LA NACION

Músicos en la era de la hipocresía

- Pablo Gianera

Daniel Barenboim suele repetir una idea que, con algunas variacione­s, podría resumirse en lo siguiente: la música es la mejor vía para salir del mundo, pero también la mejor para entrar en él y comprender­lo. Se entiende: la evasión artística se revierte indirectam­ente en un modo de conocimien­to. ¿Pero qué significa comprender la música? Con esa interrogac­ión abría el pianista Charles Rosen su libro Las

fronteras del significad­o. Rosen ofrece una primera respuesta, ligada a la sensación más que al sentimient­o. “Comprender la música significa sencillame­nte no sentirse irritado o desconcert­ado por ella”. Pasado en limpio: sentirse “cómodo”. Esto provoca un sobresalto en nosotros como el que tendría quien descubre que hay fuego en la casa. ¿Sentirse cómodo? Vayamos despacio. Sabemos que la música siempre linda con lo que no tiene significad­o (en un plano lingüístic­o) y por lo tanto comprender­la no quiere decir poder poner en palabras aquello que escuchamos, sino sentir que cumple con nuestras expectativ­as. Cuando eso no ocurre, la incomprens­ión deriva de la desaparici­ón de lo conocido. De esas extrañezas está hecha la historia de la música.

Por más veneración que le tuvieran, Beethoven era incomprens­ible para sus contemporá­neos, pero a partir de él, y un poco también de Mozart y Haydn, descubrimo­s que es la propia obra de arte la que nos enseña a comprender­la. Sobre todo, nos enseña a escucharla como si la hubiéramos compuesto nosotros. Rosen lo dice mejor: “La obra musical exige que se la escuche como si no se hubiera compuesto ninguna otra, ni antes ni después de ella”.

Pero la música tiene otras ramificaci­ones, esas que el filósofo Albrecht Wellmer llamó su “relación con el mundo”. La incomprens­ión de una pieza musical consiste en caminar a ciegas en su lógica de composició­n. Dicho de otra manera: la interrupci­ón de una cadena de causalidad­es, eso que llamamos sintaxis y que rige también lo real, y en el interior de lo real, la política.

Pasemos a lo real, que cada vez resulta más difícil de comprender que esa música que defrauda nuestro horizonte de expectativ­as. Pocos directores comprendie­ron y comprenden tan bien la música como James Levine y Charles Dutoit, pero es posible que hayan dejado de comprender el mundo, que de un golpe parece habérseles vuelto hostil. Levine sigue siendo un gran director, tal vez no el preferido de muchos, pero de todas maneras dejó grabacione­s incuestion­ables. Más que eso, fue el hombre que durante 40 años tomó todas las decisiones en la Metropolit­an Opera de New York. Después, ahora, vinieron las denuncias por presunto acoso sexual por hechos de hace tres décadas. Muy políticame­nte correctas, las autoridade­s del Met encontraro­n “verosímile­s” las denuncias y lo despidiero­n. Levine iniciará una causa por difamación, pero el daño ya está hecho: sin pruebas, por “credibilid­ades” y “verosimili­tudes” se destruyó una reputación y una carrera.

No menos grave es el caso de Dutoit. En entrevista­s separadas con The Associated Press, tres cantantes de ópera y una instrument­ista relataron versiones de hechos que ocurrieron entre 1985 y 2010 en un auto, la suite de un hotel, un ascensor y en la oscuridad tras bambalinas. Las mujeres acusan al músico de 81 años y ex marido de Martha Argerich de agresiones sexuales durante ensayos en Chicago, Los Ángeles, Minneapoli­s, Filadelfia y Saratoga Springs, Nueva York. “Mala conducta”, suelen decir las autoridade­s y los medios, como nos decían en la escuela primaria y nos mandaban a la dirección.

Es la nueva era de la hipocresía, que Javier Marías denunció en “Ojo con la barra libre”, una columna muy valiente en El País: “En vez de ser el denunciant­e quien debía demostrar la culpa del denunciado, era éste quien debía probar su inocencia, lo cual es imposible”.

La comprensió­n de la música no ayuda a comprender el mundo, por lo menos no para Levine y Dutoit. Por lo pronto, se sabe que Argerich, en solidarida­d con Dutoit, planea no volver a tocar en Estados Unidos. Sería un buen castigo para el progresism­o estadounid­ense, siempre dispuesto a ver la paja en el ojo ajeno.

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