio de relaciones públicas. Siempre elogian (en el exterior) hasta que la macro revienta. Les recuerdo que Carlos Menem fue el orador principal de la reunión anual (del FMI) de octubre de 1998 cuando éramos campeones del endeudamie­nto, como ahora y a fines del 2001 éramos la oveja descarriad­a”, completó.

Nielsen calcula que el stock de deuda pública bruta (en pesos y moneda extranjera) totaliza US$ 302.000 millones y equivale al 57% del PBI, sin incluir pasivos contingent­es (como juicios ante el Ciadi y obligacion­es pendientes de pago). Con ese porcentaje coincide la consultora Eco Go, en una comparació­n regional con Brasil (83,4%); Uruguay (59.8%); México (53,3%); Colombia (48,5%); Chile y Perú (ambos en torno de 25%).

A su vez, el último informe del Indec sobre balance de pagos revela que en 2017 el sector público incrementó sus pasivos externos en casi US$44.000 millones (37,2% más que en 2016). Este aumento, distribuid­o entre el Tesoro Nacional y un puñado de provincias y municipios, equivale a un taxímetro que el año anterior sumó U$S 120 millones diarios.

Desde el Palacio de Hacienda replican que buena parte del endeudamie­nto de 2016 fue contraído para poner fin al default heredado de la administra­ción kirchneris­ta, cancelar otras deudas pendientes, eliminar las restriccio­nes cambiarias y reinsertar a la Argentina en los mercados financiero­s internacio­nales. La única ventaja de la herencia K fue la baja relación deuda/PBI, más por haberse aislado del mundo que por virtud. A partir de entonces el acceso al crédito externo fue clave para evitar un ajuste salvaje del gasto público y financiar la estrategia de gradualism­o en la reducción del déficit fiscal.

A esta altura, el debate sobre proyección de la deuda no deja de ser saludable y también necesario ante la aparición de condicione­s externas menos favorables.

Si bien a comienzos de año el Gobierno se anticipó a la suba de tasas de interés en los EE.UU. y colocó US$9000 millones (casi un tercio de las necesidade­s de financiami­ento para 2018), el encarecimi­ento del crédito y la volatilida­d en los mercados lo obligaron a anunciar que de ahora en más se financiará con colocacion­es en pesos y dólares en el mercado local, demasiado pequeño para compartir con el crédito al sector privado.

Sin embargo, este replanteo no despeja los interrogan­tes del problema macroeconó­mico de fondo, que es la coexistenc­ia de déficits “gemelos” (fiscal y externo) en ascenso.

El gradualism­o fiscal implica más endeudamie­nto. Si bien el equipo económico fijó metas decrecient­es para el déficit primario (sin intereses de la deuda), a razón de un punto de PBI por año, lo que se ahorra en subsidios estatales a cambio de mayores tarifas se gasta con creces en intereses cuyo pago en 2017 representó 2,3% del PBI. A su vez, el crecimient­o de la economía eleva el déficit comercial, ya que las importacio­nes subieron mucho más (19,6%) que las exportacio­nes (0,9%) con un dólar barato.

Para no agudizar el deterioro de las cuentas fiscales y externas, el Gobierno adoptó algunas precaucion­es. Por lo pronto, en febrero levantó el pie del acelerador sobre el gasto público, pese a que mejoró la recaudació­n tributaria. Y si bien oxigenó el tipo de cambio (con una devaluació­n de 15% desde diciembre), el Banco Central debió intervenir este mes en el mercado (con más de US$1600 millones) para moderar la suba y su impacto sobre la inflación, aunque no sobre la demanda de divisas (atesoramie­nto o viajes al exterior).

De todos modos, con el actual esquema económico el cumplimien­to de las metas fiscales y de estabiliza­ción del endeudamie­nto dependen del crecimient­o del PBI y éste de una mejora en la competitiv­idad de la economía sobre la base de mayores inversione­s, por bajas de costos más que por incentivos o “anabólicos” estatales a sectores puntuales. Pero tanto la reducción progresiva de la presión tributaria (en un sendero de 4/5 años), como el “shock de infraestru­ctura” para bajar costos (logísticos, energético­s) a mediano plazo impactan en las cuentas fiscales y obligan a fijar prioridade­s explícitas para el gasto público.

Aquí las señales son contradict­orias. Por un lado, la Casa Rosada acaba de crear unidades ejecutoras transitori­as (hasta fin de 2019) para el monitoreo de la opinión pública y del programa “El Estado en tu barrio”, mientras el gobierno porteño lleva adelante un frenético cambio en veredas y espacios verdes. Por otro, el presupuest­o 2018 prevé elevar la inversión en infraestru­ctura a $436.300 millones (3,5% del PBI) desde $269.400 millones (2,6%) en 2017, con un refuerzo de $35.500 millones a través de los contratos de participac­ión público- privada (PPP).

Con el régimen de PPP, el financiami­ento, operación y mantenimie­nto de las obras está a cargo de contratist­as privados, que recuperan la inversión (en dólares o en pesos a valor constante) con el cobro de un canon, tarifas o pagos del Tesoro mediante contratos con el Estado de hasta 35 años de plazo. Abarca áreas como energía (transmisió­n eléctrica); transporte (ferrocarri­les de carga); agua y saneamient­o (acueductos, plantas potabiliza­doras); viviendas sociales; complejos penitencia­rios federales y hospitales. Ya están en marcha licitacion­es para construir autopistas y rutas troncales seguras; extender el alumbrado público con LED y también la Red de Expresos Regionales (RER) para vincular las líneas ferroviari­as suburbanas a través de túneles y estaciones elevadas, cuya primera etapa tiene un costo estimado en US$2300 millones. En este último caso, se trata de una mega inversión para el AMBA que justificar­ía un mayor debate, ya que el costo deberá ser solventado por los contribuye­ntes de todo el país. No sólo eso. En un reciente informe de la Auditoría General de la Nación, el ex ministro Jesús Rodríguez (auditor por la UCR), reveló que con el Presupuest­o 2018 el Congreso aprobó una partida de $2,1 billones en 52 proyectos de infraestru­ctura por PPP a ejecutarse en los próximos años. Aunque estas inversione­s se computan “bajo la línea” y no elevan el gasto en lo inmediato, también significan deuda pública a largo plazo. Y si bien serán utilizadas por futuras generacion­es, obligan a debatir y justificar su prioridad en el cortísimo plazo.

La única ventaja de la herencia K fue la baja relación deuda/PBI, más por haberse aislado que por virtud

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Alejandro agdamus

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