Músicos en la era de la hipocresía
Daniel Barenboim suele repetir una idea que, con algunas variaciones, podría resumirse en lo siguiente: la música es la mejor vía para salir del mundo, pero también la mejor para entrar en él y comprenderlo. Se entiende: la evasión artística se revierte indirectamente en un modo de conocimiento. ¿Pero qué significa comprender la música? Con esa interrogación abría el pianista Charles Rosen su libro Las
fronteras del significado. Rosen ofrece una primera respuesta, ligada a la sensación más que al sentimiento. “Comprender la música significa sencillamente no sentirse irritado o desconcertado por ella”. Pasado en limpio: sentirse “cómodo”. Esto provoca un sobresalto en nosotros como el que tendría quien descubre que hay fuego en la casa. ¿Sentirse cómodo? Vayamos despacio. Sabemos que la música siempre linda con lo que no tiene significado (en un plano lingüístico) y por lo tanto comprenderla no quiere decir poder poner en palabras aquello que escuchamos, sino sentir que cumple con nuestras expectativas. Cuando eso no ocurre, la incomprensión deriva de la desaparición de lo conocido. De esas extrañezas está hecha la historia de la música.
Por más veneración que le tuvieran, Beethoven era incomprensible para sus contemporáneos, pero a partir de él, y un poco también de Mozart y Haydn, descubrimos que es la propia obra de arte la que nos enseña a comprenderla. Sobre todo, nos enseña a escucharla como si la hubiéramos compuesto nosotros. Rosen lo dice mejor: “La obra musical exige que se la escuche como si no se hubiera compuesto ninguna otra, ni antes ni después de ella”.
Pero la música tiene otras ramificaciones, esas que el filósofo Albrecht Wellmer llamó su “relación con el mundo”. La incomprensión de una pieza musical consiste en caminar a ciegas en su lógica de composición. Dicho de otra manera: la interrupción de una cadena de causalidades, eso que llamamos sintaxis y que rige también lo real, y en el interior de lo real, la política.
Pasemos a lo real, que cada vez resulta más difícil de comprender que esa música que defrauda nuestro horizonte de expectativas. Pocos directores comprendieron y comprenden tan bien la música como James Levine y Charles Dutoit, pero es posible que hayan dejado de comprender el mundo, que de un golpe parece habérseles vuelto hostil. Levine sigue siendo un gran director, tal vez no el preferido de muchos, pero de todas maneras dejó grabaciones incuestionables. Más que eso, fue el hombre que durante 40 años tomó todas las decisiones en la Metropolitan Opera de New York. Después, ahora, vinieron las denuncias por presunto acoso sexual por hechos de hace tres décadas. Muy políticamente correctas, las autoridades del Met encontraron “verosímiles” las denuncias y lo despidieron. Levine iniciará una causa por difamación, pero el daño ya está hecho: sin pruebas, por “credibilidades” y “verosimilitudes” se destruyó una reputación y una carrera.
No menos grave es el caso de Dutoit. En entrevistas separadas con The Associated Press, tres cantantes de ópera y una instrumentista relataron versiones de hechos que ocurrieron entre 1985 y 2010 en un auto, la suite de un hotel, un ascensor y en la oscuridad tras bambalinas. Las mujeres acusan al músico de 81 años y ex marido de Martha Argerich de agresiones sexuales durante ensayos en Chicago, Los Ángeles, Minneapolis, Filadelfia y Saratoga Springs, Nueva York. “Mala conducta”, suelen decir las autoridades y los medios, como nos decían en la escuela primaria y nos mandaban a la dirección.
Es la nueva era de la hipocresía, que Javier Marías denunció en “Ojo con la barra libre”, una columna muy valiente en El País: “En vez de ser el denunciante quien debía demostrar la culpa del denunciado, era éste quien debía probar su inocencia, lo cual es imposible”.
La comprensión de la música no ayuda a comprender el mundo, por lo menos no para Levine y Dutoit. Por lo pronto, se sabe que Argerich, en solidaridad con Dutoit, planea no volver a tocar en Estados Unidos. Sería un buen castigo para el progresismo estadounidense, siempre dispuesto a ver la paja en el ojo ajeno.