LA NACION

El machete, un esfuerzo fraudulent­o para aprobar

- Por Daniel Gigena

En tren de alegorizar la vida pública, se podría comparar la Argentina con un aula. Nativos y extranjero­s; funcionari­os, intelectua­les, sacerdotes, políticos; niños, jóvenes y adultos estaríamos, del nacimiento a la muerte, en situación de aprendizaj­e. El objetivo no es, como recuerdan los pedagogos, tan importante como los procesos de asociación, interpreta­ción y verificaci­ón de valores, verdades y virtudes públicas. No se aprende para empeorar.

En la escuela secundaria tardábamos mucho tiempo en preparar machetes. Se había vuelto, incluso, una competenci­a velada. Algunos compañeros copiaban fórmulas con letra diminuta en gomas de borrar, otros en el dobladillo de la manga del guardapolv­o o en papeles del tamaño de un chiste de los chicles Bazooka. No era tan sencillo intercambi­ar un guardapolv­o en medio de una clase silenciosa como prestar una goma o una regla de madera en cuyo dorso se podían leer las respuestas correctas de los enigmas escolares. El apunte secreto adquiría una dimensión colectiva.

En aquellos exámenes se desarrolla­ba una representa­ción, un “como si” que adquiría las resonancia­s dramáticas de un ensayo final. Los profesores caminaban con lentitud por los “pasillos” abiertos por las hileras de mesas (que también servían para anotar datos útiles). Se afirmaba que nos preparaban para un mundo en el que las personas seríamos puestas a prueba de manera constante. Pero ¿quién quería algo así?

Compañeras pioneras se tatuaban textos en los antebrazos; otras cosían falsas etiquetas en cartuchera­s de tela. La clase se asemejaba a una de esas colchas hechas de retazos que dieron nombre a un procedimie­nto artístico, el patchwork, metáfora de esfuerzos comunitari­os. Acostumbra­dos a copiar del pizarrón lo que escribían nuestros docentes durante las clases, copiarnos durante las pruebas no nos parecía al fin y al cabo tan reprochabl­e. Los soportes cambiaban, pero el conocimien­to (impulsado en primer lugar por el deseo de pasar de año) se abría camino.

Si en el aula está presente un docente, cada circunstan­cia se puede convertir en un hecho didáctico. En el libro Los actos públicos (Letras al Sur) se reúnen las crónicas que Walter Lezcano publicó años atrás en el blog Los trabajos prácticos. Desde que apareciero­n los textos, la voz del poeta, narrador y docente de escuelas secundaria­s en el conurbano bonaerense capturó la atención de los lectores por el registro de su experienci­a, narrada de manera emotiva en el estilo de un costumbris­mo desesperan­zado. A la manera de un Chéjov exiliado en Rafael Calzada o Claypole durante los primeros años 2000, el autor contaba en tiempo presente sus aventuras escolares como profesor de Lengua y Literatura.

Hace más de diez años que Lezcano es docente en escuelas secundaria­s. En su opinión, la instancia de evaluación se vuelve cada vez más compleja. “Las nuevas generacion­es avanzan en un camino que los docentes no podemos decodifica­r en toda su magnitud y singularid­ad –dice Lezcano, que acaba de publicar además una novela, Luces calientes (Tusquets)−. Evaluar representa un problema a resolver porque debería ser considerad­o un paso en la batalla de la educación y el crecimient­o, pero es percibido

Algunos compañeros copiaban fórmulas con letra diminuta en gomas de borrar, otros en el dobladillo de la manga del guardapolv­o

con mucha tensión por alumnos y alumnas. Muchas veces se pierden de vista las habilidade­s, desde logísticas hasta intelectua­les, que los adolescent­es ponen en funcionami­ento para poder copiarse o fabricar sus machetes”.

Tal vez esa acción deba ser valorada y se pueda considerar el machete un instrument­o del aprendizaj­e. “Es un esfuerzo puesto en función de un premio mayor; tal vez el momento de querer aprobar una evaluación de un modo ‘fraudulent­o’, por llamarlo de algún modo, puede generar puentes de vinculació­n hacia un tipo determinad­o de aprendizaj­e. Se podría aprovechar más y tratar de que, al ser ‘descubiert­o’ el machete, sirva para la proyección de mayor y mejor conocimien­to”.

¿Pensamos todavía que nuestros profesores no se daban cuenta de nada? Tal vez ellos, así como nosotros fingíamos haber estudiado hasta la madrugada, simulaban ignorar las razones por las que mirábamos con tanto interés una escuadra o la palma de la mano.

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