Razones que vienen de lejos para explicar una fascinación cercana series como
Dentro de esa corriente que reconoce haber adaptado en la Argentina sus hábitos televisivos casi de manera integral al llamado “modelo Netflix” vienen surgiendo pronunciamientos cada vez más ruidosos y entusiastas en favor de La casa de papel. La atracción no hace distinción de edades y tampoco parece condicionada por gustos previos. Adolescentes y adultos fascinados por el consumo de series en clave insomne parecen haber descubierto que hay vida para la intriga policial en España, un lugar en el que se pueden urdir historias tan entretenidas como las de Hollywood y proporcionarles al mismo tiempo el nervio, el humor cáustico y el gracejo del que carecen las gélidas ficciones nórdicas.
La casa de papel nos devuelve como espectadores un reflejo histórico que la memoria instala tres décadas y media atrás. Entre fines de la década del 70 y comienzos de los 80, España era para nosotros guía, brújula, norte y destino en materia de ficciones. Admirábamos tanto
Los gozos y las sombras, Teresa de Jesús o Anillos de oro que deseábamos fervientemente que nuestros autores y realizadores pusieran manos a la obra para hacer algo parecido aquí. Admirábamos el despliegue de producción, el cuidado de cada escena, los diálogos llenos de gracia, riqueza idiomática, réplicas punzantes y desparpajo verbal.
Buena parte de estos impulsos reaparece al contacto con La casa de papel, sobre todo entre las generaciones de televidentes más curtidas y maduras. A ellos se suma otro factor, también comprendido por los más jóvenes: el carácter intrépido, desafiante, rebelde y de temperamento casi anárquico que suele aparecer, a veces de manera agazapada, entre los personajes claves de las ficciones hispanas.
A los argentinos nos suelen caer muy simpáticos esos personajes que tienden a tomar distancia de los mandatos o que eligen colocarse deliberadamente en los márgenes, enfrentados con la ley y dejando al descubierto, con el descaro de quien se expresa sin eufemismos (algo muy propio de las ficciones españolas), la endeblez de ciertas instituciones públicas.
Quienes hacen La casa de papel saben explotar muy bien esas inclinaciones a través de una calculada y por lo general poco visible manipulación emocional. Si miramos bien, todos los personajes con los que podríamos tener algún tipo de empatía son víctimas de situaciones afectivas desfavorables, expuestas siempre con estudiado oportunismo.
Desde esta conexión sentimental se trata de disimular todo lo que no funciona bien en el relato: unas cuantas y apreciables inconsistencias narrativas, las sobreexplicaciones que saltan a la vista desde el relato en off (no tan exasperante como el de Edha, pero igual de innecesario), la ampulosidad de varias escenas, la afectación en los diálogos (disimulada por réplicas que quieren parecer ingeniosas) y, sobre todo, la sensación de que la historia en cualquier momento se rebobina automáticamente para empezar de nuevo.
Igual, La casa de papel tiene con qué sostenerse. Aquí hay, ante todo, habilidad visual para mantener viva una intrincada trama que parece narrada casi en tiempo real, como si estuviéramos ante el mejor alumno europeo de la serie 24.