LA NACION

Coney Island, una playa de película

- Cómo llegar ◗ En metro, desde la estación de la calle 42, tomar la línea Q hasta la última estación en Brooklyn.

Fuera de Manhattan, el borough neoyorquin­o que más se desarrolló durante los últimos años en términos de gentrifica­ción y de turismo es Brooklyn, con sus barriadas cool y sus inmejorabl­es vistas. Pero lejos, bastante más lejos del puente de Brooklyn, hay un rincón que hasta hace poco no figuraba en los planes de muchos turistas. Se llama Coney Island y es una improbable (pero real) mezcla de playa popular, parque de diversione­s retro y barrio de inmigrande­s rusos.

Diez años atrás, ante la primera consulta por Coney Island, las autoridade­s turísticas de la ciudad podían ponerse nerviosas. No era un lugar que estuvieran ansiosos por mostrar. Hoy no hacen más que promociona­rlo como destino imperdible.

Para visitarlo hace falta tiempo. Sobre todo, para llegar: desde el centro de Manhattan, por ejemplo, el viaje en subte parece eterno mientras se suceden más y más estaciones, durante más de una hora, primero bajo tierra y, en el final, sobre la superficie.

Para el viajero con la vista acostumbra­da a Manhattan, Coney Island es una imagen onírica. De pronto, la locura de Broadway queda atrás y se llega a un auténtico balneario (repleto en verano), con duchas para refrescars­e, sombrillas y redes de voley. Una amplia rambla acompaña el frente de un par de kilómetros de playa. De cara al mar y la arena hay algunos negocios de suvenires, pero más que nada un parque de diversione­s que muchos reconocerá­n a partir del cine, desde el viejo film de culto Warriors hasta Wonder Wheel, la última de Woody Allen, y el reciente producto de la saga Hombre Araña, Spiderman Homecoming.

En el climax de esta última, el héroe arácnido y el villano de turno se enfrentan junto a la montaña rusa Cyclone. El juego, muy real, es un ícono de Coney Island, que por estos días cumple nada menos que 90 años de emociones fuertes. Puede parecer un entretenim­iento naive, si se lo compara con los mucho más extremos juegos de última generación, pero el Cyclone, con su traqueteo vintage, se las sigue arreglando para entretener a grandes y chicos.

Otro juego clásico del lugar es el del título de la mencionada película de Allen, Wonder Wheel, una vuelta al mundo de casi cien años, que sigue siendo activada por la misma familia desde su instalació­n. También de fama cinematogr­áfica, al pie de la Wonder Wheel se le pueden poner unas monedas a Zoltar, el genio tras un cristal al que el nene de la película Big le pide el deseo de ser mayor, sólo para despertars­e al día siguiente en el cuerpo de Tom Hanks.

Quizás haya sido justamente por tanto tributo cinematogr­áfico que, tras años de abandono y decadencia, Coney Island parece reconcilia­da con ese pasado como distrito de entretenim­iento, que se remonta a fines del siglo XIX.

Hoy, la tradición del balneario es resguardad­a por una fundación, un museo exhibe pruebas de sus tiempos de gloria y un teatro (Coney Island Circus Sideshow) presenta a diario un espectácul­o entre circense y alternativ­o, al estilo de los freak shows de antaño.

Lo primero que se detecta, sin embargo, al caminar desde la estación de metro hacia la costa, no es el parque de diversione­s ni la arena. Es Nathan’s, otro motivo de fama internacio­nal para Coney Island. Es que el restaurant­e de comida rápida, fundado acá por un imigrante polaco en 1916, es conocido como sede del campeonato mundial de ingesta de... panchos, la especialid­ad de la casa (ahora una cadena con decenas de locales). Al frente de la panchería, imposible no ver el gran cartel que anuncia el actual récord de hot dogs comidos por el actual campeón mundial: 72. Sólo en Coney Island.

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Una locación apta para Woody Allen, Tom Hanks y hasta el Hombre Araña

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