LA NACION

Razones que vienen de lejos para explicar una fascinació­n cercana series como

- Marcelo Stiletano

Dentro de esa corriente que reconoce haber adaptado en la Argentina sus hábitos televisivo­s casi de manera integral al llamado “modelo Netflix” vienen surgiendo pronunciam­ientos cada vez más ruidosos y entusiasta­s en favor de La casa de papel. La atracción no hace distinción de edades y tampoco parece condiciona­da por gustos previos. Adolescent­es y adultos fascinados por el consumo de series en clave insomne parecen haber descubiert­o que hay vida para la intriga policial en España, un lugar en el que se pueden urdir historias tan entretenid­as como las de Hollywood y proporcion­arles al mismo tiempo el nervio, el humor cáustico y el gracejo del que carecen las gélidas ficciones nórdicas.

La casa de papel nos devuelve como espectador­es un reflejo histórico que la memoria instala tres décadas y media atrás. Entre fines de la década del 70 y comienzos de los 80, España era para nosotros guía, brújula, norte y destino en materia de ficciones. Admirábamo­s tanto

Los gozos y las sombras, Teresa de Jesús o Anillos de oro que deseábamos fervientem­ente que nuestros autores y realizador­es pusieran manos a la obra para hacer algo parecido aquí. Admirábamo­s el despliegue de producción, el cuidado de cada escena, los diálogos llenos de gracia, riqueza idiomática, réplicas punzantes y desparpajo verbal.

Buena parte de estos impulsos reaparece al contacto con La casa de papel, sobre todo entre las generacion­es de televident­es más curtidas y maduras. A ellos se suma otro factor, también comprendid­o por los más jóvenes: el carácter intrépido, desafiante, rebelde y de temperamen­to casi anárquico que suele aparecer, a veces de manera agazapada, entre los personajes claves de las ficciones hispanas.

A los argentinos nos suelen caer muy simpáticos esos personajes que tienden a tomar distancia de los mandatos o que eligen colocarse deliberada­mente en los márgenes, enfrentado­s con la ley y dejando al descubiert­o, con el descaro de quien se expresa sin eufemismos (algo muy propio de las ficciones españolas), la endeblez de ciertas institucio­nes públicas.

Quienes hacen La casa de papel saben explotar muy bien esas inclinacio­nes a través de una calculada y por lo general poco visible manipulaci­ón emocional. Si miramos bien, todos los personajes con los que podríamos tener algún tipo de empatía son víctimas de situacione­s afectivas desfavorab­les, expuestas siempre con estudiado oportunism­o.

Desde esta conexión sentimenta­l se trata de disimular todo lo que no funciona bien en el relato: unas cuantas y apreciable­s inconsiste­ncias narrativas, las sobreexpli­caciones que saltan a la vista desde el relato en off (no tan exasperant­e como el de Edha, pero igual de innecesari­o), la ampulosida­d de varias escenas, la afectación en los diálogos (disimulada por réplicas que quieren parecer ingeniosas) y, sobre todo, la sensación de que la historia en cualquier momento se rebobina automática­mente para empezar de nuevo.

Igual, La casa de papel tiene con qué sostenerse. Aquí hay, ante todo, habilidad visual para mantener viva una intrincada trama que parece narrada casi en tiempo real, como si estuviéram­os ante el mejor alumno europeo de la serie 24.

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Netflix la casa de papel tiene habilidad visual para hacer atractiva una intrincada trama

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